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– No tuve elección.

– ¿Porque tu abuelo y Charlie estaban aquí?

– Por eso y porque me encanta Bay Beach.

– Me da la impresión de que no puede haber mucha vida social aquí.

– No, pero no importa -dijo ella riendo-. Como único médico no tengo tiempo para la vida social.

– Ahora sí lo tienes. Mientras yo esté aquí, podrás tener algo de tiempo libre.

– Entonces tendré que buscarme un novio -bromeó Em-. Pero sólo por un mes, y eso no me parece justo para el chico. Y después, vuelta a ser el médico y botones para todo, lo que no me dejaría mucho tiempo para él.

Al terminar la frase, el tono de broma se había esfumado, y en su lugar apareció un deje amargo en su voz.

– ¿Eso te molesta?

– No -Em negó con la cabeza y su trenza dio una sacudida-. No, por lo general, no. Sólo que a veces…

– ¿Como hoy?

– Como hoy -aceptó ella-. Le dije a Claire Fraine que fuera a Blairglen dos semanas antes de la fecha prevista para el parto. Ella dijo que era una tontería, puesto que sus bebés siempre tardan mucho en nacer, y que tendría tiempo de sobra cuando empezaran las contracciones. ¿Y, qué crees que pasó? Pues que tuve que asistir a un parto de gemelos en plena noche -dijo, mordiéndose el labio-. Y casi perdí a uno… No sé por qué, pero el tocólogo de Blairglen sólo había detectado a uno de ellos, así que esperábamos solamente un bebé y Thomas nació por sorpresa después de su hermana, mucho más grande. Menos mal que llegó enseguida el servicio neonatal de urgencia, porque pesaba solamente un kilo y medio y fue pura suerte que no se me muriera.

– No me extraña que estés exhausta.

– Sí. No se dan cuenta de que, arriesgándose ellas, me hacen correr riesgos a mí -dijo con amargura-. Bueno, no, eso no es lo que quería decir. Yo no he corrido ningún riesgo.

– Claro que sí. Has estado a punto de romperte el corazón por la muerte innecesaria de un bebé -repuso Jonas comprendiéndolo todo. Se levantó y la miró unos instantes, luego le tendió las manos. Era el gesto dominante de un hombre acostumbrado a salirse con la suya, y Em, sorprendida, las tomó. Él la ayudó a levantarse y, al notar su cálida fuerza, ella sintió que le transmitía una extraña sensación de ánimo.

¿Una sensación peligrosa?

Jonas no aparentaba haberse dado cuenta.

– He tomado una decisión. Lo que necesitas, doctora Mainwaring -le dijo Jonas en tono solemne-, es chapotear en el agua. Y yo soy precisamente la persona que te va a empujar. Quítate las sandalias.

– Sí, señor -ella estaba sorprendida, pero dispuesta.

– Yo también me quitaré los zapatos y los calcetines -con una sonrisa, se agachó para hacerlo-. Y para que lo sepas… esto es todo un privilegio. No hay muchas mujeres por las que me descalzaría.

– ¿Sabes? Ya lo había adivinado.

Él alzó la vista para mirarla y sonrió más aún.

– Claro que lo habías adivinado. No en balde somos socios. Y una mujer necesita saber mucho sobre su socio, aunque vaya a serlo sólo durante un mes.

CAPÍTULO 3

CHAPOTEARON durante mucho tiempo. Se alejaron casi un kilómetro de la ciudad sorteando las olas que' rompían sobre la playa. Por fortuna, el busca de Em no sonó ni una vez. Era como si la ciudad, que le había deparado tantos disgustos durante las veinticuatro horas anteriores, se hubiera dado cuenta de que su único médico estaba al borde del colapso. Em necesitaba ese descanso mucho más de lo que- se imaginaba.

La luna estaba ya en lo más alto. Era hora de irse a casa, y Em debía acostarse.

– Pero Anna nunca acuesta a los niños hasta las nueve -dijo Jonas-. No tiene ningún sentido intentar hablar con ella antes. No nos va a escuchar. Además, chapotear es tan bueno para el espíritu como el dormir.

