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El momento de matar no me gusta especialmente, ¿sabe? Me gusta mucho más el acecho, la preparación y la caza, explicaba Richard.

Fue en una de estas «excursiones de práctica» en el condado de Bucks, cuando Richard encontró aquello: un animal grande, con aspecto de roedor, que estaba parado junto a un grueso roble. Creyendo que era una marmota, se acercó discretamente a la criatura. Todo estaba callado y en silencio, salvo el rumor de las hojas movidas por una brisa suave. Avanzando pisando solo con las puntas de sus pies de la talla cuarenta y ocho, aprovechando los árboles y los arbustos para acercarse lo suficiente para tener un buen tiro (para Richard era importante matar con el primer cartucho) consiguió rodear al animal acercándose a favor del viento. Cuando estuvo en buena posición, apuntó y disparó.

Acertó al animal, pero este seguía vivo, agitando inútilmente las patas traseras en el aire cálido de agosto. Cuando Richard se acercó, advirtió que se trataba, en realidad, de una enorme rata parda (Rattus norvegicus), que lo amenazaba enseñándole los dos grandes colmillos.

Tipo duro, pensó Richard.

Richard no tenía especiales deseos de hacer sufrir a la criatura, y, admirando su coraje, la remató enseguida. Cuando se disponía a mar c harse, vio la entrada de una cueva, tras una espesa zarzamora, al pie de una ladera empinada de granito con manchas de musgo verde.

Richard, siempre curioso, llegó hasta la cueva y entró. Las olió al momento: eran ratas. Vio sus excrementos, pero no veía a los animales. La cueva se adentraba mucho en la roca granítica y se hacía tan oscura que no se veía nada. Richard llevaba una linterna eléctrica pequeña y la encendió. No se veían ratas en ninguna parte, pero las percibía, las olía. Además de estar dotado de una fuerza casi sobrehumana, Richard tenía un olfato y un oído maravillosos. Sus sentidos eran como los de un depredador, los de una criatura que caza constantemente para comer y sobrevivir.

Salió de la cueva y volvió despacio hasta su coche, pensando en la rata parda enorme, trazando una idea diabólica. Guardó la escopeta en su funda forrada de piel de oveja y la metió en el maletero de su coche. No quería que la vieran su esposa ni sus hijos. Richard ponía siempre un cuidado escrupuloso para evitar que su familia se enterara de a qué se dedicaba en realidad, para que no vieran su amplia colección de herramientas de muerte, en la que figuraban tanto cuchillos afilados como navajas de afeitar, pistolas de todo tipo, algunas con silenciador, cordeles para estrangular, diversos venenos (su preferido era el cianuro), porras con clavos, granadas de mano, una ballesta, picos para hielo, cuerdas, alambres, explosivos y bolsas de plástico, entre otras muchas cosas. Le gustaban sobre todo las pistolas del calibre 22, porque sabía que cuando la bala entraba en el cráneo, tendía a rebotar de un lado a otro, provocando grandes daños al cerebro. También le gustaban mucho las deninger del 38; eran armas pequeñas que se podían ocultar con facilidad, y, a corta distancia, cargadas con munición dumdum, eran mortales, podían abatir a un caballo. Richard solía llevar dos derringer del 38, un cuchillo y una pistola automática de gran calibre cuando salía a trabajar.

Richard regresó algunos días más tarde a la cueva del condado de Bucks. Lloviznaba. Los tonos verdes oscuros del bosque en agosto estaban brillantes y más pronunciados. Richard llevaba de nuevo su escopeta. Llevaba también una bolsa de papel de estraza con un kilo de carne picada. Cuando so acercó a la entrada oscura de la cueva, vio centenares de huellas de ratas en el suelo húmedo. Se adentró en la cueva cosa de quince pasos. Le llegó el olor fétido, a almizcle, de las ratas. Dejó la carne y se marchó.

Cuando Richard volvió al día siguiente, la carne había desaparecido por completo. Sabía que las ratas eran animales carroñeros, capaces de comerse cualquier cosa, y se preguntó si se comerían a un ser humano. Se preguntó si podría convertirlas en cómplices inconscientes de suplicios y asesinatos.

