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– Es Clémence Valmont -dijo tranquilamente Adamsberg-, domiciliada en Neuilly-sur-Seine, de sesenta y cuatro años de edad. Quiero otro dedo de coñac, Declerc. Es verdad que es corriente, pero a pesar de todo agradable.

– ¡No! -intervino Danglard, más vivamente de lo que se hubiera podido creer, pero sin moverse del árbol-. No. El médico lo ha dicho, ¡esta mujer está muerta desde hace meses! Y Clémence se fue de la Rué des Patriarches, vivita y coleando, hace un mes. ¿Entonces?

– Pero yo he dicho Clémence Valmont -respondió Adamsberg-, domiciliada en Neuilly-sur-Seine, y no domiciliada en la Rué des Patriarches.

– Entonces, ¿qué? -dijo Castreau-. ¿Hay dos? ¿Dos homónimas? ¿Dos gemelas?

Adamsberg movió la cabeza dando vueltas al coñac en el fondo del cubilete.

– Nunca hubo nada más que una -dijo-. Una Clémence Valmont en Neuilly, asesinada hace cinco o seis meses. Ella -dijo señalando la fosa con un gesto de la barbilla-. Y luego hubo alguien que vivía desde hacía dos meses en casa de Mathilde Forestier, en la Rué des Patriarches, con el nombre prestado de Clémence Valmont. Alguien que había matado a Clémence Valmont.

– ¿Quién era? -preguntó Delille.

Adamsberg lanzó una mirada a Danglard antes de responder, como para disculparse.

– Era un hombre -dijo-. Era el hombre de los círculos.

Se habían alejado de la fosa para respirar mejor. Dos hombres se iban turnando en ella. Esperaban al equipo del laboratorio y al comisario de Nevers. Adamsberg se había sentado con Castreau cerca del furgón y Danglard se había ido a caminar un poco.

Caminó una media hora, dejando que el sol le calentara la espalda y le devolviera las fuerzas que había perdido. Entonces la musaraña había sido el hombre de los círculos. Entonces había sido él quien había degollado a Clémence Valmont, y luego a Madeleine Chátelain, y luego a Gérard Pontieux, y por fin a su mujer. En su cabeza de vieja rata había puesto a punto aquella máquina infernal. En primer lugar, círculos. Muchos círculos.

Todo el mundo había creído que se trataba de un maníaco. Un pobre maníaco utilizado por un asesino. Todo se había desarrollado como lo tenía pensado. Le habían detenido y había acabado confesando su manía de hacer círculos. Exactamente como lo tenía pensado. Entonces le habían puesto en libertad, y todo el mundo había corrido tras Clémence. La culpable que él les había preparado. Una Clémence ya muerta desde hacía meses y a la que habrían buscado en vano hasta que se archivara el asunto. Danglard frunció el ceño. Había demasiadas cosas oscuras.

Se reunió con el comisario, que masticaba en silencio un trozo de pan con Castreau, que seguía sentado en el borde del sendero. Castreau intentaba atraer una mirla con migas de pan en la mano.

– ¿Por qué? -preguntó Castreau-. ¿Por qué las hembras de los pájaros siempre son más apagadas que los machos? Las hembras son de color marrón, beige, tonos así. Es como si les importara un bledo. Pero sus machos son de color rojo, verde, dorado. ¿Por qué, Dios mío? Es el mundo al revés.

– Según dicen -dijo Adamsberg-, los machos necesitan todo eso para gustar. Los machos necesitan estar continuamente inventando cosas. No sé si usted, Castreau, ha pensado en eso. Inventando cosas continuamente. ¡Qué agotador!

La mirla emprendió el vuelo.

– La mirla -dijo Delille- bastante trabajo tiene inventando sus huevos y ayudándolos a crecer, ¿no?

– Como yo -dijo Danglard-. Yo debo de ser una mirla. Mis huevos me dan muchos problemas. Sobre todo el último que me pusieron en el nido, el pequeño cuclillo.

– No exageres -dijo Castreau-. Tú no vas vestido de beige y marrón.

