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Mi tío Micky fue la única persona mayor que me trató bien, explicó Richard. Era un buen tipo, y no lo olvidaré jamás.

En casa del tío Micky todo estaba limpio y reluciente y toda la comida era de primera, y Richard vio por primera vez que la gente vivía de otra manera, de una manera mejor, y eso tampoco lo olvidaría nunca. Siempre desearía tener eso mismo él también.

Los fuertes vientos de aquella noche de enero aullaban en las calles de la urbanización, agitando los árboles y haciendo temblar las ventanas. Aquella semana había nevado y las aceras estaban cubiertas de placas de hielo relucientes. Richard solo tenía una prenda de abrigo, un chaquetón de marinero tan raído que le asomaban los codos. Se puso varios jerseys andrajosos, se metió el travesaño del armario en la manga del chaquetón, y salió en busca de Charley Lañe con un ansia de venganza que lo consumía como unas fiebres. Se situó ante la entrada de la urbanización que daba a la avenida de Nueva Jersey, dando la espalda al edificio en que vivía la familia Kuklinski. Sabía que era más que probable que Charley volviese a su casa por aquella entrada. Él lo había visto pasar por allí muchas veces. En el muro al que Richard daba la espalda estaba la salida de humos del incinerador del edificio, y el calor le sentaba bien, pero el verdadero fuego que lo alimentaba era el que ardía en su interior. Veía que los hombres que vivían en la urbanización iban saliendo del bar de la acera de enfrente, adonde iba a veces su padre, Stanley. Allí de pie, en la fría noche de Jersey City, Richard pensó en su padre. El odio que sentía hacia él le había crecido dentro como un absceso, y Richard pensaba a veces en hacerse con una pistola e ir a matar a Stanley. Ya no lo consideraba su padre. Para él ya solo era «Stanley», y durante el resto de su vida solo lo llamaría «Stanley», jamás «mi padre» o «papá».

Richard no tenía idea de cuánto tiempo llevaba allí de pie, y ya estaba a punto de abandonar y volver a subirse a su casa cuando vio venir a Charley, que salía de la avenida de Nueva Jersey y se dirigía hacia la urbanización. Estaba solo. Richard sintió una tensión en el estómago. El corazón se le aceleró. Salió de su escondrijo en el momento oportuno. Cuando Charley vio aparecer a Richard ante él, le dijo con desprecio:

– ¿Qué coño quieres, polaco?

Richard no despegó los labios. Se limitó a mirarlo con un odio tranquilo y frío.

– ¡Quítate de en medio, o te doy otra paliza, puto polaco tonto!

– Sí, inténtalo -dijo Richard, y Charley se lanzó rápidamente sobre Richard; pero este sacó el arma que llevaba escondida y, sin dudarlo un momento, la blandió con todas sus fuerzas y golpeó a Charley en plena sien, justo encima de la oreja. Charley, aturdido, se llevó las manos a la cabeza y retrocedió, mientras los ojos se le llenaban de rabia, de sorpresa y de indignación.

Richard, lleno de una mezcla de miedo y de animosidad acumulada, siguió a Charley, le golpeó en la cabeza y lo derribó. Y siguió pegándole y pegándole. No quería matar al chico; solo pretendía enseñarle una lección que no olvidara nunca, solo quería que lo dejara en paz. Pero toda la rabia que tenía Richard acumulada dentro, todo un mundo de rabia, salió a la superficie, y Richard siguió golpeando con todas sus fuerzas al muchacho caído. Cuando hubo terminado por fin, Charley no se movía. Richard le dio de patadas, una y otra vez, llorando de rabia. Pero Charley Lañe seguía sin moverse. Richard le exigió que se levantara, que peleara. «Vamos, vamos», le dijo con rabia, con los dientes apretados. Charley seguía inmóvil como un tronco. Richard le dio unas bofetadas, lo tendió de espaldas y le tocó el cuello buscándole el pulso, como había leído en las revistas policiacas. Nada.

