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– Sí. Las dos veces.

– Volveremos, ¿verdad?

– Siempre que quieras.

– Entonces podemos irnos.

Condujeron hasta el pueblo para tomar la carretera de Florencia y de allí la autostrada que los llevaría a Roma. Pararon a comer en Florencia.

– No te arrepientes, ¿verdad? -preguntó ella.

– No, claro que no.

– Es que estás muy callado.

– Sólo estaba pensando…

– Sí. Yo también he estado pensando. Sólo estamos a treinta kilómetros de Carenna; no tardaríamos mucho.

– Hagámoslo pues.

En lugar de ir directos a Roma tomaron otra carretera y en media hora estuvieron en Carenna. En la iglesia vieron al padre Valetti en el campo santo, enfundado en varias bufandas, hablando con dos hombres. Los saludó con alegría al verlos.

– Encantado de verlos. No creí que hubiera recibido mi carta.

– ¿Carta? -preguntó Luca-. No hemos recibido ninguna carta.

– Entonces ha sido la providencia la que los ha traído aquí cuando necesitaba hablarles.

– ¿Ocurre algo malo? -preguntó Rebecca.

– No, en absoluto. Es solo que en un campo santo tan pequeño como este siempre hay problemas de espacio, y las tumbas no duran eternamente. Hay algunas que reciben muy pocas visitas en diez años, así que es práctica habitual volver a enterrarlos todos juntos en un espacio más pequeño. Pero por supuesto a las familias se les da la opción de mantener la tumba original por una pequeña suma. Y les escribí para preguntarles.

– ¿Quiere decir -preguntó Rebecca- que van a desenterrar a nuestra bebé?

– Pudiera ser. Pero por supuesto el ataúd será enterrado en otro sitio con todo el respeto.

– Sí, pero ¿dónde? -siguió preguntando Rebecca con creciente agitación.

– Bueno…

– Quiero decir, ¿no podría venirse a Roma con nosotros?

Luca se volvió a ella con el rostro iluminado.

– Podría ser -contestó el padre Valetti, pensativo-. Claro que tendría que hacerse con el procedimiento adecuado, un montón de papeleo, me temo. Entren y lo vemos.

En la oficina Luca y Rebecca se sentaron sin soltarse la mano y manteniendo la respiración, mientras él revisaba un montón de formularios.

– Necesito saber a qué iglesia irá -dijo por fin, mostrándoles unos papeles-, y el nombre del sacerdote que oficiará la ceremonia.

– Había pensado en consagrar parte de mis tierras -explicó Luca, tenso por la esperanza- y enterrarla con nosotros.

– Entonces que el párroco me mande una notificación oficial de la consagración y yo arreglaré el traslado.

– Entonces, ¿puede hacerse? -preguntó Luca.

– Sí, puede hacerse.

El padre Valetti era un hombre con tacto y los dejó solos enseguida. En cuanto se hubo ido se miraron el uno al otro incapaces de articular palabra.

– Gracias por pensar en esto, corazón -consiguió decir por fin Luca con voz ronca.

Rebecca le puso una mano en el hombro y él le acarició el pelo. Un rato después salieron al campo santo para visitar por última vez la tumba. Luca se arrodilló y tocó la tierra mirando fijamente al lugar. Rebecca se mantuvo alejada, imaginando que lo que Luca quería decirle a su hija era algo entre ellos, aunque no le hacía falta oírlo.

– Ten un poco más de paciencia, pequeña. Tus padres te van a llevar por fin a casa y ya nunca volverás a estar sola.

Al mencionar Luca las tierras de su casa, Rebecca había imaginado que sería un jardín muy grande, y no una enorme finca que incluso contenía un bosque, a las afueras de Roma, en la Vía Apia, una mansión con más habitaciones de las que pudiera necesitar un hombre. No necesitó que le confirmara que la habían comprado como un símbolo de estatus y que la había elegido Drusilla.

A pesar de aquello, no había rastro de la presencia de Drusilla, en parte porque se había llevado todo cuanto había podido y en parte porque, como Luca explicó:

– Lo llamábamos nuestro hogar por no saber de qué otra forma llamarlo, pero nunca fue un verdadero hogar. No nos amábamos así que no hay ninguna melancolía.

El instinto de Rebecca le decía que era cierto, pues estaba convencida de que una casa en la que había existido amor siempre guardaba trazos de aquel amor, y en aquella no había tales trazos, así que podrían convertirla en lo que ellos quisieran. Luca escogió la habitación más soleada para el niño y la decoró él mismo de amarillo y blanco.

– Pintaré cuadros en cuanto nazca -le dijo.

– ¿Has pensado nombres? -le preguntó ella.

– La verdad es que no. Hubo una vez en que si era niña la habría querido llamar Rebecca, como su madre. Pero ahora…

– ¿Ahora? -lo apremió ella, que quería oírselo decir.

– Ya tenemos una hija con ese nombre. Si tuviéramos otra sería como decir que la primera no contaba, y no quiero eso.

– ¿Cómo se llamaba tu madre? -preguntó ella, con ternura.

– Louisa.

– Louisa si es niña y Bernardo si es niño -resolvió ella, y él la miró con gratitud-. Creo que Bernardo Montese suena bien.

– Bernardo Hanley.

– ¿Qué?

– Cuando se es madre soltera el niño toma el apellido de la madre.

– No me gusta esa idea.

– A mí tampoco -admitió él, tomándole la mano-. Pero la decisión es tuya, Rebecca.

Se casaron en una ceremonia discreta en la pequeña iglesia local. Luca le agarró la mano como si no quisiera arriesgarse a soltarla ni un momento, y con una intensidad calmada que le decía, más que cualquier palabra, lo que aquel día significaba para él.

El día del parto no la dejó sola. Fue más duro y más largo que la otra vez, pero por fin Rebecca tuvo a su hijo en brazos, y su marido y ella se sintieron más unidos que nunca.

– Ya tienes tu heredero -le dijo ella, sonriente.

– Los obreros no tenemos herederos. Quería un hijo; tu hijo, y de nadie más. Ahora tengo todo lo que quiero. Bueno, quizá falte una cosa.

Su deseo se cumplió en la primavera, cuando enterraron a su hija en el lugar escogido.

– Pensé que aquí estaría bien, rodeada de árboles -le explicó a Rebecca una vez terminado el servicio-. Y queda mucho espacio, ¿lo ves?

Rebecca asintió, al comprender lo que le quería decir.

– ¿No te importa? -le preguntó él, algo ansioso.

– No, me alegra que hayas pensado en ello. Pero quiero muchos años juntos antes. Hemos estado separados demasiado tiempo, y tenemos mucho que recuperar.

Él le besó las manos y le habló con el mismo fervor calmado que el día de la boda.

– Hace años, dos noches antes de nuestra supuesta boda, te prometí que mi corazón, mi amor y mi vida entera eran tuyos, y que siempre lo serían. Ahora te lo vuelvo a decir. Voy a pasar el resto de mis días compensándote por el sufrimiento que no pude impedir. Y cuando termine la vida no cambiará nada. ¿Lo entiendes? Nada. Porque entonces estaré contigo para siempre.

Lucy Gordon

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