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Vio partir dos coches hacia la Rué Pierre-et -Marie-Curie.

En el coche, Danglard murmuró:

– Un corcho de botella y una mujer degollada, no veo ningún vínculo, me supera. No consigo entender qué tiene ese tipo en el cerebro.

– Cuando se mira el agua en un cubo -dijo Adamsberg-, se ve el fondo. Se mete el brazo dentro, se toca algo. Incluso en un barril se consigue. En un pozo no hay nada que hacer. Ni siquiera lanzarle piedrecitas para intentar ver algo sirve de nada. El drama es que lo intentamos a pesar de todo. El hombre siempre necesita «entender», aunque con ello sólo consiga crearse problemas. No imagina el inmenso número de piedrecitas que hay en el fondo de los pozos. La gente no las lanza para escuchar el ruido que hacen cuando caen al agua, no. Lo hacen para entender. Sin embargo el pozo es un artilugio terrible. Una vez están muertos los que lo han construido, ya nadie puede saber nada de él. Se nos escapa, se burla de nosotros desde el fondo de su vientre desconocido lleno de agua cilíndrica. Eso es lo que hace el pozo, en mi opinión. Pero ¿cuánta agua contiene? ¿Hasta dónde llega el agua? Habría que asomarse, asomarse para saber, lanzar cuerdas.

– Una forma de ahogarse.

– Evidentemente.

– Pero no veo la relación con el asesinato -dijo Castreau.

– No he dicho que la hubiera -dijo Adamsberg.

– Entonces, ¿por qué nos cuenta la historia del pozo?

– ¿Por qué no? No se puede hablar siempre de cosas útiles. Sin embargo, Danglard tiene razón. Entre un corcho de botella y una mujer no existe el menor vínculo. Eso sí es importante.

La mujer degollada tenía los ojos abiertos y aterrorizados, y también la boca abierta, casi con la mandíbula desencajada. Producía la impresión de que estaba a punto de gritar la gran frase escrita a su alrededor, «Victor, mala suerte, ¿qué haces fuera?».

Era ensordecedor, todos deseaban taparse los oídos, a pesar de que reinaba el silencio entre todo el grupo de policías que se movía alrededor del círculo.

Danglard miró el abrigo barato de la mujer, muy ajustado hasta arriba, el cuello rajado y la sangre que había manado hasta la puerta de un edificio. Tenía ganas de vomitar. Ni una sola vez había mirado un cadáver sin tener ganas de vomitar, cosa que no le disgustaba. No le resultaba desagradable tener ganas de vomitar porque le permitía olvidar otras preocupaciones, las preocupaciones del alma, pensaba riendo.

– La ha matado una rata, un ser humano rata -dijo Adamsberg-. Las ratas saltan así a la garganta.

Luego añadió:

– ¿Quién es la dama?

La querida pequeña siempre decía «La dama», «El señor», «La dama es guapa», «El señor quiere acostarse conmigo», y Adamsberg no se había deshecho de aquel hábito.

El inspector Delille respondió:

– Lleva sus papeles encima, su asesino no le ha cogido nada. Se llama Madeleine Chátelain y tiene cincuenta y un años.

– ¿Han empezado a registrar el contenido de su bolso?

– No con detalle, pero no parece que haya nada interesante.

– De todas formas quiero saberlo.

– Pues bien, en líneas generales, una revista de labores de punto, una navaja microscópica, unos jaboncitos de los que dan en los hoteles, su monedero y sus llaves, una goma de plástico rosa y una pequeña agenda.

– ¿Había anotado algo en la página de ayer?

– Sí, pero no una cita, si es lo que usted espera. Escribió: «No creo que sea maravilloso trabajar en una tienda de lanas».

– ¿Hay otras anotaciones como ésa?

– Bastantes. Por ejemplo hace tres días escribió: «Me pregunto por qué a mamá le gustaba tanto el Martini», y la semana anterior: «Por nada del mundo subiría al último piso de la torre Eiffel».

Adamsberg sonreía. El médico forense mascullaba que si no se descubrían los cadáveres más deprisa, había que esperar un milagro, que tenía la impresión de que la habían matado entre las veintidós treinta y la medianoche pero que prefería ver el contenido del estómago antes de pronunciarse. Que la herida había sido hecha con un cuchillo de hoja mediana, después de un fuerte golpe en el occipital.