El joven Richard, atónito, horrorizado, comprendió que Charley Lañe estaba muerto y que él lo había matado. Las consecuencias terribles de aquel acto le dieron vueltas en la cabeza. Lo meterían en la cárcel, a la casa grande temida, durante el resto de su vida. Se puso de pie y se tambaleó. A pesar de lo mucho que odiaba a Charley, solo había pretendido hacerle daño, no matarlo. Había querido hacer sufrir a Charley, provocarle dolor y angustia. Pero esto, no. ¿Qué hacer, adonde acudir? Aquello no podía contárselo a nadie… ni a su madre, ni a su tío Micky, ni a nadie. Richard se forzó a sí mismo a respirar despacio y hondo, a pensar, a trazar un plan, mientras las ideas le corrían por la cabeza con velocidad furiosa.

Richard sabía por instinto que la única manera de salir de aquello era librarse del cadáver. Pero ¿cómo? ¿Dónde?

Tenía un coche robado en el aparcamiento de la calle Dieciséis, un Pontiac azul oscuro que había encontrado dos días antes delante de una tienda en el Hudson Boulevard con las llaves puestas. Se apresuró a ir por él, lo llevó hasta la avenida de Nueva Jersey y lo aparcó junto a la entrada de la urbanización. Charley pesaba mucho… un peso muerto. Richard lo asió del abrigo, comprobó que no había moros en la costa y arrastró con decisión el cadáver hacia el Pontiac, aprovechando el hielo para hacerlo resbalar más fácilmente. Abrió el maletero y consiguió levantar el cuerpo del muchacho muerto y meterlo dentro. Cuando cerraba el maletero, vio que había allí una herramienta vieja: era hacha por un lado y martillo por el otro. Antes de subirse al coche miró a un lado y a otro y se cercioró que no lo miraba nadie desde alguna ventana de la urbanización. Parecía que todo estaba despejado. Subió al coche, llegó hasta la cercana carretera Pulaski y se dirigió hacia el sur. No estaba seguro de lo que iba a hacer ni de cómo lo haría, pero estaba decidido a no dejarse atrapar. Encendió la calefacción del coche y se tranquilizó, sabiendo que si la Policía le hacía parar se encontraría metido en la mierda hasta las orejas; por lo tanto, siguió circulando por debajo del límite de velocidad y, mientras llevaba el coche, lo fue invadiendo poco a poco una sensación distinta, una sensación de poder y de omnipotencia. Una especie de invencibilidad. Recordaba todos los malos tratos que había sufrido durante años por culpa de Charley, las burlas y los desprecios, los puñetazos, bofetadas y patadas sin causa, y de pronto se alegró de haberlo matado. Llevaba muchísimo tiempo albergando fantasías de matar a gente, casi desde siempre, que él recordara, y ahora que ya lo había hecho, le gustaba la sensación que le producía.

En el interior silencioso del coche en movimiento, dijo en voz alta:

– Nunca, jamás consentiré que nadie me vuelva a maltratar, joder.

Y lo cumplió.

Después de dos horas al volante dando vueltas en la cabeza a lo que haría, Richard llegó a South Jersey, una zona de marismas desoladas y pinares. Se detuvo en un puentecillo sobre un estanque helado, rodeado de juncos altos de color amarillento que veía a la luz de los faros del coche. Por allí no había nadie. El viento aullaba. Se bajó del Pontiac y abrió el maletero. Charley Lañe era mucho más pesado que antes. Todavía no le había comenzado el rigor mortis, y se le podían doblar las articulaciones. Richard lo sacó trabajosamente del coche, lo tendió sobre el suelo helado y volvió con el hacha-martillo. Sabía que se podría identificar a Charley por los dientes, con lo que acabarían por echarle encima a él el asesinato, de modo que utilizó el martillo para sacar todos los dientes a Charley. Después extendió sus manos sin vida y le cortó las puntas de los dedos. Recogió las puntas de los dedos y los dientes con idea de quitárselos de encima en otra parte. Por último, se aseguró de que Charley no llevaba encima ningún documento de identificación, le encontró algún dinero en billetes, se lo quedó, levantó el cuerpo y lo tiró desde el puentecillo. El cuerpo rompió el hielo y lo atravesó. Richard volvió al coche y se dirigió de nuevo hacia Jersey City, pisando bien el acelerador. Por el camino fue tirando los restos de Charley que se había guardado, sabiendo que los pájaros y otros animales se los comerían tarde o temprano. Todo esto lo había aprendido como ávido lector de las revistas policiacas. De este modo, el camino de Richard en la vida quedó marcado de manera fija e irrevocable.