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– ¿Cómo?

– No importa -contestó ella con una sonrisa.

– ¿Así de sencillo?

– Así de sencillo. Entonces me moví a todas partes en tren o autobús, porque si alquilaba un coche dejaría un rastro.

– ¿Por eso tienes esa bici tan increíble atrás?

– Exacto. La compré en efectivo, sin preguntas.

– Me lo imagino. Debieron de alegrarse de librarse de ella antes de que se cayera a pedazos. ¿Con qué has hecho esa cosa que tiene detrás?

– ¿Te refieres a mi remolque?

– ¿Así es como lo llamas?

– Pues claro -contestó ella muy digna-. Estoy muy orgullosa de él. Junté varias cajas. Había un cochecito en el granero y le quité las ruedas. Lo siento; sé que eran tuyas.

– No te preocupes, no te las voy a pedir. Si es el cochecito que creo se estaba desmoronando de todas formas. De hecho creo que ya se estaba desmoronando cuando lo adquirieron mis padres. Lo ganó mi padre a las cartas cuando mi madre me esperaba, pero creo que a ella no le gustó. No puedo creer que lo uses.

– Sólo para ir al pueblo por provisiones. Comida, leña, esas cosas.

– ¿Has traído leña en esa cajita?

– Una vez, pero puse demasiada y se me rompió, así que tuve que venir por un martillo y clavos y volver, arreglarlo y terminar el trabajo. La leña estaba donde la dejé.

– Claro; la gente por aquí es honrada. ¿Por qué no hiciste que te los llevaran?

– Porque entonces la gente sabría dónde vivo.

– ¿Y los hoteles en los que estuviste? ¿No te pidieron el pasaporte?

– Paso por italiana. He estado por todo el país, pero nunca me he quedado mucho tiempo.

– De todas las cosas astutas y maquinadoras… -suspiró él-. Pensaba que yo era un conspirador, pero no tengo nada que hacer a tu lado.

– Soy buena, ¿eh? -preguntó ella con cierta sonrisa coqueta.

– Podrías enseñarme un par de cosas -contestó él, devolviéndole la sonrisa.

Pero ambas eran forzadas y desaparecieron enseguida.

– Quería quedarme un tiempo en algún sitio -continuó Rebecca-, pero no sentía que perteneciera a ninguno, así que siempre iba a otro.

– Hasta que viniste aquí -dijo él, dejando en el aire las consecuencias de ello, pero ella no lo captó-. Estabas muy decidida a escapar de mí, ¿verdad? -dijo al fin en tono grave.

– Sí.

Como Luca no contestó, ella levantó la vista para verle el rostro a la luz parpadeante de las velas. Pudiera ser el efecto de la llama, pero le pareció ver en él la tristeza más impresionante que hubiera visto. Él no se giró para ocultarla; simplemente se sentó observándola con una mirada desnuda e indefensa que era más de lo que ella podía soportar.

– Luca -lo llamó. No pretendía decir su nombre, pero le salió solo.

La emoción la embriagó y tuvo que taparse el rostro apoyando la cabeza sobre el brazo en la mesa. No sabía qué hacer, pues lo que sentía estaba más allá de las lágrimas: la desesperación por los años perdidos, las oportunidades que nunca recuperarían, el amor que parecía haber muerto dejando atrás nada más que desolación. Podría tener a su hijo, pero era demasiado tarde para ellos.

Entonces creyó sentir que le acariciaban el pelo y quizá que murmuraban su nombre pero no estaba segura y no miró. No quería que viera sus lágrimas. Lo escuchó ir a la cocina y meter más leña para volverse a sentar.

– Eso lo mantendrá hasta mañana -dijo Luca-. Vuélvete a la cama y entra en calor.

– ¿Dónde vas? -le preguntó ella cuando, al levantar la vista, lo vio junto a la puerta.

– A la furgoneta. Voy a ponerme ropa seca y mañana te devolveré las toallas.

– No, ¡espera! -lo detuvo ella, que no se había preguntado dónde podría dormir, pero le parecía monstruoso que regresara a la inhóspita furgoneta mientras ella tenía todas las comodidades-. No puedes volver a la furgoneta.

