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El humor era una línea de salvación, que hacía posible el viaje hasta que se dieron cuenta de a dónde dirigía. Pero incluso mientras se reían de los percances de Luca sabían que la frágil atmósfera no podría durar para siempre. Lo que la despedazó surgió sin avisar. Estaban sentados en la cocina escuchando la radio y riéndose de los intentos de Luca de reparar el remolque.

– Bueno, ya lo he juntado. Pero ¿merece la pena? ¿Tienes alguna utilidad para él? -preguntó al fin, a lo que ella negó con la cabeza-. Bien -dijo, y lo dejó contra un rincón, donde se le cayó una rueda-. Mi padre insistía en guardar esa cosa por si tenían otro hijo, pero nunca ocurrió. Entonces Mama murió cuando yo tenía diez años.

– Sí, recuerdo que me lo contaste. Debes de haberte sentido muy solo sin hermanos.

– Tenía a mi padre para cuidar. Estaba perdido sin ella -dijo, con una carcajada-. Bernardo Montese, el gigante local, el gran hombre al que todo el mundo temía. Pero por dentro era un blandengue, así que primero ella cuidó de él y después yo. Era como cuidar de un niño pequeño.

– Lo querías mucho, ¿verdad?

– Sí. Estábamos en la misma onda. Ahora me doy cuenta de que en parte era porque era como un niño grande. No se podría imaginar viéndolo gritar a los demás, pero bajo esa fortaleza había una debilidad oculta, y si la tocabas se derrumbaba.

Becky lo observaba manteniendo la respiración, pues sabía que algo estaba sucediendo; bajo la calma de la casita las cosas se estaban descontrolando y si quería detenerlo tenía que hacerlo en aquel momento.

– Sigue -susurró.

– Aun así no se quiso deshacer del cochecito. Decía que le gustaría a mi esposa algún día y yo no tuve el valor de decirle que sólo serviría para chatarra. Un día se emborrachó y se cayó en una cantera, y murió al día siguiente. Yo tenía dieciséis años.

Ya le había hablado de sus padres antes, pero nunca de aquel modo. Ella intentó encontrar las palabras adecuadas para animarlo a continuar, pero él siguió con otro asunto.

– Cuando estuvimos en Londres -empezó, y se detuvo como si hubiera perdido el valor.

– Sigue -lo alentó ella.

– Nunca te pregunté por el parto. Quería hacerlo pero…

– Nunca fue el momento oportuno.

– No, pero quiero saberlo, si aguantas hablar de ello. ¿Fue muy duro?

– Fue rápido. Era muy pequeñita, prematura. Fue lo que vino después lo que fue duro. Necesitaba verte; no sabía que la policía te retenía.

– Tu padre debió de llamarla mientras yo avisaba a la ambulancia. Vinieron muy deprisa y me arrestaron, en palabras de tu padre, por «comportamiento violento». Imploré que me dejaran ir contigo, pero no me dejaron. Recuerdo las puertas de la ambulancia cerrándose contigo dentro mientras la policía tiraba de mí hacia el otro lado. Me volví loco y entonces sí me puse violento. Hicieron falta cuatro hombres para sujetarme y sé que a uno de ellos le partí la nariz, así que ya tenían algo de lo que acusarme. Estuve en prisión unos días, sin saber nada sobre ti. Entonces vino a verme tu padre y me dijo que el bebé había nacido muerto, así que podía «olvidarme de cualquier idea que tuviera».

– ¿Qué dijo? -preguntó ella, con los ojos muy abiertos.

– Dijo que nuestra bebé había nacido muerta. ¿Qué pasa, Becky?

– No nació muerta -susurró ella-. Vivió unas horas en la incubadora. Yo la vi. Era tan pequeña, y enchufada a las máquinas por todas partes. Era horrible, pero sabía que los médicos estaban luchando por ella. Lo intentaron todo, pero fue inútil. Se fue.

– Pero ¿estaba viva? ¿Vivió, aunque sólo fuera un poco?

– Sí.

– ¿Pudiste tenerla en brazos?

