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Se abrió la cremallera de la cazadora lo suficiente para que Kelso viera la sobaquera, y entonces Kelso lo reconoció: era el guardaespaldas personal de Mamantov, del apartamento de Moscú. Un tipo corpulento y con cara de niño, con el párpado izquierdo colgante y el labio inferior fofo; algo en la manera en como apoyaba la bota contra el muslo izquierdo de Kelso, apretujándolo contra la ventana, sugería que hacer daño a los demás era para él el auténtico placer de la vida: que necesitaba la violencia igual que un nadador necesita el agua.

Kelso recordó el cuerpo retorcido de Papu Rapava y empezó a sudar.

—Eres Viktor, ¿verdad?

No le contestó.

—¿Cuánto tiempo se supone que debo de quedarme aquí, Viktor?

Tampoco le contestó esta vez, y tras un par de tentativas exigiendo que lo liberara, Kelso desistió. Oía el ruido de las botas en el pasillo, y tenía la impresión de que estaban vigilando todo el tren.

Pasaron varias horas sin que ocurriera nada.

A las diez y veinte el tren hizo la parada prevista en Danilov, y en la estación aprovecharon para subir al tren más partidarios de Mamantov.

Kelso preguntó si, por lo menos, podía ir al lavabo.

El guardaespaldas no contestó.

Más tarde, fuera de la ciudad de Yaroslavl, pasaron por una fábrica abandonada con una oxidada Orden de Lenin fijada a la fachada sin ventanas. En el techo se veía la silueta de una fila de jóvenes, los brazos alzados con el saludo fascista.

Viktor miró a Kelso y sonrió, y Kelso apartó la vista. En Moscú, el apartamento de Zinaida Rapava estaba vacío.

Los Klim, que vivían en el apartamento de abajo, más tarde juraron que la habían oído salir poco después de las once. Pero el viejo Amosov, que estaba en la calle arreglando el coche, justo enfrente del bloque de apartamentos, insistió en que era más tarde: más hacia el mediodía, creía él. Zinaida pasó por su lado sin pronunciar palabra, lo cual no era raro en ella —andaba con la cabeza gacha y llevaba gafas de sol, cazadora de cuero, téjanos y botas—. Se dirigía hacia la estación de metro de Semyonovskaya.

No tenía el coche, que seguía aparcado delante del edificio de su padre.

Nadie volvió a verla hasta casi una hora más tarde, a la una, cuando apareció en la parte de atrás de Robotnik. Una mujer de la limpieza, Vera Yanukova, la reconoció y la dejó entrar, y Zinaida fue al guardarropa y retiró una bolsa de cuero (enseñó el ticket; no había error). La mujer le abrió la entrada principal para que saliera, pero Zinaida prefirió marcharse por donde había venido, evitando así los detectores de metales que se ponían automáticamente en marcha cuando se abría la puerta.

De acuerdo con la mujer de la limpieza, estaba nerviosa cuando llegó, pero una vez tuvo la bolsa en su poder parecía de buen humor, tranquila y dueña de sí misma.

34

¿Se quedó dormido Kelso? Más tarde él mismo se preguntó si era posible, pues no tenía ningún recuerdo real de esa larga tarde hasta que oyó pasos en el pasillo y el sonido de alguien que llamaba despacio a la puerta. Y para entonces ya estaban en la periferia norte de Moscú, bañada por la baja luz de octubre que ya caía sobre las interminables hileras de hierro y hormigón de la ciudad.

Viktor bajó despreocupadamente el pie del banco, se levantó y se subió los pantalones. Después quitó la navaja del mecanismo de la cerradura y entreabrió la puerta unos centímetros, y luego por completo. El guardaespaldas se puso rígido, en posición de firmes, y de repente Vladimir Mamantov atravesó el umbral y entró en el compartimiento, trayendo consigo el mismo extraño olor a alcanfor y ácido fénico que Kelso recordaba de su apartamento. Y el mismo puñado de cerdas oscuras en el hoyuelo del mentón.

Era todo sonrisas falsas y disculpas: que cuánto lamentaba que a Kelso le hubieran causado molestias, y qué pena no haber podido encontrarse antes durante el viaje, pero había tenido que atender asuntos más apremiantes. Estaba seguro de que Kelso lo entendía.

