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– No. Hay algo que falla.

– ¿Qué es lo que hay que entender?

– Es lo que intento saber.

Desanimado, Danglard se levantó, en tres pesados movimientos (el torso, los muslos, las piernas) y dio la vuelta a la habitación.

– Me gustaría intentar saber lo que usted intenta saber -dijo.

– Tome, Danglard, el laboratorio puede recuperar la revista de modas. Yo he terminado.

– Terminado ¿el qué?

Danglard quería volver a su despacho, nervioso de antemano por aquella discusión que no conducía a nada, pero no podía evitar sospechar que a Adamsberg le daban vueltas en la cabeza pensamientos, si no hipótesis, que despertaban su curiosidad. Aunque sospechara que esos pensamientos aún no estaban disponibles ni siquiera para el propio Adamsberg.

Adamsberg volvió a mirar el cuadernillo de notas.

– La revista de modas -dijo- incluía un artículo firmado por Delphine Vitruel. O, si lo prefiere, el nombre de soltera de Delphine Le Nermord. La jefa de redacción me ha informado de que colaboraba regularmente en su revista, entregándole casi una vez al mes artículos sobre los que viven del aire, las fluctuaciones de la moda, el entusiasmo por los vestidos con cancanes o las costuras de las medias.

– ¿Y le ha interesado?

– Enormemente. He leído toda la colección. Me ha llevado mucho tiempo. Y luego la manzana podrida. Empiezo a comprender cosas.

Danglard movió la cabeza.

– ¿Qué pasa con la manzana podrida? -preguntó-. ¡No vamos a reprochar a Le Nermord que sudara miedo! ¿Por qué seguir pensando en él, por los clavos de Cristo?

– Todo lo que es pequeño y cruel me preocupa. Usted ha escuchado demasiado a Mathilde y ahora defiende al hombre de los círculos.

– No hago nada de eso. Simplemente me ocupo de Clémence y le dejo tranquilo.

– Yo también me ocupo de Clémence, sólo de Clémence. Pero eso no cambia el hecho de que Le Nermord sea un ser abyecto.

– Comisario, hay que ser parco en el desprecio en razón del gran número de menesterosos. Y no soy yo el que lo dice.

– Entonces, ¿quién?

– Chateaubriand.

– Otra vez… Pero ¿qué le ha hecho?

– Daño, sin duda. Pero dejémoslo. Sinceramente, comisario, ¿cree que el hombre de los círculos merece tanto odio? A pesar de todo es un gran historiador.

– Eso habría que verlo.

– Abandono -dijo Danglard sentándose-. Cada loco con su tema. Yo, a la que tengo en la cabeza, es a Clémence. Tengo que encontrarla. Está en alguna parte y daré con ella. Es fundamental. Es lógico.

– Pero -dijo Adamsberg sonriendo- una lógica estúpida es el demonio de los espíritus débiles. Y no soy yo el que lo dice.

– ¿Quién lo dice?

– La diferencia con usted es que yo no sé quién lo dijo. Pero me gusta mucho esa frase, me ayuda, ¿comprende? Soy tan poco lógico… Voy a dar un paseo, Danglard, lo necesito.

Adamsberg paseó hasta la noche. Era la única forma que había encontrado de poner en orden sus pensamientos. Era como si, gracias al movimiento de la caminata, los pensamientos estuvieran debatiéndose como las partículas en un líquido, a pesar de que los más pesados caían al fondo y los más finos se quedaban en la superficie. Al final, no sacaba de todo ello conclusiones definitivas, sino un panorama decantado de sus ideas, organizadas por orden de gravedad. En primer término aparecían cosas como el pobre viejo Le Nermord, su adiós a Bizancio, el tubo de la pipa entre sus incisivos, ni siquiera amarillentos por el tabaco. Dentadura postiza. Y luego la manzana podrida, Clémence la asesina, desapareciendo con su gorra negra, sus cazadoras de nailon, sus ojos rodeados de un tono rojo.

Se quedó paralizado. A lo lejos una joven llamaba a un taxi. Ya era tarde, distinguía mal, corrió. Y luego fue demasiado tarde y el esfuerzo resultó inútil porque el taxi se alejó. Entonces se quedó allí, en el borde de la acera, jadeando. ¿Por qué había corrido? Habría estado bien ver a Camille subir a un taxi sin correr por ello. Sin pensar siquiera en alcanzarla.