– No mientras estuvo viva, porque tenía que estar en la incubadora; era su única posibilidad. Pero cuando murió la envolvieron y me la pusieron en los brazos. La besé y le dije que sus padres la querían. Después le dije adiós.

– ¿Recuerdas eso?

– Sí. Por entonces aún estaba bien. La depresión no me llegó hasta unas horas más tarde.

– ¿No te preguntaste dónde estaba yo?

– Sí, le preguntaba a mi padre, y él me contestaba que aún te estaban buscando.

– ¿Te decía eso, cuando sabía que estaba en la cárcel donde él me había metido? -preguntó Luca lleno de rabia contenida.

– Decía que te habías ido. Entonces ella se murió. Después de eso -balbuceó-; después de eso todo se quedó a oscuras. Me sentía presionada, asfixiada, aterrorizada. Todo me daba miedo y no tenía esperanzas de nada. Quizá habría ocurrido de todas maneras, al perder al bebé, pero a lo mejor si hubiéramos estado juntos no, o me habría repuesto antes. Nunca lo sabré.

– No hay nada que no hubiera hecho tu padre por separarnos. No importa lo perverso o falso que fuera; no le importaba mientras se saliera con la suya.

– Creo que al principio creyó que sería fácil. Pero luego se le empezó a descontrolar todo y cada vez tenía que hacer cosas peores para no admitir que se había equivocado. Intentaba rescribir los hechos para demostrar que tenía razón, pero, claro, no podía.

– ¿Lo defiendes?

– No, pero no creo que fuera un mal hombre desde el principio. Se fue volviendo así porque no sabía pedir perdón. Nos destrozó a nosotros pero también a él. Sabía lo que había hecho, pero no podía admitirlo.

– ¿Alguna vez te enfrentaste a él por lo que había hecho?

– Sí, una vez. Tuvimos una pelea muy grande y le dije que había matado a nuestra hija.

– ¿Y qué dijo?

– Nada, sólo me miró y se quedó blanco, y se fue. Luego lo encontré mirando fijamente a la nada. Un año más tarde le dio un ataque al corazón. Sólo tenía cincuenta y cuatro años, pero murió casi al instante.

– No lo siento por él. No lo perdono, y no voy a fingir que lo hago.

– Lo sé. Yo siento lástima por él porque vi lo que se había hecho a él tanto como a nosotros. Pero perdonarle es más de lo que puedo yo también. Además… -se quedó callada largo rato, se levantó y empezó a recoger, como atormentada por la indecisión.

– ¿Qué pasa? ¿Hay más?

– Sí, hay algo que llevo esperando para decirte, pero tenía que ser en el momento oportuno. Ahora, creo…

Se detuvo, rota por la duda, aunque sabía que ya no había vuelta atrás. Luca le tomó las manos.

– Dime, Becky. Sea lo que sea, ya es hora de que lo sepa.

Capítulo Once

– Sí, debes saberlo. Luca, ¿has vuelto alguna vez a Carenna?

– No.

– Yo tampoco, hasta hace poco. Fui hace unas semanas y averigüé otra cosa sobre la que mintió mi padre.

– Sigue -rogó él cuando ella se detuvo, arrepintiéndose de haber empezado.

– Siempre había creído que murió sin ser bautizada, sin nombre.

– ¿Quieres decir…?

– Está allí, en el campo santo. La bautizó el capellán del hospital.

– ¿Y cómo no lo supiste?

– Se la llevaron a la incubadora nada más nacer, mientras las enfermeras cuidaban de mí. El capellán estaba allí bautizando a otro niño y como pensaron que a nuestra hijita le podían quedar pocos minutos la bautizó allí mismo, por si no llegaba a tiempo.

– ¿Y no se lo dijeron a nadie?

– Sí, a mi padre. Supongo que pensarían que él me lo diría, pero no lo hizo. Pero está enterrada en suelo consagrado. El capellán murió el año pasado, pero hablé con el nuevo y está todo documentado. Parece que el párroco ofició un pequeño funeral y avisó a papá de cuándo iba a ser. No pudo decírmelo a mí porque mi padre lo mantuvo alejado, y no sabía dónde estabas tú. Así que cuando enterraron a nuestra hija no había nadie de su familia.