Richard, lleno de curiosidad, volvió a su Lincoln y regresó a Nueva Jersey. Vivía con su esposa, Barbara, y con los tres hijos de ambos, en una casa de madera de cedro de dos alturas en el 169 de la calle Sunset, en el pueblo de Dumont. Era un barrio agradable, de clase media alta, un buen lugar para criar a los niños. Allí todo el mundo conocía a sus vecinos. La gente se daba los buenos días y las buenas noches con sincera amabilidad.

Barbara era una mujer alta y atractiva de origen italiano. Tenía una elegancia. Simplemente con unos vaqueros viejos y una sudadera holgada tenía un aspecto cuidado, de estar a gusto. Tenía las piernas notablemente largas, era delgada y tenía curvas donde hay que tenerlas. No aparentaba haber tenido tres hijos (dos niñas, Merrick y Chris, que tenían entonces ocho y siete años, respectivamente, y un hijo, Dwayne, de tres. Barbara había perdido dos hijos estando embarazada, a consecuencia de los malos tratos físicos que sufría a manos de Richard, manos enormes. Barbara explicó hace poco: Cuando Richard se enfadaba, era como un elefante en una cacharrería: podía romperse cualquier cosa, nada tenía valor. Podía ser el hombre más tierno y considerado del mundo, para pasar en un momento a ser el mayor hijo de puta de este mundo, con una crueldad ilimitada.

Aquel día, cuando Richard llegó a su casa, Barbara estaba preparando la cena. Nunca sabía en qué estado de ánimo iba a llegar su marido a casa, y siempre lo recibía con una especie de inquietud desconfiada. Barbara no sonreía hasta que lo veía sonreír a él. Richard sonrió entonces y saludó a Barbara y a sus hijos con sendos besos. Ella comprendió al momento que no estaba de mal humor.

Barbara estaba casada con dos hombres distintos, el Richard bueno y el Richard malo, como había llegado a llamarlos mentalmente. Afortunadamente, ahora estaba con el Richard bueno. Después de lavarse, Richard montó un coche de bomberos rojo de Dwayne, sentado pacientemente en el suelo con su hijo, con el juguete y con un destornillador.

Barbara hacía todo lo que estaba en su mano por proteger a Dwayne del Richard malo. Casi todos los fines de semana lo mandaba a casa de la madre de ella para que no le pasara nada malo, y se apresuraba a sacar a Dwayne de la casa si advertía que a Richard le cambiaba el humor, que tensaba los labios sobre los dientes y se ponía pálido. Cuando Richard producía un leve chasquido con el lado izquierdo de la boca, todos sabían que había llegado el momento de huir. Ese sonido era como una sirena que anuncia un bombardeo aéreo.

Merrick, la hija de Richard, era su favorita. La niña tenía insuficiencia en un riñón desde muy pequeña, tenía que ingresar en el hospital con frecuencia y había sufrido varias operaciones. Richard siempre estuvo a su lado, junto a su cama, dándole la mano, acariciándole la cabeza. Según decía Barbara, no podía haber estado más atento y cariñoso.

Merrick no guardó nunca rencor a su padre por ninguno de sus actos. Las palizas que daba a Barbara, los muebles que rompía, los juguetes que destrozaba, las tazas y los recuerdos familiares que aplastaba: todo se lo perdonaba. Nada era culpa suya. No podía evitarlo. Sencillamente, no era capaz de controlar su ira: así se lo había explicado él a Merrick (solo a Merrick), y ella lo creía. Era su papá. La querría mucho y de todo corazón, pasara lo que pasara.

Pero su otra hija, Chris, recordaba y tenía en cuenta todos los arrebatos de ira de su padre, sobre todo los malos tratos que daba a su madre. También Chris quería a su padre; era el único padre que había conocido, y cuando era bueno tenía un corazón de oro; pero Chris odiaba al hombre en que se convertía su padre cuando tenía uno de sus ataques de ira irracional. A pesar de todo, por muy furioso que se pusiera Richard, nunca pegó a ninguna de sus hijas ni a Dwayne.