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Había preguntado el motivo a una de las jóvenes inspectoras, su superiora directa, a la que le hubiera gustado besar pero, como tenía diez años más que él, no se había atrevido. Ella había demostrado cierto nerviosismo y había dicho: «Aclárelo usted, mírese en un espejo y lo entenderá perfectamente sin ayuda de nadie». Esa noche había contemplado, contrariado porque le gustaban los gigantes blancos, su silueta pequeña, sólida y morena, y al día siguiente había dicho: «Me he puesto ante el espejo, me he mirado, pero no he entendido bien lo que usted me dijo».

«Adamsberg -había dicho la inspectora, un poco cansada, un poco harta- ¿por qué hay que hablar de esas cosas? ¿Por qué hacer preguntas? Estamos trabajando en un robo de relojes, y eso es lo que tenemos que investigar. No tengo la menor intención de hablar de su cuerpo -y había añadido-: No me pagan para hablar de su cuerpo.»

«Bueno -había dicho Jean-Baptiste-, no se ponga así.»

Una hora después había oído cómo se detenía la máquina de escribir y la inspectora le llamaba. Estaba enfadada. «Acabemos con esto -había dicho-, digamos que es el cuerpo de un niño asilvestrado, nada más.» Él había respondido: «¿Quiere decir que es primitivo, que es feo?». Ella se había mostrado aún más alterada. «No me haga decir que es usted guapo, Adamsberg, pero es muy atractivo, arrégleselas con eso en la vida», y había habido cansancio y ternura en su voz, estaba seguro. Tanto que seguía recordándolo con un estremecimiento, sobre todo porque jamás había vuelto a ocurrirle con ella. Él había esperado la continuación con el corazón palpitante. Quizás ella iba a besarle, quizá, pero dejó de tutearle y nunca más volvió a mencionarlo. Excepto esto, como con desesperanza: «Usted no tiene nada que hacer en la policía, Jean-Baptiste. La policía no está asilvestrada».

Estaba equivocada. Él había esclarecido ininterrumpidamente, durante los cinco años siguientes, cuatro asesinatos, de un modo que a sus colegas les había parecido alucinante, es decir injusto, provocador. «No pegas ni golpe, Adamsberg -le decían-. Estás ahí, vagando, soñando, mirando a la pared, haces dibujitos deprisa y corriendo sobre las rodillas, como si poseyeras ciencia infusa y tuvieras la vida ante ti, y luego, un día, te presentas, lánguido y amable, y dices: "Hay que detener al cura, ha estrangulado al niño para que no hable".»

Así, al niño asilvestrado de los cuatro asesinatos le habían acabado nombrando inspector y luego comisario, mientras seguía garabateando durante horas dibujitos sobre las rodillas, sobre sus deformados pantalones. Hacía quince días le habían ofrecido París. Entonces dejó tras él su despacho lleno de inscripciones que había escrito a lápiz durante veinte años, sin que la vida le agotara jamás.

Sin embargo, ¡cómo podía la gente, a veces, llegar a aburrirle! Era como si demasiado a menudo supiera de antemano lo que iba a oír. Y cada vez que pensaba: «Ahora este tipo va a decir esto», se despreciaba, se consideraba odioso, y aún más cuando el tipo lo decía realmente. Entonces sufría y suplicaba a un dios cualquiera que un día le concediera la sorpresa y no el conocimiento.

Jean-Baptiste Adamsberg removía el café en un bar frente a su nueva comisaría. ¿Acaso ahora entendía mejor por qué habían dicho de él que estaba asilvestrado? Sí, realmente lo veía un poco más claro, aunque la gente utiliza las palabras a tontas y a locas. Sobre todo él. De lo que estaba seguro era de que sólo París podía restituirle el mundo mineral que sabía que necesitaba.

París, la ciudad de piedra.

Había muchos árboles, era inevitable, pero los ignoraba, bastaba con no mirarlos. Y las plazoletas ajardinadas bastaba con evitarlas; entonces todo iba bien. A Adamsberg, en materia de vegetación, sólo le gustaban los matorrales raquíticos y las hortalizas subterráneas. Lo que también estaba claro era que sin duda no había cambiado tanto, pues las miradas de sus nuevos colegas le habían recordado a las de los Pirineos, hacía veinte años: la misma estupefacción discreta, las palabras murmuradas a sus espaldas, los movimientos de cabeza, los pliegues alterados de las bocas y los dedos separándose en gestos de impotencia. Toda esa actividad silenciosa que quiere decir: pero ¿quién es este tipo?

