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La caja fuerte se abrió como correspondía, bajo la supervisión del Presidium, y salvo algunos objetos de poco interés, como el carnet del partido del camarada Stalin, no había nada.

El subsecretario se sentó en el borde del escritorio, directamente delante de Rapava. Vaya, era un tremendo cabrón, muchacho, un auténtico cachas.

—Sabemos, gracias al camarada Malenkov —dijo—, que en la madrugada del 2 de marzo, usted fue a la dacha de Kuntsevo en compañía del traidor Beria, y que los dejó solos con el camarada Stalin durante unos minutos. ¿Sacaron algo de la habitación?

—No, camarada.

—¿Nada de nada?

—No, camarada.

—¿Y adonde fueron al salir de Kuntsevo?

—Llevé al camarada Beria de regreso a su casa, camarada.

—¿Directamente a su casa?

—Sí, camarada.

—Está mintiendo.

—No, camarada.

—Miente. Tenemos un testigo que los vio, a ustedes dos, en el Kremlin poco antes del amanecer. Un centinela con el que se cruzaron en un pasillo.

—Sí, camarada. Ahora me acuerdo. El camarada Beria dijo que tenía que ir a recoger algo a su oficina…

—¡Algo a la oficina del camarada Stalin!

—No, camarada.

—¡Mientes, traidor! ¡Tú y Beria, el espía inglés, entrasteis en la oficina de Stalin y robasteis los papeles! ¿Dónde están esos papeles?

—No, camarada…

—¡Traidor! ¡Ladrón! ¡Espía!

Cada palabra iba acompañada de un puñetazo en la cara. Una y otra vez.

Te diré una cosa, muchacho. Hasta el día de hoy nadie sabe exactamente qué le pasó al jefe. Ni siquiera ahora que Gorbachov y Yeltsin han vendido a precio de saldo todos nuestros jodidos derechos a los capitalistas y permitido que la CÍA se haga un picnic con nuestros archivos. Los papeles sobre el jefe siguen siendo material reservado. Lo sacaron a escondidas del Kremlin envuelto en una alfombra y tumbado en el suelo de un coche, y algunos dicen que Zhukov le pegó un tiro esa misma noche. Otros dicen que lo mataron al cabo de una semana. Aunque la mayoría sostiene que lo mantuvieron vivo durante cinco meses, ¡cinco meses!, sudando la gota gorda en un bunker subterráneo del Distrito Militar de Moscú hasta que lo fusilaron tras un juicio secreto.

Sea como sea, lo mataron. En Navidad ya estaba muerto.

Y esto es lo que me hicieron a mí.

Rapava levantó los dedos mutilados y los movió. Después se desabrochó la camisa con torpeza, se sacó los faldones de dentro de los pantalones y giró el torso escuálido para enseñarle la espalda. Tenía toda la columna vertebral llena de espantosas cicatrices, ásperas y rugosas, resultado de haber estado en carne viva. El estómago y el pecho eran espirales de tatuajes negroazulados.

Kelso no dijo nada. Rapava volvió a apoyarse en el respaldo con la camisa abierta. Las cicatrices y los tatuajes eran las condecoraciones de su vida. Estaba orgulloso de llevarlas.

Durante todo ese tiempo no sabía si el jefe aún estaba vivo, ni si había hablado. Pero no importaba. Papú Gerasimovich Rapava, por lo menos, guardaría silencio.

¿Por qué? ¿Por lealtad? Un poco, quizá… por el recuerdo de esa mano que lo había indultado. Pero no era un chico tan tonto como para ignorar que el silencio era su única esperanza. ¿Cuánto tiempo lo habrían dejado con vida si los hubiera llevado a ese lugar? Debajo de ese árbol yacía su propia sentencia de muerte. Así que lo suyo era no decir ni una palabra.

Lo dejaron temblando en el suelo de una celda sin calefacción mientras llegaba el invierno y soñaba con cerezos, hojas que se marchitaban y caían, ramas oscuras contra el cielo, el aullido de los lobos.

