– ¿Por qué?
– Erik quiere a Benjamín.
– Sí, pero quizá algo salió mal. Tal vez Erik sólo dejara pasar al chico para hablar con él y luego llamar a la policía, o…
– Basta, papá -dice Simone.
– Tenemos que hacernos todas esas preguntas si queremos encontrar a Benjamín.
Ella asiente con la sensación de que se le va a desencajar la cara y luego dice con voz apenas audible:
– Quizá Erik creyó que era otra persona la que llamaba a la puerta.
– ¿Quién?
– Creo que está viéndose con una mujer llamada Danie11a -dice sin mirar a su padre a los ojos.
Capítulo 25
Domingo 13 de diciembre, por la mañana, festividad de Santa Lucía
Simone se despierta a las cinco de la madrugada. Kennet debió de llevarla a la cama y arropado después. Se levanta y va directamente a la habitación de Benjamin con una esperanza palpitante en el pecho, pero el sentimiento desaparece en cuanto se detiene en el umbral.
La habitación está vacía.
No llora, pero le parece que el sabor del llanto y la angustia lo ha impregnado todo, como una gota de leche enturbia el agua clara. Intenta ordenar sus ideas, no se atreve a pensar en Benjamín, no del todo, no se atreve a dejar que el pánico se apodere de ella.
En la cocina, la luz está encendida.
Su padre ha cubierto la mesa de notas de papel. La radio policial está sobre la encimera y del aparato sale un murmullo susurrante. Kennet está de pie totalmente inmóvil, mira al vacío por un momento y luego se pasa la mano por la barbilla un par de veces.
– Qué bien que hayas podido dormir un rato -dice él.
Ella sacude la cabeza.
– ¿Sixan?
– Sí -murmura ella, va hasta el grifo del fregadero, coge agua fría con las manos y se la echa en la cara. Cuando se seca con el paño de cocina ve su reflejo en la ventana. Aún está oscuro en el exterior, pero pronto llegará el amanecer con su red de plata, su frío invernal y la oscuridad de diciembre.
Kennet escribe algo en un trozo de papel, echa a un lado la hoja y anota algo en un cuaderno. Ella se sienta en la silla frente a su padre e intenta comprender adonde ha podido llevar Josef Ek a Benjamín, cómo ha podido entrar en su casa y por qué se ha llevado a Benjamín y no a otro.
– «Hijo predilecto» -susurra ella.
– ¿Cómo dices? -pregunta Kennet.
– No, nada…
Simone estaba pensando que en hebreo Benjamín significa «hijo predilecto». En el Antiguo Testamento, Raquel era la esposa de Jacob, quien trabajó catorce años para poder casarse con ella. Raquel tuvo dos hijos, José, [8] que interpretó los sueños del faraón, y Benjamín, el hijo predilecto.
El rostro de Simone se contrae al contener el llanto. Sin pronunciar palabra, Kennet se inclina sobre ella y la abraza por los hombros.
– Lo encontraremos -asegura.
Ella asiente.
– He recibido esto justo antes de que te despertaras -dice él, y da un golpe a una carpeta que descansa sobre la mesa.
– ¿Qué papeles son ésos?
– Son sobre el adosado de Tumba, donde Josef Ek… Es el informe de la investigación de la escena del crimen.
– ¿No estás jubilado?
Kennet sonríe y le pasa la carpeta, ella la abre y lee el repaso sistemático de huellas dactilares, palmares, huellas de cuerpos que han sido arrastrados, cabellos, tejido epitelial bajo las uñas, desperfectos en la hoja del cuchillo, restos de médula sobre un par de pantuflas, salpicaduras de sangre en la televisión, en la lámpara de papel de arroz, en el felpudo, en las cortinas. Las fotografías resbalan del interior de una carpeta de plástico. Simone intenta no verlas, pero a su cerebro le da tiempo a captar una habitación de espanto: diversos objetos cotidianos, así como las librerías y el mueble donde se aloja el equipo de música están cubiertos de sangre negra.
Esparcidos sobre el suelo se ven los miembros de varios cuerpos mutilados.
Se levanta, se dirige al fregadero e intenta vomitar.
