– Es demasiado pronto. Quisiera saber cómo es, quisiera verle, quisiera conocerle.
– Me fastidia, Adamsberg, porque ese hombre y yo hemos llegado a ser un poco cómplices. Hay algo más entre él y yo de lo que le conté la otra vez. En realidad, ya le he visto al menos doce veces, y a partir de la tercera, él descubrió mi maniobra. Y aunque manteniéndose a distancia, permitió que le vigilara, me miró de reojo, quizá me sonrió, no lo sé, siempre se mantenía lejos de mí, o con la cabeza baja. Sin embargo, la última vez incluso me hizo un gesto con la mano antes de marcharse, estoy convencida de ello. No quise contarle todo esto el otro día, porque no tenía ganas de que me clasificara entre los maníacos. Después de todo, a los polis no se les puede impedir que clasifiquen a la gente. Pero ahora es diferente porque la policía va a investigarle por asesinato. Ese hombre, Adamsberg, me parece inofensivo. Yo he vagado mucho por las calles de noche como para saber presentir el peligro. Con él, no. Es bajito, casi minúsculo para ser un hombre, delgaducho, va bien arreglado, sus gestos son cambiantes, inconstantes, embrollados, no es guapo. Debe de tener sesenta y cinco años. Antes de agacharse para escribir su frase, se levanta los faldones del impermeable para no ensuciarlos.
– ¿Cómo hace los círculos, desde el interior o desde el exterior?
– Desde el exterior. De repente se detiene ante un objeto e inmediatamente saca la tiza, como si supiera exactamente que ése era el objeto adecuado para esa noche. Lanza miradas a su alrededor, espera a que la calle esté desierta, no quiere ser visto, excepto por mí, a quien parece tolerar no sabría decir por qué. Quizá sospecha que puedo comprenderle. La operación le lleva veinte segundos aproximadamente. Traza el gran círculo dando la vuelta alrededor del objeto y luego se agacha para escribir, siempre mirando a todas partes. Después desaparece a la velocidad de la luz. Es ágil como el zorro y da la impresión de conocer sus itinerarios. Siempre me ha despistado, una vez hecho el círculo, y nunca he podido averiguar su domicilio. De todas formas, si usted detiene a ese tipo, tengo miedo de que cometa una gilipollez.
– No sé -dijo Adamsberg-. Tengo que verle antes. ¿Cómo le descubrió usted?
– No fue por arte de magia, investigué. En primer lugar llamé por teléfono a varios amigos periodistas que estaban interesados en su caso, muy al principio. Me dieron los nombres de las personas que habían encontrado los círculos y les habían dicho dónde estaban. Llamé a esos testigos. Quizá le parezca raro que me ocupe tanto de algo que no me concierne, pero es porque usted no trabaja con los peces. Cuando se pasan tantas horas estudiando los peces, una se dice que hay algo desproporcionado, que en realidad lo menos que se puede hacer es prestar también atención a los seres humanos, mirar cómo actúan ellos también. Bueno, eso se lo explicaré en otro momento. Casi todos los testigos habían descubierto los círculos antes de las doce y media de la noche, nunca más tarde. Como el hombre de los círculos atravesaba todo París, pensé, muy bien, entonces el tipo coge el metro, y no quiere perder el último, una hipótesis a tener en cuenta. Es absurdo, ¿no? Sin embargo dos círculos habían sido descubiertos hacia las dos de la mañana en el mismo perímetro, en la Rué Notre-Dame -de-Lorette y la Rué de la Tour-d 'Auvergne. Como son calles muy concurridas, imaginé que los círculos debieron de ser trazados bastante tarde, después del último metro. Seguramente porque podía volver andando, porque vivía muy cerca. ¿Hasta aquí no voy demasiado desencaminada?
Adamsberg movió la cabeza lentamente. Estaba admirado.
– Entonces, pensé, con un poco de suerte su estación de metro es Pigalle o Saint-Georges. Estuve al acecho cuatro noches seguidas en Pigalle: nada. Sin embargo, aparecieron dos círculos aquellas noches en los distritos 17 y 2, pero no vi a nadie especial entrar y salir del metro entre las diez y el cierre de las rejas. Entonces lo intenté en Saint-Georges. Allí reparé en un hombre bajito y solitario, con las manos hundidas en los bolsillos, la mirada en el suelo, que cogía el metro hacia las once menos cuarto. También vi otros que podían corresponder con lo que yo buscaba. Sin embargo, solamente el bajito solitario volvió a salir a las doce y cuarto, y de nuevo empezó las mismas idas y venidas cuatro días más tarde. El lunes siguiente, comienzo del trozo 1, período nuevo, volví a Saint-Georges. El vino y le seguí. Fue la noche del recambio de bolígrafo. Era él, Adamsberg, se lo aseguro. Otras veces le esperé a la salida del metro para seguirle hasta su casa, pero siempre era allí donde se me escapaba. No podía correr tras él, no soy policía.
