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– Clémence… -dijo Adamsberg-. Debió de tomarse su tiempo para encontrarla. Necesitaba dar con alguien de su edad, de aspecto insignificante y que estuviera lo bastante apartada del mundo para que su desaparición no preocupara a nadie. Aquella anciana Valmont de Neuilly era ideal, con su locura crédula y solitaria por los anuncios por palabras. Seducirla, prometerle la luna, convencerla de que lo vendiera todo y se reuniera con él con dos maletas, para eso no hacía falta ser un mago. Clémence sólo habló de ello con sus vecinos, pero como no eran amigos suyos, no les alarmó su aventura, y a todos les hizo mucha gracia. Al novio, nadie le había visto nunca. La pobre vieja acudió a la cita.

– Es increíble -dijo Castreau-, ahora aparece un segundo mirlo. ¿Qué espera? La mirla le mira. Está a punto de estallar la guerra. Mierda. ¡Qué vida ésta, santo cielo, qué vida!

– La mató -dijo Danglard-, y vino a enterrarla aquí. ¿Por qué aquí? ¿Dónde estamos?

Adamsberg alargó un brazo cansado hacia su izquierda.

– Para enterrar a alguien, hay que conocer lugares tranquilos. La cabaña forestal que está allí es la casa de campo de Le Nermord.

Danglard miró la cabaña. Sí, Le Nermord lo había pensado bien.

– Después de eso -repuso Danglard-, se puso la ropa de la vieja Clémence. Era fácil porque tenía sus dos maletas.

– Continúe, Danglard. Le dejo terminar.

– Mirad -dijo Castreau-, la mirla acaba de emprender el vuelo, ha perdido el trocho de aluminio. Con lo que cuesta hacer un regalo. No, ahí vuelve.

– Se instaló en casa de Mathilde -continuó Danglard-. Esa mujer le había seguido. Esa mujer le inquietaba. Necesitaba vigilar a Mathilde y luego utilizarla a su antojo. El apartamento libre fue para él una ocasión formidable. En caso de que hubiera problemas, Mathilde sería un testigo perfecto: conocía al hombre de los círculos y conocía a Clémence. Creía en la separación de los dos seres, y él se dedicó a convencerla de ello. Pero con los dientes, ¿cómo lo hizo?

– Fue usted quien me habló del ruido que hacía la pipa al chocar contra sus dientes.

– Es verdad. Así que era una dentadura postiza. Le bastaba con limar un antiguo aparato. ¿Y los ojos? Él los tiene azules. Ella los tenía marrones. ¿Lentillas? Sí. Lentillas. El gorro. Los guantes. Siempre con los guantes puestos. A pesar de todo la transformación debía de llevar tiempo, minuciosidad, incluso arte. Y luego, ¿cómo podía salir de su casa vestido como una señora mayor? Cualquier vecino habría podido verle. ¿Dónde se cambiaba?

– Se cambiaba por el camino. Salía de su casa como hombre y llegaba a la Rué des Patriarches como mujer. Y viceversa, por supuesto.

– ¿Entonces? ¿Un local abandonado? ¿La caseta de una obra en la que escondía la ropa?

– Por ejemplo. Habrá que encontrarla. O que él nos lo diga.

– ¿La caseta de una obra con restos de comida, cascos de botellas, un armario un poco mohoso? ¿Era ése el olor? ¿El olor a manzana podrida en la ropa? Y ¿por qué la ropa de Clémence no olía a nada?

– Era ropa ligera. La llevaba debajo del traje y metía lo demás, la gorra y los guantes, en el maletín. Pero no podía conservar su traje de hombre bajo la ropa de Clémence. Así que la dejaba en el camino.

– Una alucinante organización.

– Para algunos seres, la organización es algo delicioso. Se trata de un crimen sofisticado que le llevó meses de trabajo previo. Se puso a hacer círculos más de cuatro meses antes del primer asesinato. Ese tipo de bizantinista no retrocede ante horas de preparación minuciosa, es muy puntilloso. Estoy seguro de que sintió un enorme placer. Por ejemplo, la idea de utilizar a Gérard Pontieux para hacernos correr detrás de Clémence. Es la clase de perfección que debió de encantarle. Así como la gota de sangre que puso en casa de Clémence, el último toque antes de su marcha.

– ¿Dónde está? Dios mío, ¿dónde está?

– En la ciudad. Volverá a la hora de comer. No tiene prisa, está seguro de sí mismo. Un plan tan complicado no podía fallar. Sin embargo, no podía saber nada de la revista de modas. Su Delphie se tomaba libertades sin decírselo.

