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Primera sangre

Anna consiguió de alguna manera un piso federal protegido en una nueva urbanización de casas de ladrillo de cuatro pisos, en la avenida de Nueva Jersey y la calle Quince. Era una gran mejora para la familia. Las casas tenían calefacción, buen aislamiento, todos los servicios modernos. Todo estaba limpio y nuevecito. A Richard le encantaba la casa nueva, los suelos de tarima nuevos, cómo entraba el sol a raudales por las ventanas, lo limpio y reluciente y hermoso que estaba todo.

Las viviendas estaban llenas de familias obreras de renta baja, y Richard encontró allí muchos posibles amigos y compañeros de juegos. Se había convertido en un muchacho alto, flaco, muy tímido, de pelo rubio y reluciente, ojos castaños claros con forma de almendra y orejas demasiado salientes. Los chicos de la urbanización empezaron pronto a burlarse de Richard; se reían de su aspecto, de su ropa, de su delgadez, de su pelo rubio y revuelto, de sus orejas.

– Eh, polaco tonto -solían decirle a modo de insulto.

Los chicos de la urbanización, una banda de cinco o seis que iban siempre juntos, no solo se burlaban de Richard, sino que tomaron la costumbre de maltratarlo físicamente; le daban empujones, bofetadas, le tiraban la gorra de béisbol, le exigían que les diera dinero. Richard tenía poco dinero, por lo que se ganaba más malos tratos, bofetadas y patadas en el culo cuando pasaba andando. Los malos tratos que sufría Richard a manos de los chicos de la urbanización echaban más leña al fuego del descontento que ardía ya en su interior.

El cabecilla de este grupo de golfillos era un chico grandullón, de pelo negro, llamado Charley Lañe. Tenía algunos años más que Richard, le sacaba una cabeza y era mucho más robusto. Parecía que su entretenimíento favorito era amargar la vida a Richard.

Richard no tenía amigos. Era un solitario. No tenía a nadie en quien confiar, con quién hablar, con quien jugar a la pelota. Quería tener amigos, tener algún aliado, un camarada que se pusiera de su parte, pero lodos los chicos que vivían en la urbanización no querían más que burlarse de él y provocarlo, despreciarlo e insultarlo:

– ¡Eh, polaco tonto! ¡Eh, cabeza cuadrada!

El hermano de Richard, Joseph, era demasiado pequeño para ser su amigo, y su hermana Roberta tenía su vida propia y poco en común con su hermano mayor.

Richard encontró solaz en las revistas policiacas. Las había descubierto en una tienda de chucherías del barrio, y con sus manos hábiles y largas conseguía hurtar ejemplares nuevos, emocionantes y reveladores, cada pocas semanas. Richard se había convertido en un ladrón habilísimo y lleno de arrojo. Más tarde diría, en confianza, que era ladrón nato. Ya sabía que su destino en la vida sería el delito, estar fuera de la ley, a espaldas de la sociedad, y aprendió a aceptarlo, incluso a celebrarlo.

En general, a Richard no le gustaba leer, pero aquellas revistas policiacas las devoraba. Leía despacio, guiándose con el dedo largo y delgado; solía tener que leer varias veces algunas frases para comprender las palabras, sus significados secretos y ocultos. Como el tema del delito lo atraía tanto, se preocupó de entender aquellas palabras, de darles vueltas en su mente joven, de imaginarse los robos, los atracos y los asesinatos que describían con vividez a base de frases cortas y sencillas. Cuando hacía buen tiempo, a Richard le gustaba bajar hasta el río Hudson y ponerse allí a leer, junto al agua callada de rápida corriente. Allí había silencio y nadie lo acosaba ni lo molestaba. Veía frente a Jersey City el bajo Manhattan, un lugar animado y bullicioso lleno de edificios altos y grandiosos y de gente rica que comía todos los días bistec y platos delicados, todo lo que querían, tanto como querían: a Richard no le cabía duda de ello.

Lo que más interesaba a Richard era cómo se resolvían los crímenes, sobre todo los asesinatos. Se pasaba horas enteras absorto en esas revistas policiacas, que le aportaban unas nociones de la conducta criminal que no podía encontrar en ninguna otra parte, unas nociones que él aprovecharía bien más tarde. Las palabras de esas revistas impresas en papel barato, con portadas de colores chillones, llenas de violencia a rebosar, como si fueran nubes siniestras de gas venenoso, llenaban la cabeza de Richard con fantasías de violencia, de asesinatos, de devolver el golpe a los que lo maltrataban, lo provocaban, lo insultaban. Empezó a pensar en hacer daño a la gente… en matar a la gente. En desquitarse. En vengarse.