– Y además, mierda -respondió Danglard-. Las banalidades zooantropológicas no hay que buscarlas muy lejos. No es a través de los pájaros como vas a entender a los hombres. ¿Qué te habías creído? Los pájaros son pájaros y nada más. ¿Por qué coño te preocupas de eso cuando tenemos un cadáver sobre la mesa y no entendemos nada de nada? A menos que tú lo entiendas todo.

Danglard sabía perfectamente que estaba desvariando y que en otras circunstancias habría defendido un punto de vista más matizado, pero esa mañana no tenía la cabeza para eso.

– Tendrá que perdonarme por no haberle tenido al corriente de todo -dijo Adamsberg a Danglard-, pero hasta esta mañana no he tenido ninguna razón para estar seguro de mí. No quería arrastrarle a intuiciones sin fundamento, que usted habría podido reducir a cenizas razonando equilibradamente. Sus razonamientos me influyen, Danglard, y no quería correr el riesgo de que me influyeran antes de esta mañana. Si no, habría podido perder una pista.

– ¿La pista de la manzana podrida?

– Sobre todo la pista de los círculos. Esos círculos que tanto he detestado. Aún más cuando Vercors-Laury confirmó que no se trataba de una manía auténtica. Nada en los círculos señalaba una verdadera obsesión. Sólo se parecía a una obsesión, a la idea preconcebida que se puede tener de ella. Por ejemplo, Danglard, usted dijo que el hombre variaba su forma de actuar: unas veces trazaba el círculo de un solo trazo, otras en dos partes, y otras incluso con forma ovalada. Pero ¿cree que un maníaco habría podido tolerar semejante laxismo? Un maníaco regula su universo casi al milímetro. Si no, no vale la pena tener una manía. Una manía se forma para organizar el mundo, para constreñirlo, para poseer lo imposible, para protegerse de él. Así que unos círculos así, sin fecha fija, sin objeto fijo, sin lugar fijo, sin un trazado fijo, significaban una manía de pacotilla. Y el círculo ovalado de la Rué Bertholet, alrededor de Delphine Le Nermord, fue su gran error.

– ¿Cómo es posible? -preguntó Castreau-. ¡Mirad! ¡Ahí está el macho! ¡Ahí está el macho con su pico amarillo!

– El círculo era ovalado porque la acera era estrecha. Cualquier maníaco no lo habría podido soportar. Habría ido tres calles más lejos, y todo arreglado. Si el círculo estaba ahí, es porque tenía que estar ahí, a medio camino de la ronda de los agentes, en una calle oscura que permitía el crimen. El círculo era ovalado porque no había medio de matar a Delphine Le Nermord en otra parte, en un ancho boulevard. Demasiados polis por todas partes, se lo dije, Danglard. Necesitaba protegerse, matar allí donde fuera más seguro. Entonces, qué importaba el círculo, sería más estrecho. Una dramática metedura de pata para un maníaco de pacotilla.

– Esa noche, ¿usted sabía que el hombre de los círculos era el asesino?

– Al menos sabía que los círculos eran pésimos círculos. Falsos círculos.

– Entonces Le Nermord interpretó bien su papel. Ante mí también lo interpretó bien, ¿verdad? Su terror, sus sollozos, su fragilidad, y luego su confesión, y luego su inocencia. Mentiras.

– Lo interpretó muy bien. A usted, Danglard, le convenció. Incluso el juez de instrucción, que es desconfiado por naturaleza, consideró imposible que fuera culpable. ¿Asesinar a su propia esposa en uno de sus propios círculos? Impensable. Sólo había que dejarle en libertad y dejarse conducir a donde quería conducirnos. Hasta el culpable que nos había fabricado, la vieja Clémence. Yo no hice nada más. Me dejé llevar.

– El mirlo ha encontrado un regalo para la mirla -dijo Castreau-. Es un trocito de aluminio.

– ¿No te interesa lo que estamos diciendo? -preguntó Danglard.

– Sí, pero no quiero que parezca que escucho atentamente porque tendría la impresión de ser un imbécil. No me habéis observado, pero os aseguro que reflexioné mucho sobre este asunto. A la única conclusión que llegué fue que Le Nermord tenía algo de peligroso. Pero no llegué más lejos. Como todos nosotros, me dediqué a buscar a Clémence.