Suavemente había sonreído, suavemente había estrechado las manos, explicado y escuchado, porque Adamsberg siempre lo hacía todo suavemente. Sin embargo, al cabo de once días, sus colegas seguían acercándose a él con la expresión de los hombres que se preguntan a qué nueva especie de ser vivo tienen que enfrentarse, y cómo se la alimenta, y cómo se le habla, y cómo se la distrae y cómo hay que interesarse por ella. Desde hacía once días, la comisaría del distrito 5 se había visto invadida por los cuchicheos, como si un delicado misterio hubiera interrumpido la vida cotidiana.

La diferencia con sus comienzos en los Pirineos era que, ahora, su reputación hacía las cosas un poco más fáciles, aunque ese hecho no consiguiera que todos olvidaran que él venía de fuera. Ayer había oído al parisino más viejo del equipo decir en voz baja: «Viene de los Pirineos, ¿te das cuenta?, eso es como decir del otro extremo del mundo».

Tenía que haber estado en su despacho desde hacía media hora, pero Adamsberg seguía removiendo el café en el bar de enfrente.

No era porque hoy, a los cuarenta y cinco años, hubiera respeto a su alrededor por lo que se permitía llegar tarde. A los veinte años, también llegaba tarde. Incluso para nacer se había retrasado dieciséis días. Adamsberg no tenía reloj, aunque no era capaz de explicar por qué y por otra parte no tenía nada contra los relojes. Ni contra los paraguas. Ni contra nada, en realidad. No era que sólo quisiera hacer lo que deseaba, sino que no podía esforzarse por nada si su humor, en ese instante, no era propicio. Jamás había podido, ni siquiera cuando deseaba gustar a la bella inspectora. Ni siquiera por ella. Todos habían dicho que el caso de Adamsberg era desesperado, y también ésa era a veces su opinión. Pero no siempre.

Y hoy su humor era remover un café, lentamente. Un tipo había sido asesinado en su almacén de tejidos, tres días antes. Sus negocios parecían tan turbios que tres de los inspectores estaban examinando el archivo de sus clientes, seguros de encontrar al asesino entre ellos.

Adamsberg no estaba demasiado preocupado por el caso desde que había visto a la familia del muerto. Sus inspectores buscaban un cliente estafado, e incluso tenían una pista verosímil, y él observaba al hijastro del muerto, Patrice Vernoux, un guapo joven de veintitrés años, delicado y romántico. Era todo lo que hacía, observarle. Ya le había convocado tres veces a la comisaría con variados pretextos, haciéndole hablar de cualquier cosa: qué pensaba de la calvicie de su padrastro, si le desagradaba, si le gustaban las fábricas textiles, qué sentía cuando había una huelga de electricidad, cómo explicaba que la genealogía apasionara a tanta gente…

La última vez, ayer, la conversación se había desarrollado así:

– ¿Se considera usted guapo? -había preguntado Adamsberg.

– Me resulta difícil decir que no.

– Tiene usted razón.

– ¿Podría decirme por qué estoy aquí?

– Sí. Por su padrastro, por supuesto. Usted me ha dicho que le molestaba que se acostara con su madre.

El joven se encogió de hombros.

– De todas formas no podía hacer nada, salvo matarle, y no lo he hecho. Pero es verdad, aquello me revolvía un poco el estómago. Mi padrastro era una especie de oso. Tenía pelos hasta en las orejas, francamente era superior a mis fuerzas. ¿A usted le habría gustado?

– No lo sé. Un día vi a mi madre acostándose con un compañero de clase, aunque la pobre mujer era bastante fiel. Cerré la puerta y recuerdo que lo único que pensé fue que el chico tenía un lunar verde en la espalda, pero que seguramente mamá no lo había visto.

– No sé qué tiene que ver conmigo -había protestado el chico, molesto-. Si usted es más valiente que yo, es asunto suyo.