Como todos los adolescentes, Richard quería hacer cosas de adultos. Anhelaba tener un coche, ir al volante y demostrar al mundo que tenía medios para poseer un coche, para ir donde quisiera, hasta Manhattan, «la ciudad», si le apetecía. En la calle Dieciséis, cerca de su casa, había un aparcamiento, y Richard empezó a robar coches para salir a darse paseos cortos y emocionantes por Jersey City y luego dejarlos de nuevo en el aparcamiento. Ya era alto para su edad, y aprendió enseguida los trucos de volante, freno y acelerador. A Richard le encantaban esos paseítos. Había decidido que algún día tendría un coche de capricho, un Cadillac, o quizá un Lincoln Continental. Le gustaría cruzar en coche el túnel de Holland, ir a visitar la ciudad, pero temía que alguno de los encargados de las cabinas de peaje lo detuviera, le hiciera preguntas. Richard hacía todo esto en solitario y le hacía sentirse mayor y más independiente. Solo tenía trece años y estaba orgulloso de tener huevos para hacer esas cosas.

Aquel invierno la situación con los chicos de la urbanización se volvió insoportable. No lo dejaban en paz. Las burlas y las provocaciones se volvían más frecuentes, más violentas, más malignas. Un día había intentado pelear y le habían dado una paliza terrible: entre cuatro le habían dado de patadas y puñetazos cuando estaba tendido en el suelo, al tiempo que le escupían. La paliza había sido tan dura que Richard se había tenido que quedar una semana en casa sin poder salir. Anna Kuklinski quería denunciar a los chicos a la Policía para que los detuvieran, pero Richard se negaba.

– ¡No soy un chivato! -repetía-. Voy a arreglar esto a mi manera.

Richard conocía ya las reglas estrictas de la calle, y la principal era no acudir nunca a los polis. En la localidad vecina de Hoboken había un contingente importante de la Mafia; de hecho, aquel era un centro de la Mafia, sede de la célebre familia De Cavalcante (que más tarde inspiraría la serie de éxito del canal HBO, Los Sopranos), y el joven Richard ya sabía bien que a la Policía solo acudían los chivatos.

No, él mismo se encargaría de aquello a su manera, a su modo. El muchacho llamado Charley Lane, jefe de los chicos de la urbanización, era el que le había hecho más daño, y la ira y la sed de venganza de Richard se centraban en aquel matón corpulento que caminaba contoneándose como un simio. Durante la convalecencia de Richard, los planes de venganza le dieron vueltas en la cabeza, día y noche, días enteros. Pensó en apuñalar a Charley, en golpearlo con una llave inglesa, en dejarle caer en la cabeza un bloque de hormigón cuando se estuviera paseando por las aceras estrechas que recorrían la urbanización. Decidió acechar a Charley en plena noche y atacarlo.

Aquello sucedió una noche helada, un viernes. Richard desmontó el travesaño del armario empotrado del vestíbulo, un madero grueso de sesenta centímetros de largo. Era ligero y mortal, perfecto para lo que tenía pensado. Junto al armario del vestíbulo había una foto de Florian que Anna besaba siempre que salía. Anna seguía sintiéndose muy culpable de lo que había pasado a su hijo mayor, de que Stanley lo hubiera matado impunemente, de haberse avenido a ocultar aquel asesinato, y llevó encima durante el resto de sus días aquel peso inmenso, agobiante. Este peso la iba aplastando poco a poco, le hundía los hombros, hasta la hacía parecer más pequeña, de menor estatura. El peso acabaría por adelantar su muerte. Junto al retrato de Florian había también imágenes de un Jesús dolorido y de una María virtuosa con túnica azul, que la religiosísima Anna besaba también cuando salía. En la casa solo había otra fotografía, un retrato de Micky, hermano de Anna. Micky vivía con su esposa, Julia, en un pueblo del Estado de Nueva York. Era un hombre amable y de buen trato que daba a su hermana lo que podía. Era la única persona que había sido buena con Richard; le había regalado un reloj de pulsera cuando terminó la escuela primaria. Un verano, Richard había pasado unas semanas en casa del tío Micky, una experiencia que había sido como un sueño que recordaría con deleite durante el resto de su vida.