– Gana el macho pequeño -dijo Castreau-. Voy a darle pan. Se lo ha currado bien.

Adamsberg levantó la cabeza. El equipo del laboratorio había llegado. Conti bajó del camión, con todos sus maletines.

– Vas a ver esto -dijo Danglard saludando a Conti-, no tiene nada que ver con el bigudí, pero fue el mismo tipo el que lo hizo.

– Al tipo vamos a buscarle ahora mismo -dijo Adamsberg levantándose.

La casa de Augustin-Louis Le Nermord era un albergue de caza en bastante mal estado. Había una cabeza de ciervo colgada encima de la puerta de entrada.

– Es alegre -dijo Danglard.

– Pero el hombre no es alegre -dijo Adamsberg-. Le gusta la muerte. Reyer me lo dijo de Clémence. Sobre todo dijo que hablaba como un hombre.

– A mí me importa un bledo -dijo Castreau-. Mirad.

Orgulloso, les enseñó la mirla que se le había encaramado en el hombro.

– ¿Habíais visto esto antes? ¿Una mirla que se deja domesticar? ¿Y que me escoge a mí?

Castreau se echó a reír.

– La voy a llamar Migaja -dijo-. Es una gilipollez, ¿verdad? ¿Creéis que se quedará conmigo?

Adamsberg llamó a la puerta. Unos pasos en zapatillas se deslizaron por el pasillo, con calma. A Le Nermord no le preocupaba nada. Cuando abrió, Danglard miró de otra manera sus ojos de color azul sucio, su piel blanca con manchitas rojas.

– Iba a comer -dijo Le Nermord-. ¿Qué ocurre?

– El plan ha fallado, señor -dijo Adamsberg-. Esas cosas pasan.

Le puso una mano en el hombro.

– Me hace daño -dijo Le Nermord retrocediendo.

– Haga el favor de seguirnos -dijo Castreau-. Se le acusa de un asesinato cuádruple.

Con la mirla aún en el hombro, agarró los puños de Le Nermord y le puso las esposas. Antes, en los tiempos del antiguo comisario, Castreau se vanagloriaba de saber poner las esposas tan deprisa que nadie tenía tiempo de verlo. Allí, no dijo nada.

Danglard no había apartado los ojos del hombre de los círculos. Le pareció entender qué había querido decir Adamsberg cuando le había contado aquella historia del perrazo estúpido y baboso. Aquella historia de crueldad. Estaba supurando. En ese minuto, el hombre de los círculos se había convertido en un ser al que resultaba espantoso mirar. Mucho más espantoso que el cadáver de la fosa.

A última hora de la tarde, todos los hombres habían regresado a París. Había sobrecarga y excitación en la comisaría. El hombre de los círculos, inmovilizado en una silla por Declerc y Margellon, profería a gritos amenazas de muerte.

– ¿Le oye? -preguntó Danglard a Adamsberg entrando en su despacho.

Por una vez, Adamsberg no estaba dibujando. Terminaba, de pie, su informe para el juez de instrucción.

– Le oigo -dijo Adamsberg.

– Quiere cortarle el cuello.

– Lo sé, amigo mío. Debería usted llamar a Mathilde Forestier. Querrá saber qué le ha ocurrido a la musaraña, es comprensible.

Encantado, Danglard salió a llamar por teléfono.

– No está en casa -dijo al volver-. He hablado con Reyer. Reyer me saca de quicio. Se pasa la vida metido en su casa. Mathilde ha ido a acompañar a alguien al tren de las nueve a la estación del Norte. Cree que regresará poco después. Ha añadido que ella no estaba en forma, que había estremecimientos en la voz de la reina Mathilde y que podríamos pasar a tomar una copa más tarde para hacerla reír. Pero reír, ¿de qué?

Adamsberg miró fijamente a Danglard.

– ¿Qué hora es? -preguntó.

– Las ocho y veinte. ¿Por qué?

Adamsberg cogió su chaqueta y salió corriendo. Danglard tuvo tiempo de oír que le gritaba que releyera el informe en su ausencia, y que volvería.

En la calle, Adamsberg echó a correr en busca de un taxi.

Consiguió llegar a las nueve menos cuarto a la estación del Norte. Sin dejar de correr, entró por la puerta principal, encendiendo un cigarrillo al mismo tiempo. Detuvo violentamente a Mathilde que salía.