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Acababa de entrar en la habitación del hotel y empezaba a hacer un primer repaso al minibar cuando lo llamaron de recepción para decirle que en el vestíbulo había un hombre que quería verlo. ¿Quién? Prefería no dar el nombre, pero insistía y no quería irse. Así que Kelso bajó de mala gana y se encontró con Papú Rapava sentado en uno de los sofás de piel sintética del Ucrania, mirando al frente, con un gastado traje azul y muñecas y tobillos delgados como palos de escoba.

«¿Te crees que sabes mucho sobre el camarada Stalin, muchacho?», habían sido sus primeras palabras.

En aquel momento Kelso se dio cuenta de que había visto al viejo en el simposio, en la primera fila del público, escuchando la traducción simultánea por los auriculares, mientras murmuraba su desacuerdo con cualquier mención hostil a Stalin.

¿Quién eres?, pensó Kelso mientras miraba por la ventanilla sucia. ¿Un fabulador? ¿Un estafador? ¿La respuesta a una plegaria? El simposio tenía que durar sólo un día más… para alivio y agradecimiento de Kelso. Se celebraba en el Instituto de Marxismo- Leninismo, un templo ortodoxo de hormigón gris, consagrado en la época de Brézhnev, con unos gigantescos bajorrelieves de Marx, Engels y Lenin sobre la entrada llena de columnas. La planta baja había sido alquilada a un banco privado, que había quebrado, lo que contribuía al aspecto de abandono.

Al otro lado de la calle, vigilados por un par de milicianos, había una pequeña manifestación, de unas cien personas, la mayoría de ellas mayores, pero con unos pocos jóvenes con boinas negras y chaquetas de cuero. Era la mezcla habitual de fanáticos y rencorosos: marxistas, nacionalistas, antisemitas. Banderas rojas con la hoz y el martillo ondeaban al lado de banderas negras con el águila zarista bordada. Una anciana llevaba una foto de Stalin; otra vendía casetes con canciones militares de las SS. Un hombre mayor debajo de un paraguas despotricaba a través de un megáfono que le distorsionaba la voz. Unos activistas repartían un periódico gratuito llamado Aurora.

—No hagan caso —aconsejó Olga Komarova, de pie junto al conductor. Apoyó el' índice en la sien—. Están locos. Son fascistas rojos.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Duberstein, considerado una autoridad mundial en comunismo soviético, a pesar de que nunca había llegado a aprender bastante ruso.

—Dice que la Institución Hoover trató de comprar el archivo del Partido por cinco millones de dólares —respondió Adelman—, que estamos tratando de robarles su historia.

Duberstein lanzó una risita irónica.

—¿Quién va a querer comprarles su maldita historia? —De pronto golpeó la ventanilla con el anillo—. Oye, ¿eso no es un equipo de la televisión? La visión de una cámara causó una previsible y nostálgica agitación entre los académicos.

—Creo que sí…

—Qué halagador… f

—¿ Cómo se llama el tipo que dirige Aurora} —preguntó Adelman —. ¿Sigue siendo el mismo? —Se volvió en su asiento—. ¡Chiripa! — llamó por el pasillo—. Seguro que tú te acuerdas. ¿Cómo se llama el viejo del KGB?

—Mamantov —respondió Kelso. El chófer frenó de golpe y él tuvo que tragar para contener una arcada—. Vladimir Mamantov.

—Locos —repitió Olga mientras se preparaba para bajar—. Pido disculpas en nombre del Rosarjiv. Esta gente no es representativa. Síganme, por favor, y no les hagan caso.

Salieron en fila del autobús mientras una cámara de televisión filmaba cómo cruzaban el patio de asfalto y pasaban por delante de unos abetos blancos en medio de los abucheos.