– Perdona -dice Kennet-. No pensé… A veces olvido que no todo el mundo es policía.
Ella cierra los ojos y piensa en la cara asustada de Benjamín, en una habitación oscura con el suelo cubierto de sangre fría. Se inclina hacia adelante y vomita. Restos de mucosidades y bilis se posan sobre tazas y cucharas. Cuando se enjuaga la boca y oye que el pulso le produce un pitido agudo en los oídos, teme estar sumiéndose en un estado de histeria.
Se agarra a la encimera y respira lentamente, se recompone y mira a su padre.
– No pasa nada -dice débilmente-. Es que no puedo relacionar todo esto con Benjamín.
Kennet va a buscar una manta, la envuelve con ella y se sienta nuevamente en su silla, despacio.
– Si Josef Ek se ha llevado a Benjamín es porque quiere algo, ¿no? Nunca antes había hecho nada parecido…
– Creo que no puedo con esto -susurra ella.
– Tan sólo quiero decir que creo que Josef Ek buscaba a Erik -continúa Kennet-, pero al no encontrarlo, se llevó a Benjamín para hacer un intercambio.
– Entonces tiene que estar vivo…, tiene que estarlo, ¿verdad?
– Por supuesto que lo está -dice Kennet-. Sólo tenemos que averiguar dónde lo ha llevado, dónde está Benjamín.
– En cualquier sitio, puede haberlo llevado a cualquier sitio.
– Te equivocas -dice Kennet.
Ella lo mira.
– Probablemente lo haya escondido en su domicilio o en una casa de veraneo.
– Pero su domicilio es éste -dice ella elevando el tono de voz al tiempo que golpea con el dedo la carpeta de plástico con las fotografías.
Kennet retira unas migas de la mesa con la palma de la mano.
– Dutroux -dice.
– ¿Qué? -inquiere Simone.
– Dutroux, ¿te acuerdas de él?
– No sé…
Kennet le habla con sus maneras asépticas del pedófilo Marc Dutroux, que secuestró y torturó a seis niñas en Bélgica. Julie Lejeune y Melissa Russo murieron de inanición mientras Dutroux cumplía una corta condena de cárcel por el robo de un coche. Eefje Lambrecks y An Marchal fueron enterradas vivas en el jardín.
»Dutroux tenía una casa en Charleroi -continúa-. En el sótano había construido un habitáculo oculto por una pesada puerta de doscientos kilos. Aunque uno golpeara en ella no sonaba a hueco. La única manera de encontrar el escondrijo era midiendo la casa: las medidas eran diferentes por dentro que por fuera. Sabine Dardenne y Laetitia Delhez fueron encontradas con vida.
Simone trata de levantarse. Nota que el corazón le late en el pecho de una forma extraña. Piensa que hay hombres que se dejan llevar por la necesidad de emparedar a otras personas, a quienes tranquiliza saber que se están muriendo de miedo en la oscuridad, que gritan pidiendo ayuda tras las paredes silenciosas.
– Benjamín necesita su medicina -murmura ella.
Luego ve que su padre va hasta el teléfono, marca un número, espera un instante y dice rápidamente:
– ¿Charley? Oye, necesito saber una cosa sobre Josef Ek… No, sobre su casa, sobre el adosado.
Kennet guarda silencio durante un rato. Luego Simone oye que en el auricular alguien habla con voz profunda, baja.
– Sí -dice Kennet-. Me consta que ya lo habéis investigado, he tenido tiempo para echarle un vistazo al informe de la escena del crimen.
El otro continúa hablando. Simone cierra los ojos y escucha el murmullo de la radio policial, que ahoga el sonido zumbante de la voz sorda del teléfono.
– ¿Habéis medido la casa? -oye decir a su padre-. No, claro, pero…
Abre los ojos y de repente nota una breve descarga de adrenalina que despeja la somnolencia.
– Sí, estaría bien… -dice Kennet-. ¿Puedes mandarme los planos por mensajero? Y toda la documentación de los permisos de construcción que… Sí, la misma dirección. Sí…, muchísimas gracias.
Cuelga el teléfono y permanece de pie mirando por la ventana el paisaje oscuro.