– No voy a decirle que sea un trabajo fabuloso, sonaría demasiado a policía, pero a pesar de todo es un trabajo fabuloso.
Adamsberg solía emplear mucho la palabra fabuloso.
– Es verdad -dijo Mathilde-, lo he hecho bastante bien, mejor que con Charles Reyer, en cualquier caso.
– Por cierto, ¿le gusta?
– Es un hombre malvado, una mala bestia, pero no me importa. Servirá de equilibrio a Clémence, la anciana dama que acaba usted de ver, que es más buena que el pan. A veces parece que ella lo hace a propósito. Charles no tendrá más éxito para hacerla reaccionar que conmigo, pero le hará bien porque le permitirá sacar los dientes.
– Por cierto, Clémence tiene unos dientes increíbles.
– ¿Se ha dado cuenta? Como una Crocidura russula, no parecen humanos. Sin duda desaniman mucho a sus pretendientes. Habría que arreglar los ojos de Charles, habría que arreglar los dientes de Clémence, habría que arreglar el mundo entero. Y después, menudo aburrimiento. Si se da prisa, puede estar en la estación de metro de Saint-Georges a las diez, si es que sigue usted con la idea, pero ya se lo he dicho, Adamsberg, no creo que sea él. Creo que otro ha utilizado su círculo después. ¿Es imposible?
– Tendría que ser alguien que estuviera totalmente al corriente de sus hábitos.
– Yo estoy totalmente al corriente.
– Sí, pero no lo diga muy alto porque sospecharían de usted por haber seguido al hombre de los círculos aquella noche, y luego por haber trasladado a su víctima asesinada en su coche a la Rué Pierre-et -Marie-Curie, y finalmente por haberla degollado allí, en el centro del círculo, teniendo mucho cuidado de que no sobresaliera del trazo. Pero sería un poco molesto, ¿no cree?
– No. Encuentro que incluso merecería la pena, si sirve para acusar a otro. Además es muy tentador, un maníaco que se ofrece a la justicia en bandeja, y que encima prepara círculos de dos metros de diámetro, justo del tamaño de un cuerpo. A mucha gente le han podido entrar ganas de cometer un asesinato.
– Y la justicia, ¿dónde encontraría el móvil, si se prueba que la víctima es una perfecta desconocida para el hombre de los círculos?
– La justicia llegará a la conclusión de que se trata del crimen gratuito de un maníaco.
– No presenta ninguna de sus características clásicas. Entonces ¿cómo el asesino «verdadero», según su hipótesis, podría estar seguro de que el hombre de los círculos será condenado en su lugar?
– ¿Cuál es su teoría, Adamsberg?
– Ninguna, señora, realmente ninguna. Simplemente siento que esos círculos han sido muy inquietantes desde el principio. No sé si su autor ha matado ahora a esa mujer, y es posible que usted tenga razón. Quizás el hombre de los círculos no es sino una víctima. Usted parece reflexionar y sacar conclusiones mucho mejor que yo, es usted una científica. Yo no actúo con esas etapas y esas deducciones. Sin embargo, lo que siento en este momento es que el hombre de los círculos no es ningún angelito, aunque sea su protegido.
– Pero usted no tiene ninguna prueba.
– Ninguna, pero he querido saberlo todo de él desde hace semanas. Ya era peligroso a mis ojos cuando rodeaba con círculos los bastoncillos y los bigudíes. Y lo sigue siendo ahora.
– Pero, Dios mío, Adamsberg, ¡está usted investigando completamente al revés! Es como si dijera que una comida está podrida por la única razón de que tiene náuseas antes de sentarse a la mesa.
– Lo sé.
Adamsberg parecía disgustado consigo mismo y su mirada huía hacia sueños o pesadillas a los que Mathilde no podía seguirle.
– Vamos -dijo Mathilde-, vayamos a Saint-Georges. Si tenemos la suerte de verle, entenderá por qué le defiendo contra usted.
– ¿Por qué? -dijo Adamsberg levantándose con una sonrisa triste-. ¿Porque un hombre que le hace un gesto con la mano no puede ser malvado?
La miraba, con la cabeza inclinada hacia un lado, los labios entreabiertos no se sabía muy bien cómo, y estaba tan guapo así que Mathilde volvió a sentir que con ese hombre la vida iba a ser un poco mejor. A Charles había que arreglarle los ojos, a Clémence había que arreglarle los dientes, pero a él, habría hecho falta arreglárselo todo en la cara. Porque tenía defectos, porque era demasiado pequeña, porque era demasiado grande, pero Mathilde habría prohibido que nadie la tocara.
– Es usted demasiado guapo, Adamsberg -dijo-. No tendría que haber sido policía, tendría que haber sido puta.