Chiripa Kelso avanzaba despacio al final de la fila, con una resaca que lo obligaba a mover la cabeza con cuidado, como si fuera una jarra de agua. Un joven lleno de granos, con gafas de metal, le tiró un ejemplar de Aurora y Kelso alcanzó a ver la primera plana (una ca- ricatura de los conspiradores sionistas y un extraño símbolo cabalístico, mezcla de esvástica y cruz roja), antes de lanzar otra vez el periódico contra el pecho del chico. Los manifestantes seguían abucheándolos.

El termómetro de la pared de la entrada indicaba un grado bajo cero. La vieja placa había sido reemplazada por otra que no encajaba muy bien, por lo que se notaba que le habían cambiado el nombre al edificio. Ahora se proclamaba «Centro Ruso de Conservación y Estudio de la Documentación de la Historia Moderna».

Una vez más, cuando los otros ya habían entrado, Kelso se quedó rezagado mirando las caras de odio de la acera de enfrente. Había grupos de hombres de la edad de Rapava, con caras amargas y mejillas descarnadas, pero él no estaba. Se dio la vuelta y entró en el vestíbulo en sombras, donde le entregó el abrigo y la bolsa a la encargada del guardarropa, para dirigirse por debajo de la conocida estatua de Lenin a la sala de conferencias.

Empezaba otro día.

En el simposio había 91 delegados y casi todos parecían estar en la pequeña antesala donde les servían café. Kelso cogió una taza y encendió un cigarrillo.

—¿Quién empieza? —preguntó una voz detrás de él. Era Adelman.

—Askenov, creo. Sobre el proyecto del microfilm. Adelman gruñó. Era un bostoniano de más de setenta años, al final de una carrera en la que se había pasado la vida en aviones y hoteles — simposios, conferencias, doctorados honoris causa—; según Duberstein, había dejado la historia a cambio de las millas aéreas que regalaban las compañías. Pero a Kelso no le molestaban los honores recibidos. Era bueno y valiente. Treinta años atrás, cuando todos los demás idiotas úti- les del mundo académico pedían a gritos la distensión, hacía falta mucho coraje para escribir libros de ese tipo sobre el hambre y el terror.

—Oye, Frank —dijo—. Lamento no haber ido a la cena.

—No te preocupes. ¿Te salió algo mejor?

—Sí, más o menos.

La cafetería estaba al fondo del Instituto y daba a un patio interior, en el centro del cual, tiradas en el suelo entre las malas hierbas, había un par de estatuas de Marx y Engels, como si fueran un par de caballeros Victorianos que se tomaban una pausa en el largo curso de la historia para echarse una cabezadita matinal.

—No les importa derribar a estos dos —dijo Adelman—. Es fácil; son extranjeros y uno es judío. Pero cuando derriban a Lenin, entonces uno sabe que hay cambios de verdad.

Kelso tomó otro sorbo de café.

—Anoche vino a verme un hombre.

—¿Un hombre? Vaya, qué desilusión.

—¿Puedo pedirte un consejo, Frank?

Adelman se encogió de hombros.

—Adelante.

—¿En privado? Adelman se rascó la barbilla.

—¿Sabes el nombre del tipo?

—Sí, claro.

—¿Pero su nombre auténtico?

—¿Y cómo quieres que lo sepa?

—¿Y su dirección? ¿Tienes su dirección?

—No, Frank, no la tengo, pero se dejó esto.

Adelman se quitó las gafas y miró de cerca la caja de cerillas.

—Es un montaje —dijo mientras se la devolvía—. Yo no me metería. Además, ¿cómo puede ser que un obrero conozca un local llamado Robotnik? Seguro que es un fraude.

—Pero si es un montaje, ¿entonces por qué huyó? —preguntó Kelso jugueteando con la caja de cerillas.

—Evidentemente porque no quiere que parezca un montaje. Quiere que trabajes, que lo encuentres, que lo convenzas de que te ayude. Es la psicología de un fraude inteligente: las víctimas acaban por buscar al timador con empeño, empiezan a querer creer que es verdad. Acuérdate de los diarios de Hitler. O es un timador, o es un loco.