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– Ya -contestó ella con ternura-, lo había deducido.

– De jóvenes sabía cómo hablar contigo; me resultaba fácil decirte que te quería. No había nada más que amor en el mundo, nada que importara. Pero cuando nos volvimos a ver había demasiadas cosas que parecían importantes, y la principal era mi orgullo. Te busqué porque me había convencido de que eras la única mujer que podría darme un hijo. Es una tontería, ya lo sé. Sonia también lo vio. Desde el principio me dijo que sólo creía eso porque lo deseaba, y tenía razón. Así que vine a buscarte convencido de tener una razón lógica, porque no podía admitir la verdadera razón.

– ¿Y cuál era la verdadera razón?

– Que no he dejado de amarte todos estos años, que mi vida estaba vacía. Año tras año me había construido un muro en el corazón, creyendo que me protegería si era suficientemente sólido. Por suerte no lo hizo. Entonces te encontré y compré acciones del Allingham para tener una excusa para verte. Creía haberlo planeado todo tan bien -explicó, y se sonrió-. Tenías que haberme visto aquella noche. Estaba casi seguro de que estarías en la casa de Steyne y estaba hecho un manojo de nervios. Cuando oí tu voz en el pasillo me entró el pánico y por poco salgo corriendo. Entonces entraste con Jordan y estabas preciosa, pero tan distinta; no sabía qué decirte. No sabía qué había esperado, que dijeras mi nombre y corrieras a mis brazos o algo así, pero tú parecías no conocerme. Estabas tan fría y con tanto aplomo que de repente me vi otra vez convertido en campesino, buscando las palabras adecuadas. Intenté abalanzarme sobre ti; bueno, de eso ya te acuerdas, pero lo único que sabía hacer era dar órdenes y tú parecías alejarte más con cada cosa que decía o hacía. Casi lo arruiné del todo con esos diamantes, pero no se me ocurría qué otra cosa hacer.

– Fuiste un bruto -recordó ella, sonriendo.

– Como siempre. Cuando vine aquí había perdido toda esperanza; sólo quería ver el lugar donde habíamos sido tan felices. Y cuando te vi no me atreví a creer que pudiéramos tener otra oportunidad -continuó, y se incorporó sobre un brazo, mirándola inquieto-. Porque tenemos otra oportunidad, ¿verdad?

– La tenemos si queremos.

– No hay nada que quiera en el mundo más que a ti.

– Y el bebé.

– Sólo a ti. El bebé es un extra, pero lo fundamental eres tú.

Se quedó dormido antes de que ella pudiera responder, como si el hecho de decirlo le hubiera dado paz. Parecía haber perdido toda la tensión, igual que había hecho ella, que ahora entendía por qué. Durante quince años les habían negado el derecho de llorar a su hija, algo que había congelado sus corazones y no les había permitido seguir su vida. Pensó que aún no era tarde y lo abrazó con fuerza mientras observaba el amanecer. Ahora eran libres para sentir la pena de la pérdida y para seguir y encontrarse de nuevo.

De repente oyó un golpeteo de lluvia en el tejado, que se hizo más fuerte hasta convertirse en un aguacero que duró varios días, durante los cuales no salieron de la casa. Pasaron parte del tiempo hablando, pero la mayor parte la pasaron tumbados en brazos del otro, sin necesidad de palabras.

Por fin hicieron el amor, con mucha ternura. Aunque aún sentían placer, importaba menos que el amor que habían reencontrado, y al final él la abrazó y susurró.

– Rebecca.

– Me has llamado Rebecca -dijo ella, asombrada-, no Becky.

– Lo llevo haciendo un tiempo. ¿No te has dado cuenta?

– Sí, creo que sí -contestó ella, y se quedó dormida en sus brazos.

Tenía la extraña sensación de que la lluvia había lavado todo el dolor y el sufrimiento. Cuando por fin la tormenta terminó salieron al valle para contemplar un mundo nuevo.

– A desayunar -dijo ella, pensando que pronto tendrían que hablar de otras cosas, pero en aquel momento quería disfrutar de los pequeños momentos cotidianos, y que estos duraran lo más posible.