Adamsberg dejó de pensar en las notas de la agenda y miró a Danglard. El inspector estaba pálido, hecho polvo, y los brazos le colgaban a lo largo de su cuerpo flácido. Tenía el ceño fruncido.

– Danglard, ¿ha visto algo que no le convence? -le preguntó Adamsberg.

– No lo sé. Lo que me extraña es que la sangre, al fluir, ha tapado, casi borrado, una parte del círculo de tiza.

– Es verdad, Danglard. Y la mano de la dama llega hasta el borde del trazo. Si dibujó el círculo después de haberla degollado, seguramente la tiza habría dejado un surco en la sangre. Y además, si yo hubiera sido el asesino, habría dado la vuelta alrededor de la víctima para trazar el círculo y no creo que hubiera rozado su mano tan de cerca.

– Es como si el círculo hubiera sido trazado antes, ¿verdad?, y después el asesino hubiera colocado el cuerpo dentro.

– Eso parece, y es una estupidez, ¿no cree? Danglard, ocúpese de ello con los tipos del laboratorio, y con Meunier, el grafólogo, si recuerdo bien su nombre. Ahora es cuando las fotos de Conti van a servirnos, así como las dimensiones de todos los círculos anteriores y las muestras de tiza que usted ha sacado. Hay que comparar todo eso con este nuevo círculo, Danglard. Tenemos que averiguar si es o no el mismo hombre el que lo ha trazado y si ha sido trazado antes o después del asesinato. Usted, Delille, encárguese del domicilio, los vecinos, las relaciones de la dama, sus amigos. Castreau, usted ocúpese de la cuestión de su lugar de trabajo, si lo tenía, y de sus colegas, y de su situación económica. Y usted, Nivelle, investigue detenidamente a su familia, sus amores y sus desavenencias, la herencia.

Adamsberg había hablado sin prisa. Era la primera vez que Danglard le veía dar órdenes. Lo hacía sin que pareciera que se vanagloriaba de ello y a la vez sin que pareciera que se disculpaba por ello. Era curioso, todos los inspectores parecían volverse receptivos, permeables al comportamiento de Adamsberg. Permeables como cuando llueve y no se puede hacer nada para evitar que se moje la chaqueta. Los inspectores se habían vuelto húmedos y empezaban, sin darse cuenta, a actuar como Adamsberg, con movimientos lentos, sonrisas y ensimismamientos. Al que más se le notaba el cambio era a Castreau, a quien le gustaban mucho los gruñidos varoniles que exigía de ellos el anterior comisario, las consignas militares recalcadas sin comentarios inútiles, la prohibición de desmayarse, los portazos de las puertas de los coches, los puños apretados en los bolsillos de las cazadoras. Ahora, a Danglard le costaba reconocer a Castreau. Castreau hojeaba la agendita de la dama, leía frases en voz baja, lanzaba ojeadas atentas a Adamsberg, pareciendo medir cada palabra, y Danglard se dijo que quizá podía confiarle su problema con los cadáveres.

– Si la miro, me entran ganas de vomitar -le dijo Danglard.

– Para mí es distinto. Me flaquean las rodillas. Sobre todo cuando son mujeres, aunque sean mujeres feas como ésta -respondió Castreau.

– ¿Qué estás leyendo en la agenda?

– Escucha: «Acabo de rizarme el pelo pero sigo siendo fea. Papá era feo y mamá era fea. Así que no puedo soñar. Una clienta ha pedido lana de mohair azul y se había acabado. Hay días malos».

Adamsberg miró a los cuatro inspectores subir al coche. Pensaba en la querida pequeña, en Ricardo III y en la agenda de la dama. Un día, la querida pequeña había preguntado: «¿Un asesinato es como un paquete de fideos pegados? ¿Basta con meterlos en agua hirviendo para desenmarañarlos? Y el agua hirviendo es el móvil, ¿verdad?». Y él había respondido: «Lo que desenmaraña es más bien el conocimiento, hay que dejarse llevar por el conocimiento». Ella había dicho: «No estoy segura de comprender tu respuesta», cosa que era normal, porque él tampoco la comprendía con detalle.