Y entonces, por Navidad, de repente perdieron interés en todo el asunto como niños aburridos. Continuaron las palizas durante un tiempo —hay que reconocer que ya era una cuestión de honor por ambos lados —, pero cesaron los interrogatorios y, tras una sesión prolongada e imaginativa, también se acabaron los golpes. El subsecretario no volvió a aparecer y Rapava supuso que Beria había muerto. También supuso que alguien había decidido que si los papeles de Stalin existían, era mejor dejarlos sin leer dondequiera que estuvieran.

Rapava esperaba que le metieran sus siete gramos de plomo en el cuerpo en cualquier momento. Ni por un instante pensó que si habían liquidado a Beria a él lo dejarían. Por lo tanto, no recordaba nada de su viaje en medio de una tormenta de nieve al edificio del Ejército Rojo en la calle del Komisariat ni del improvisado juzgado de grandes ventanales enrejados con su tribunal. La mente se le quedó en blanco con la nieve. La veía caer por la ventana sobre el Moscova, a lo largo del terraplén, y atenuar las luces de la orilla de enfrente, columnas altas y blancas que llegaban del este como una marcha fúnebre. Las voces se acallaron a su alrededor. Más tarde, cuando ya era de noche y lo sacaron fuera,;| supuso que iban a fusilarlo y preguntó si podía coger un puñado de nieve. Un guardia le preguntó para qué.

—Para tocar la nieve por última vez, camarada —le contestó Rapava.

Todos rieron, y cuando se dieron cuenta de que hablaba en serio, rieron aún más.

—No te preocupes, georgiano, si hay algo que no echarás de menos es la nieve —le dijeron mientras lo subían a una furgoneta.

Así se enteró de que lo habían condenado a quince años de trabajos forzados en Kolyma. Jruschov amnistió a un montón de presos del Gulag en el cincuenta y seis, pero nadie amnistió a Papú Rapava. Se olvidaron de él. Se pudrió y congeló durante la siguiente década y media en los bosques de Siberia: se pudría durante el corto verano, cuando cada hombre trabajaba en su propia nube de mosquitos de malaria, y se congelaba en los inviernos, cuando el frío helaba los pantanos.

Se decía que toda la gente que sobrevivía a los campos tenía el mismo aspecto, el de un esqueleto ya que al haber estado expuesto a ese clima los huesos siempre sobresalían, por mucho que después se recubriera de carne o por muy bien que se vistiera. Kelso había entre- vistado a suficientes sobrevivientes del Gulag para reconocer la delgadez de campo de prisioneros en la cara de Rapava mientras hablaba: en la cuenca de los ojos y la estructura de la mandíbula. También se le notaba en las articulaciones de las muñecas y los tobillos, en el esternón plano y afilado.

No lo amnistiaron, decía Rapava, porque había matado a un hombre, un checheno, que había tratado de sodomizarlo. Lo rajó con un pincho que había hecho con un trozo de sierra.

—¿Qué le pasó en la cabeza? —le preguntó Kelso.

Rapava se tocó la cicatriz. No se acordaba. A veces, cuando hacía mucho frío, la cicatriz le dolía y lo hacía soñar.

¿Soñar conque?

Rapava entreabrió la boca. No pensaba decirlo.

Quince años…, pensó.

Lo devolvieron a Moscú en el verano del sesenta y nueve, el día que los yankis pusieron un hombre en la luna. Rapava salió de la residencia de ex prisioneros y dio una vuelta por las calles calurosas y llenas de gente. No entendía nada. ¿ Dónde estaba Stalin ? Era lo que más le asombraba. ¿Dónde estaban las estatuas y los retratos? ¿Dónde estaba el respeto? Los chicos parecían chicas y las chicas parecían putas. Era evidente que el país se iba a la mierda. Pero, al menos hay que reconocerlo, todavía había trabajo para todos, incluso para los viejos zeks como él. Lo mandaron a la sala de máquinas de la estación de Leningrado a trabajar de peón. Tenía sólo cuarenta y un años y era fuerte como un toro. Lo único que tenía en el mundo era una maleta de cartón.

¿Se casó alguna vez?