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La salud de Richard siguió empeorando. Sufrió repentinamente ataques de demencia, pérdida de memoria y erupciones en las manos y en las piernas; además, se negaba a comer. El doctor Wong, del hospital, llamó a Barbara y le dijo que hacía todo lo que podía y le comunicó el diagnóstico provisional de la enfermedad de Wegener. Dijo también que iban a hacer a Richard un TAC para ver si había sufrido algún accidente cerebral que pudiera ser la causa de su demencia. A estas alturas, Richard no recordaba siquiera el número de teléfono de Barbara. Era muy extraño, si se tiene en cuenta la gran memoria de Richard en lo que se refiere a los números, tal como relata Barbara. El doctor Wong dijo también que iban a hacer una biopsia del riñón de Richard.

El TAC no indicó la presencia de ningún accidente cerebral. La biopsia no dio indicios de cáncer. Pero la salud de Richard seguía decayendo. Su presión arterial tenía fluctuaciones anormales: primero estaba alta, después baja.

Pasaron las fiestas, Acción de Gracias, Navidad, Año Nuevo, sin que Richard llamara a su familia, como había hecho siempre. La familia estaba muy preocupada. Yo intenté visitar a Richard en el hospital, pero un funcionario de prisiones me dijo que no era posible, que solo se permitían visitas de la familia próxima. Barbara y Chris fueron a visitarlo, y se quedaron impresionadas por el aspecto demacrado que tenía por su pérdida de peso.

– Parecía como si hubiera perdido cincuenta kilos -explicó Barbara hace poco-. Hablaba prácticamente con un susurro. Nos dijo «quieren matarme», nos dijo que debíamos avisar a la Policía, a los medios de comunicación. Yo pensé entonces que no eran más que imaginaciones suyas; ahora me parece que quizá me equivocara. La Policía estaba allí, quiero decir, custodiándolo, tres tipos de paisano y dos policías uniformados. Estaba en una buena habitación, al final del pasillo. Pasamos allí sentados tres cuartos de hora. Tenía intervalos de lucidez. Dijo después: «Si no salgo de este hospital, es que me han asesinado».

«¿Por qué?», le pregunté yo. «¿Por qué dices eso, Richard?» No me respondió. Chris llevaba bastantes años sin verlo y estaba impresionada por lo delgado que se había quedado; la verdad es que yo también lo estaba. Le pregunté entonces por qué había pedido el alta voluntaria del hospital. Me dijo que no había pedido ningún alta voluntaria; lo que, claro está, a mí me pareció… raro.

Barbara explicó que ya no sentía el menor amor hacia Richard; que todo sentimiento tierno que pudiera haber albergado hacia él se había desvanecido hacía mucho tiempo; pero que, al fin y al cabo, era el padre de sus hijos, y ella quería asegurarse de que se hiciera por él todo lo posible.

La salud de Richard seguía decayendo. El doctor Wang dijo a Barbara que no creía que Richard pudiera sobrevivir. Barbara y su hija Merrick volvieron a visitarlo el 9 de febrero. Tenía un aspecto todavía peor. Ya apenas era capaz de hablar. Pero volvió a decir a Barbara, y también a Merrick en esta ocasión, que lo estaban matando… asesinando, dijo él.

Merrick estaba muy traumatizada por el aspecto que tenía su padre debido a su enfermedad. Seguía queriendo mucho a su padre; lo quería, de hecho, más que nunca, y rezó por él e intentó decirle que se pondría bien, que debía hacer un esfuerzo de voluntad para curarse. Pero él solo consiguió decir de nuevo, a duras penas, que lo estaban «asesinando».

– ¿Quién, papá? ¿Quién? -le preguntó Merrick.

– Ellos -susurró él-. Si no salgo vivo de aquí, es porque me han asesinado -repitió una vez más.

Merrick, conmovida, tomó la mano de su padre, que había sido en su tiempo un poderoso instrumento de muerte, y ahora estaba débil y frágil, llena de las señales moradas de las agujas intravenosas. Aquel día tenía puestas cuatro intravenosas que le inyectaban diversos fluidos y medicaciones. Informaron a Barbara de que también tenía hemorragia interna, de que tenía sangre en la orina y por el recto. El doctor Wong dijo que se trataría probablemente de una úlcera, lo que pareció extraño a Barbara, pues Richard no tenía el menor antecedente de úlceras.