– También soy una puta, señora Forestier. Como usted.
– Entonces debe de ser por eso por lo que le aprecio. De todas formas, eso no me impedirá demostrarle que mi intuición sobre el hombre de los círculos vale tanto como la suya. Cuidado, Adamsberg, con tocarle esta noche, no en mi presencia, tengo su palabra.
– Se lo prometo, no tocaré nada en absoluto -dijo Adamsberg.
En ese momento pensó que intentaría hacer lo mismo con Christiane, que le esperaba completamente desnuda en su cama. Sin embargo, una chica desnuda no se rechaza. Como decía Clémence, esta noche había algo que fallaba. Por otra parte, Clémence también fallaba. En cuanto a Charles Reyer, lo suyo era peor que fallar, se sobresaltaba al borde del aullido interior, al borde del gran viraje.
Cuando volvió a pasar por el gran salón del acuario para seguir a Mathilde, que estaba cogiendo el abrigo, Charles seguía hablando a Clémence, que le escuchaba con intensidad y ternura, aspirando el cigarrillo como una novata. Charles decía:
– Mi abuela murió una noche porque había comido demasiados pastelillos de alajú. Sin embargo, el verdadero drama familiar tuvo lugar al día siguiente, cuando encontramos a papá sentado a la mesa terminando los pastelillos.
– Muy bien -dijo Clémence-, pero ¿qué pongo en la carta del tipo de setenta años?
– Buenas noches, pajaritos míos -dijo Mathilde al pasar.
Mathilde ya se había puesto en marcha, corría hacia la escalera y se dirigía a Saint-Georges. Pero Adamsberg nunca había sabido hacer las cosas deprisa.
– Saint-Georges -le gritó Mathilde en la calle buscando un taxi-, ¿no fue san Jorge el que venció al dragón?
– No lo sé -dijo Adamsberg.
Un taxi les dejó en Saint-Georges a las diez y cinco.
– Estupendo -dijo Mathilde-, hemos llegado a la hora adecuada.
A las once y media, el hombre de los círculos aún no había pasado. Había un gran montón de colillas alrededor de los pies de Mathilde y Adamsberg.
– Mala señal -dijo Mathilde-. Ya no vendrá.
– No se fía -dijo Adamsberg.
– No se fía ¿de qué? ¿De ser acusado de asesinato? Es absurdo. Nada nos prueba que haya escuchado la radio, nada nos prueba que esté al corriente. Usted sabe perfectamente que no sale todas las noches, es así de sencillo.
– Es verdad, quizás aún no sepa nada. O bien lo sabe y no se fía. Ahora que se sabe vigilado, modificará sus itinerarios. Seguro. Nos va a costar muchísimo encontrarle.
– Porque fue él quien mató, ¿verdad, Adamsberg?
– No lo sé.
– ¿Cuántas veces al día dice usted «No lo sé» y «Quizá»?
– No lo sé.
– Estoy al corriente de todo lo que ha conseguido hasta ahora, y ha conseguido mucho. Sin embargo, y a pesar de todo, cuando se le conoce, una se hace preguntas. ¿Está seguro de estar a gusto en su puesto en la policía?
– Seguro. Y además no es lo único que hago.
– Póngame un ejemplo.
– Por ejemplo, dibujo.
– ¿Qué dibuja?
– Hojas de árbol y hojas de árbol.
– Y ¿es interesante? Porque a mí me parece un aburrimiento mortal.
– A usted le interesan los peces, y no me diga que es mejor.
– ¿Qué tienen todos contra los peces? Pero ¿por qué no dibuja caras? Al menos es más divertido.
– Más tarde. Mucho más tarde o quizá nunca. En primer lugar hay que empezar por hojas de árbol. Cualquier chino se lo dirá.
– Más tarde… Pero usted tiene ya cuarenta y cinco años, ¿no?
– Es verdad, pero no me lo creo.
– A mí me pasa igual.
Y luego, como Mathilde tenía una botellita de coñac en el abrigo y había refrescado repentinamente, dijo: «Estamos en el trozo 2, todo sale mal, podemos tomar un trago».
Cuando las rejas del metro se cerraron, el hombre de los círculos seguía sin aparecer. Sin embargo, Adamsberg había tenido tiempo de contar a Mathilde que la querida pequeña había muerto en alguna parte del mundo y que él ni siquiera había estado allí para hacer algo por evitarlo. Mathilde había puesto cara de encontrar la historia apasionante. Había dicho que era una vergüenza dejar morir a la pequeña, que ella conocía el mundo como la palma de la mano, y que podría averiguar si la pequeña había sido enterrada con su tití o no. Adamsberg se sentía borracho como una cuba, porque no tenía costumbre de beber. No conseguía pronunciar correctamente «Ouahigouya».