Tenía el abrigo desabrochado, la cara lustrosa por el sudor. Mamantov arrojó el sombrero al banco de enfrente de Kelso y se sentó junto a él. Cogió la cartera, sacó los documentos y le hizo señas a Viktor de que se sentara al lado de Kelso; después, llamó al segundo guardaespaldas, que se había quedado en el pasillo, para que cerrara la puerta y no dejara entrar a nadie.

Éste no era el Mamantov que Kelso había conocido siete años antes al salir de la cárcel. Este tampoco era el Mamantov que había visto unos días antes esa misma semana. Éste era Mamantov en su mejor momento otra vez. Mamantov rejuvenecido. Mamantov redux.

Kelso lo miró mientras los gruesos dedos de Mamantov hojeaban el cuaderno y los informes del NKVD.

—Bien —dijo con brusquedad—, excelente. Todo está aquí, creo. Dígame, ¿en serio pensaba destruir todo esto?

—Sí.

—¿Todo?

—Sí.

Miró a Kelso asombrado y sacudió la cabeza.

—Y sin embargo usted anda siempre quejándose y diciendo que hay que desclasificar todos los documentos históricos y estudiarlos.

—A pesar de todo lo habría destruido. Para frenarlo a usted.

Kelso sintió la creciente presión del codo de Viktor en sus costillas; sabía que el joven estaba deseando una ocasión para hacerle daño.

—¡Ah! ¿Entonces hay que dar vía libre a la historia sólo cuando se adecúa a los intereses personales de los que dirigen los archivos? — Mamantov volvió a sonreír—. ¿Ha quedado alguna vez más al descubierto el mito de la «objetividad» de Occidente? Ya veo que tendré que volver a guardarme estos documentos para que estén a buen recaudo.

—¿Volver a guardárselos? —dijo Kelso, que no pudo evitar un tono de incredulidad en su voz—. ¿Me está diciendo que ya los tenía antes?

Mamantov ladeó la cabeza con elegancia.

En efecto. Mamantov había vuelto a poner los papeles en la cartera y abrochó las correas. Sin embargo, por alguna razón aún no podía marcharse. Después de todo, había esperado mucho tiempo este momento. Quería que Kelso supiera. Habían pasado quince años desde que Yepishev le hablara por primera vez de este «cuaderno de hule negro», y nunca había perdido la fe en que algún día lo encontraría. Y luego, como un milagro, en las horas más oscuras de la causa, ¿quién apareció en las listas de miembros de Aurora sino el mismísimo Papú Rapa-va, cuyo nombre había aflorado con tanta frecuencia en los archivos del KGB? Mamantov lo había mandado llamar. Y después, por fin, vacilante y de mala gana al principio, pero finalmente por lealtad a su nuevo jefe, Rapava le había contado lo ocurrido la noche del ataque de apoplejía de Stalin.

Mamantov había sido el primero en oír esa historia.

Eso había tenido lugar un año antes.

Había tardado nueve meses enteros en entrar en el jardín de la mansión de Beria, en la calle Vspolni. ¿Y sabe lo que había tenido que hacer? ¿No? Había tenido que montar una promotora inmobiliaria — Moskprop— y comprar el maldito lugar a sus propietarios, el antiguo KGB, aunque la verdad es que no había sido demasiado difícil, porque Mamantov tenía muchos amigos en la Lubianka, amigos que, por una comisión, vendían sin problemas bienes públicos por una fracción de su auténtico valor. Algunos lo llamaban corrupción, o incluso robo. Pero él prefería la palabra occidentaclass="underline" privatización.

En virtud de las condiciones de su contrato de arrendamiento, los tunecinos habían sido echados en agosto, y Rapava había llevado a Mamantov hasta el lugar exacto del jardín. Alguien había retirado la caja de herramientas. Mamantov había leído el cuaderno y volado a Arcángel, siguiendo exactamente la misma ruta que Kelso y O'Brian hacia el corazón del bosque. Y había visto la posibilidad en el primer momento. Pero él también tenía el don —el genio, lo llamaría él, pero dejaba que eso lo juzgaran los otros—, el ingenio, digamos, de reconocer lo que Kelso había demostrado con tanta autoridad: que la historia, al final, es una cuestión subjetiva y no objetiva.