Aquel día, Merrick se despidió de su padre alterada, llorando y traumatizada, recordando la dedicación con que la cuidaba él cuando era niña, cuando estaba ingresada en el hospital. Estaba desconsolada de ver a su padre hecho un despojo del hombre fuerte y poderoso que había sido.

El doctor Wong llamó a Barbara la tarde del 28 de febrero y le dijo que a Richard no le quedaba mucho tiempo; y, en efecto, falleció la mañana del domingo, 5 de marzo. Barbara sintió alivio.

– Ya podemos pasar página, por fin -dijo.

La capilla ardiente de Richard se instaló en la funeraria Gaiga, de Little Falls, Nueva Jersey. Solo asistimos al acto la familia más próxima, Gaby Monet, algunos amigos de Merrick, de Chris y de Dwayne, y yo. No hubo ningún sacerdote.

Barbara dijo:

– Si hubiésemos llamado a un cura para que oficiara un funeral religioso, Richard se habría levantado en el ataúd y habría dicho: «¡Que se vaya a la m… ese tipo!».

A lo largo de todo el tiempo que traté a Richard, me pareció difícil no llegar a apreciarlo. Sé que a algunas personas les ofenderá que haya dicho esto, que me preguntarán cómo soy capaz de albergar sentimientos cálidos hacia ese asesino sanguinario. Yo no conocí a Richard en libertad. Cuando lo conocí, llevaba ya muchos años preso. Me pareció un hombre afable, considerado y muy educado, un caballero. Siempre me preguntaba por mí y por mi familia, y estuvo atento y considerado cuando no pude visitarlo porque tuve la gripe. La verdad es que era un tipo agradabilísimo y, desde luego, una de las personas más divertidas que he conocido en mi vida. Tenía un sentido del humor agudo, contaba los chistes con una seriedad mortal (valga la metáfora) bien poco frecuente. Recuerdo que en cierta ocasión le dije:

– Richard, eres el tipo más divertido que he conocido en mi vida; deberías haberte hecho humorista.

– Sí -dijo él-; saldría a escena con esta ropa astrosa de la cárcel, diría buenas noches, damas y caballeros; tengo preparados un centenar de chistes que los van a hacer morirse de risa; y, si no se mueren ustedes, los mato yo.

Y se rió, a su vez, al decir esto.

Haber conocido a Richard Kuklinski y haberlo podido tratar de manera tan íntima ha sido para mí una experiencia esclarecedora, de aprendizaje, que me ha permitido conocer mucho mejor los engranajes, las ruedas del mecanismo interior de un psicópata. No obstante, y con independencia de mis sentimientos afectuosos hacia Richard, no me cabe duda de que se trataba de un psicópata especialmente astuto y predispuesto. En todos mis tratos con él, no perdí nunca de vista el hecho de que se trataba de un hombre muy peligroso, de un depredador humano como no se ha conocido otro en los tiempos modernos. Personalmente, llegué a considerar la vida de Richard un caso clásico del niño que ha sufrido graves malos tratos, que está lleno de ira ardiente y se convierte a su vez en maltratador y, después, en asesino despiadado. Al escribir estas líneas, no se han publicado los resultados de los análisis realizados para determinar si Richard fue envenenado.

Descansa en paz, Richard Leonard Kuklinski.

Nota final

•El detective Pat Kane fue ascendido a teniente, y después se retiró de la Policía estatal de Nueva Jersey. Hoy trabaja de guardia forestal y disfruta con su trabajo al aire libre.

•El agente Dominick Polifrone, de la ATF, se ha jubilado. Estuvo trabajando en la formación de agentes jóvenes para investigaciones como infiltrados.

•Bob Carroll se retiró de la fiscalía general y hoy ejerce de abogado especializado en Derecho Penal.

•Stanley Kuklinski murió en 1979 de un ataque cardiaco. Richard lamentó hasta el fin de sus días no haberlo matado.