– Claro que puedo. Estoy muy bien allí.

Ella saltó con un brazo al frente para detenerlo, pero se detuvo de golpe por la debilidad que la asaltó. Durante un momento tuvo la mente confusa y la cocina bailaba a su alrededor. Luego desapareció el mareo.

No estaba segura de si la había sujetado él o era ella la que se había colgado, pero estaban agarrados con fuerza y se sintió furiosa consigo misma, pues pensó que ahora lo descubriría. Esperó una exclamación, las preguntas, sentirse acorralada.

– A lo mejor no has cenado suficiente -le dijo él-. A quién se le ocurre cargar leña con el estómago vació. ¿Quieres que te traiga algo?

– No, gracias.

– Entonces deberías ir directa a la cama. Vamos -ordenó, y la llevó al dormitorio sujetándola de manera firme pero impersonal y la metió en la cama.

– ¿Estás bien?

– Sí. Gracias, Luca.

– Durmamos lo que queda de noche. Mañana nos espera otro día duro.

Luca cerró la puerta detrás de él y luego ella oyó la puerta principal. La oscuridad no ofrecía respuestas. Rebecca intentó revisar lo que había visto en sus ojos cuando la había sujetado, pero no le habían revelado nada, pues habían tenido una mirada vacía, que no mostraba el fondo. Era como si se hubiera echado atrás, dándole espacio suficiente para una negación si ella hubiera querido. Becky siempre había creído que lo conocía a fondo, pero ahora se preguntaba si alguna vez había sabido algo de él.

En los siguientes días, Rebecca descubrió que el espacio que le había parecido que él le ofrecía no era una ilusión. En cierto modo lo había hecho desde que había aparecido, durmiendo fuera sin importar el tiempo, sin entrometerse nunca ni decir una palabra que pudiera provenir de un amante. Pero ahora había algo diferente, como si él también necesitara espacio. Becky pensó que quizá lo estuviera haciendo por sí mismo, que terminaría la casa para que ella estuviera a salvo y entonces se iría y nunca preguntaría por el niño. Porque no quería saber. Era como vivir con un fantasma. Pero sobre todo Becky estaba en paz, y paz era lo que más apreciaba.

Poco a poco la casa iba cobrando vida. La culminación del tejado significó que otra habitación, que había estado completamente a la intemperie, se hacía habitable, así que Rebecca se dispuso a limpiarla de arriba abajo. La respuesta de Luca fue desaparecer un día casi entero, en el que regresó con un generador portátil y una aspiradora.

– He tenido que ir a Florencia a comprarlo -dijo-. Era el último que tenían. No es demasiado grande, pero nos servirá. ¿Has preparado la cena?

– No. No sabía si ibas a volver así que no he preparado nada.

– Ah, vale.

– ¡Deja de ser tan amable! -gruñó ella-. Hay filetes; ahora los hago.

A partir de entonces resultó más sencillo trabajar y tuvieron algo de luz por las tardes, aunque seguían refugiándose en la cocina.

– Podrías mudarte aquí -propuso un día Rebecca, cuando la habitación estuvo terminada-. Para dormir, me refiero. Es mejor que la furgoneta.

– Vale -contestó él tras meditarlo un poco.

Llevó la furgoneta al pueblo y regresó con un catre de hierro de segunda mano.

– Es muy estrecho -le dijo ella con dudas-. No puede medir más de noventa centímetros.

– La gente de aquí vive en casa pequeñas, así que tienen que tener muebles estrechos.

Pero el colchón era inservible, así que tuvo que comprar otro, y regresó con uno nuevo treinta centímetros más ancho que la cama.

– ¿Ves? No importa que la cama sea estrecha. Lo único que notaré será el colchón.

– Pero se sale más de quince centímetros por cada lado. Te vas a caer cada vez que te des la vuelta.

– Tonterías. Lo he pensado todo científicamente.

Se lo explicó al detalle y Rebecca le contestó con un gesto de mofa. Por la noche se fue a la cama y se cayó científicamente de ella tres veces, hasta que puso el colchón en el suelo y utilizó la cama para meter todo aquello a lo que no le encontraba otro sitio.