Apretó las manos en el interior de los bolsillos de la chaqueta. Un poco de emoción. Era normal.

Normal. Inútil reconocer que no era para tanto. Ver a Camille, quedarse sorprendido, correr, es normal estar un poco emocionado. Es la sorpresa, o la velocidad. Las manos de cualquier persona temblarían exactamente igual.

Pero ¿realmente era ella? Probablemente no. Vive en el fin del mundo. Es preciso que esté en el fin del mundo, es indispensable. Sin embargo, el perfil, el cuerpo, la forma de agarrarse a la ventanilla con las dos manos para hablar con el conductor… ¿Entonces? Nada excepcional. Camille está en la otra punta del mundo. No hay la menor duda y por lo tanto no hay razón alguna para seguir preocupándose por esa chica y ese taxi.

¿Y si era Camille? Bueno, si era Camille, la había perdido. Eso era todo. Había cogido un taxi para regresar al fin del mundo. Por lo tanto era inútil reflexionar, nada había cambiado. La noche sobre Camille, siempre. Aparición. Desaparición.

Siguió su camino, más tranquilo, repitiendo vagamente esas dos palabras. Quiso dormirse rápidamente para olvidar la pipa del viejo Le Nermord, la gorra de Clémence, el pelo enmarañado de la querida pequeña.

Y eso fue lo que hizo.

La semana siguiente no aportó ninguna noticia sobre Clémence. Danglard languidecía en una somnolencia etílica a partir de las tres de la tarde, que interrumpía con algunas explosiones verbales de impotencia. Decenas de personas habían visto a la asesina en Francia. Una mañana tras otra, Danglard llevaba al despacho de Adamsberg los informes negativos de las investigaciones realizadas.

– Informe de la investigación en Montauban. Otro fracaso -decía Danglard.

Y Adamsberg levantaba la cabeza para responder: «Muy bien. Perfecto». Y eso era peor todavía. Danglard creía que ni siquiera leía los informes. Por la tarde seguían en el mismo lugar en que los había dejado por la mañana. Entonces los recogía para archivarlos en el expediente de Clémence Valmont.

Danglard no podía evitar echar la cuenta. Hacía veintisiete días que Clémence Valmont había desaparecido. Con frecuencia, Mathilde llamaba a Adamsberg para tener noticias de la musaraña. Danglard le oía responder: «No hay nada. No, no abandono, ¿qué le hace pensarlo? Espero unos pequeños datos. En este momento, no hay nada apremiante».

Nada apremiante. La palabra clave de Adamsberg. Danglard estaba al borde de un ataque de nervios, mientras Castreau, muy cambiado, parecía tomar las cosas de la vida con una inusitada tolerancia.

Reyer había acudido varias veces a petición de Adamsberg. Danglard le encontraba menos hosco que antes. Se preguntaba si era porque ahora conocía bien la comisaría y podía ir más a gusto a lo largo de las paredes guiándose con la punta de los dedos, o si el descubrimiento de la asesina había ahuyentado sus inquietudes. Lo que Danglard no quería imaginar a ningún precio era que el ciego guapo fuera menos hosco porque Mathilde le hubiera abierto su cama. Eso ni hablar. Aunque, ¿cómo saberlo? Había asistido al principio de su entrevista con el comisario.

– Usted -decía Adamsberg-, como no ve, ve de otra manera. Lo que me gustaría es que me hablara de Clémence Valmont durante todas las horas posibles, que me describiera todas las impresiones que produjo en sus oídos, todas las sensaciones que le despertó su presencia, todos los detalles que usted haya podido adivinar acercándose a ella, oyéndola, sintiéndola. Cuanto más sepa de ella, más fácil será para mí. Y usted, Reyer, usted es, junto con Mathilde, el que más la ha conocido. Y sobre todo conoce las cosas de lo infravisible. Todo lo que dejamos de lado porque nuestra mirada toma una imagen rápida que basta para satisfacernos.

Cada vez, Reyer se había quedado mucho tiempo. Por la puerta abierta, Danglard veía a Adamsberg apoyado en la pared escuchándole con enorme atención.