Así que siguieron andando por la orilla. Muy a pesar de Em, Jonas le había soltado la mano, y caminaban uno al lado del otro, como dos amigos.

Dos buenos amigos.

Em pensó que eran buenos amigos, porque los silencios no eran incómodos. Iban al mismo paso y chapoteaban en el agua a la vez. La sensación era como un bálsamo para la mente atormentada de Em, que sentía que la tensión se iba desvaneciendo entre el frescor de las olas.

Era algo especial.

Em guardaba silencio, pero lo absorbía todo. La noche, la agradable sensación de la espuma entre los dedos y la luz de la luna. Sentía que durante aquel paseo había logrado librarse de la desesperación, el cansancio y la soledad. Estaba segura de que, si no nacía ningún bebé ni había una urgencia, esa noche dormiría como un niño.

Se lo debía a Jonas y le estaba muy agradecida. Cuando llegaron a unas rocas que les cortaban el camino, se volvió hacia él.

– Gracias -le dijo.

– ¿Por qué? ¿Por llevar a una bella mujer a pasear por la playa? -preguntó él, sonriendo-. Ha sido un auténtico placer.

«Una bella mujer…».

¿Cuánto tiempo hacía que nadie la llamaba así? Su abuelo lo había hecho, y también Charlie, pero cuando ella sólo tenía diez años. En la facultad de medicina había tenido un par de novios, pero desde que se había trasladado a Bay Beach, no había tenido tiempo para romances.

Sonrió con malicia. «Debería escribirlo en mi diario», pensó, «porque aunque parezca una tontería, es algo importante. Tener tiempo para que me llamen bella».

– ¿De qué te ríes?

Em lo miró sonriente y se volvió hacia donde Jonas había estacionado el coche.

– De nada. Ya es hora de que vayamos a ver a Anna.

Él la siguió con los pantalones mojados. Aunque se los había enrollado hasta la rodilla, las olas lo habían salpicado. Era una noche muy cálida y no importaba estar un poco mojado. El vestido de Em también estaba empapado y tampoco le importaba. Se sentía tan ligera que casi podía flotar.

«Es el cansancio», se dijo, «o la reacción a la muerte de Charlie. O, ¿quién sabe qué?»

– ¿No me vas a contar el chiste? -exigió él.

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque no es asunto tuyo.

– En eso te equivocas -y antes de que ella se diera cuenta ya la había agarrado de la mano-, porque lo he conseguido y quiero saber como conseguirlo de nuevo:

– ¿Conseguido?

– Hacerte sonreír. Cuando te vi. por primera vez, me dije: apuesto a que esta mujer tiene una sonrisa mágica. Y la tienes. Pero hay una cosa más que quiero saber.

– ¿El qué?

– Cómo se ve tu pelo suelto -replicó él. Ella se quedó perpleja y levantó la mano como para defender su trenza.

– Tendrás que esperar bastante para eso.

– ¿Por qué? -el tono de Jonas era de curiosidad, nada más. Pero no había soltado la mano de Em y ella se sentía a gusto. Se sentía bien.

– Porque, aparte de cuando me lo lavo, sólo lo llevo suelto durante cinco minutos al día. Me hago la trenza cada noche antes de acostarme, para estar lista en caso de que ocurra una urgencia.

– Quieres decir… -la miraba de reojo con una expresión que ella no acababa de comprender o que la hacía desconfiar-. Quieres decir que si yo te sustituyo para que no tengas que acudir a ninguna urgencia, ¿dormirías con el pelo suelto?

Era una pregunta ridícula, pero él esperaba respuesta. Em dio un puntapié en el agua. Estaba actuando como una colegiala en su primera cita. Alzó la vista y contestó.

– Puede…

– Pero no es seguro -parecía tan decepcionado que a ella casi le dio la risa.

– Probablemente lo haría -dijo para tranquilizarlo. O para hacerlo sonreír.

Y lo consiguió.

– Eso me haría sentir mucho mejor. Si me llama alguien con un uñero en el dedo gordo del pie y tengo que cortarle la uña podrida a las tres de la mañana y oler los pies malolientes de un granjero, me haría sentir muchísimo mejor saber que mi socia está durmiendo tranquilamente en su casa con el cabello desparramado por encima de la almohada.