– A desayunar -repitió él, y la ayudó como pudo, entorpecido por la escayola de la mano-. Supongo que no te enfadarás la próxima vez que quiera cuidarte -dijo, moviendo los dedos-. Nunca me habían intimidado como lo hiciste tú aquel día.

– Algunos hombres necesitan que los intimiden.

– ¿Dónde he oído eso antes? Ah, sí, se lo decía mi madre a mi padre.

– ¿Y qué contestaba él?

– Nada; se ponía firme.

Acompañó las palabras con el gesto y ella se echó a reír. Él la observaba con ternura, percibiendo que la risa de ambos era diferente; ya no era una risa tensa y crispada.

Una mañana Rebecca abrió los ojos y comprobó que, como siempre, la cabaña estaba caliente porque Luca se había levantado temprano y había azuzado la cocina. Se puso la bata y salió para encontrarlo depositando en el cesto un último lote de leños. Se acercó a él y le frotó las manos con las suyas para hacerles entrar en calor. Entonces él le tocó el cuello con los dedos helados y ella sintió un escalofrío.

– Lo siento -se burló-. Es que tienes el cuello tan calentito y fuera hace tanto frío.

– Aquí se está muy bien.

– Y como habrás visto la tetera está hirviendo. Si te sientas la tendré lista en un segundo.

Ella lo dejó disfrutar mimándola, pero estaba pensativa y él pareció darse cuenta porque se quedó callado hasta que se pusieron a comer.

– ¿Qué tal te sientes esta mañana? -le preguntó Luca-. ¿Tienes mareos?

– No, ya no, por suerte.

– Pero tienes algo en la cabeza, ¿verdad?

– Tú también. Lo he notado los últimos días.

– Lo pienso cada vez que salgo a ese frío almacén. Llega el invierno y pronto aquí hará mucho más frío.

– Ha sido maravilloso -asintió ella-; estar aquí así. Pero supongo que se acaba.

– Tiene que acabarse -admitió él con pena-. Por tu salud y por la del bebé.

– Bueno, ¿qué has planeado?

– Nada -respondió él enseguida-. Esperaba que sugirieras tú.

– ¿No has arreglado nada? ¿Tú?

– Puede que tenga algunas ideas.

– Sabía que las tendrías.

– Pero son sólo ideas. Si no te gustan podemos pensar en otra cosa.

– Estás haciendo muy bien lo de ser un hombre discreto, pero se nota que te cuesta.

– Hago lo que puedo, pero admito que no me sale de forma natural.

– ¿Y por qué no lo dejas y me cuentas lo que has planeado?

– No es un plan exactamente. Sólo llamé a mi ama de llaves de Roma para decirle que tuviera la casa preparada y caliente, por si acaso.

– Muy sensato. Nunca se sabe cuándo puedes decidir liar el petate y volver a casa.

– Pero sólo si tú quieres. ¿Prefieres volver a Inglaterra?

– ¿Vendrías conmigo?

– A cualquier sitio donde haga calor, siempre que no sea el Allingham.

– No, no tengo casa en Inglaterra -dijo ella-. No hay ningún sitio a donde volver.

– Entonces sigamos adelante. A mi casa. Nunca ha sido un hogar, pero tú podrías…

– Vamos a hacerlo poco a poco.

No tardaron mucho en preparar el viaje nada más desayunar. Luca apagó el fuego mientras ella reunió algo de comida para tirársela a los pájaros. Al regresar a la casa él la esperaba en la puerta, con su abrigo.

– ¿Listos para irnos? -le preguntó, ayudándola a ponérselo.

– Un momento. Antes quiero…

No le hizo falta terminar la frase, pues él se echó a un lado para dejarla entrar. No había mucho que mirar, sólo el dormitorio en que habían permanecido tumbados, unidos al fin, y la cocina en la que habían cocinado, hablado, discutido y redescubierto su tesoro perdido. Luca entró con ella, sin entrometerse, sólo le agarró la mano para demostrarle que sentían lo mismo.

– Hemos sido felices aquí -susurró ella.