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– ¿Y el domingo?

– ¡Ah, claro! El domingo es el trozo 3. Ese día solo cuenta como un grupo completo, cosa que explica su gravedad. El trozo 3 es la desbandada. Si usted conjuga unas lentejas con carne y un trozo 3, realmente lo único que puede hacer es morirse.

– ¿Dónde estábamos? -preguntó Adamsberg, que tenía la repentina y nada desagradable impresión de desorientarse mucho más con aquella mujer que consigo mismo.

– No estábamos en ninguna parte.

– ¡Ah, sí! Es verdad, en ninguna parte.

– Ya me acuerdo -dijo Mathilde-. Como mi trozo 1 estaba prácticamente echado a perder, al pasar ante esta comisaría de policía, he pensado que, como todo era una mierda, podía intentar probar suerte a pesar de todo. Sin embargo, ya lo ve, intentar salvar un trozo 1 en su final es tentador pero no produce nada bueno. Y a usted, ¿le ha ido bien?

– No ha estado mal -reconoció Adamsberg.

– Pues para mí, el trozo 1 de la semana pasada, tenía que haberlo visto, fue estupendo.

– ¿Qué ocurrió?

– No puedo resumirlo así, sin más, tendría que consultar mi agenda. Bueno, mañana empieza el trozo 2 y podré soltar un poco el freno.

– Mañana voy a ver a un psiquiatra. ¿Es un buen comienzo para un trozo 2?

– ¡No me diga! ¿Para usted? -dijo Mathilde-. No, qué idiota soy, es imposible. Imagino que aunque tuviera la manía de mear contra las farolas de las aceras de la izquierda, se diría «que ocurra lo que tenga que ocurrir y que Dios haga que sigan existiendo las farolas y las aceras de la izquierda», pero no iría a preguntarse por qué a la consulta de un psiquiatra. Y luego, mierda, hablo demasiado. Estoy harta. Me aburro a mí misma.

Mathilde le cogió un cigarrillo diciendo «¿Puedo?» y le quitó el filtro.

– Seguramente va usted a ver al psiquiatra por el hombre de los círculos azules -añadió-. No me mire así, le aseguro que no he estado espiando, pero los recortes de periódico están ahí, bajo el pie de su lámpara, así que lógicamente, me pregunto…

– Es verdad -reconoció Adamsberg-, es por él. ¿Por qué ha entrado usted en la comisaría?

– Busco a un tipo al que no conozco.

– Entonces, ¿por qué le busca?

– Porque no le conozco, ¡qué pregunta!

– Naturalmente -dijo Adamsberg.

– Estaba siguiendo a una mujer por la calle y la perdí. Entonces seguí vagando hasta un café y así fue como conocí al ciego guapo. Es increíble la gente que puede haber por la calle. Uno ya no sabe con quién va a tropezar, así que habría que seguir a todo el mundo para cerciorarse. Hablamos un momento, el ciego guapo y yo, de qué, no lo sé, tendría que consultar mi agenda, y lo que en realidad pasó es que ese hombre me gustó. Normalmente, cuando alguien me gusta, no me preocupa en absoluto porque siempre estoy segura de que volveré a encontrarle. Y éste, nada. El mes pasado seguí a veintiocho personas y descubrí nueve escondites. Llené dos agendas y media. Tiempo suficiente para ver gente, ¿no cree? Y sin embargo, nada, ni el menor rastro del ciego. Es un tipo de fracaso difícil de asimilar. Se llama Charles Reyer y eso es todo lo que sé de él. Dígame, ¿se pasa usted la vida dibujando?

– Sí.

– Supongo que no se puede ver.

– Es verdad. No se puede.

– Es divertido cuando se mueve usted en la silla. Su perfil izquierdo es duro y su perfil derecho tierno. Eso hace que, si quiere inquietar a un sospechoso, se vuelva de un modo, o si quiere conmoverle, se vuelva en el otro sentido.

Adamsberg sonrió.

– ¿Y si me vuelvo todo el tiempo en un sentido y luego en otro?

– Entonces ya nadie sabe a qué atenerse. El infierno y el paraíso.

Mathilde soltó una carcajada. Luego se puso seria.

– No -continuó diciendo-, hablo demasiado. Estoy avergonzada. «Mathilde, hablas a tontas y a locas», me dice un amigo mío filósofo. «Sí -respondo-, pero ¿cómo se habla con inteligencia y cordura?»

– ¿Quiere que lo intentemos? -preguntó Adamsberg-. ¿Usted trabaja?

– No va a creerme. Me llamo Mathilde Forestier.

Adamsberg guardó el lápiz en el bolsillo.

– Mathilde Forestier -repitió-. Entonces es usted la famosa oceanógrafa… ¿De verdad?

– Sí, pero eso no tiene por qué impedirle seguir dibujando. Yo también sé quién es usted. He leído su nombre en la puerta, y su nombre lo conoce todo el mundo. Y a mí no me impide actuar a tontas y a locas, y además en pleno final del trozo 1.

– Si encuentro al ciego guapo, se lo diré.

– ¿Por qué? ¿A quién quiere agradar? -preguntó Mathilde recelosa-. ¿A mí o a la famosa oceanógrafa que sale en los periódicos?

– Ni a una ni a otra. A la mujer a la que he invitado a entrar en mi despacho.

– Eso está bien -dijo Mathilde.

Permaneció un instante sin decir nada, como si dudara en tomar una decisión. Adamsberg había vuelto a sacar tabaco y papel. No, no olvidaría a aquella mujer, ese fragmento de la belleza del mundo a punto de romperse. Y era incapaz de saber de antemano lo que ella iba a decirle.

– ¿Sabe? -continuó de repente Mathilde-. Cuando ocurren las cosas es cuando cae la noche, tanto en el océano como en la ciudad. Todos se levantan, los que tienen hambre y los que sufren. Y los que buscan como usted, Jean-Baptiste Adamsberg, también se levantan.

– ¿Usted cree que yo busco?

– Sin la menor duda, y además muchas cosas al mismo tiempo. Así, el hombre de los círculos azules sale cuando tiene hambre. Camina, espía, y de repente, traza. Yo le conozco. Le busqué desde el principio, y le encontré, la noche del mechero, la noche de la cabeza de la muñeca de plástico. Incluso ayer por la noche, en la Rué Caulaincourt.

– ¿Cómo lo consiguió?

– Se lo diré, no es importante, son cosas mías. Y resulta gracioso porque es casi como si el hombre de los círculos me permitiera estar allí, como si se familiarizara conmigo de lejos. Si una noche quiere verle, venga a reunirse conmigo, pero sólo para verle de lejos, en ningún caso para acercarse, para joderle. No es al poli famoso al que confío mi secreto, sino al hombre que me ha invitado a entrar en su despacho.

– Eso está bien -dijo Adamsberg.

– Pero ¿por qué el hombre de los círculos azules? No ha hecho nada grave. ¿Por qué le interesa?

Adamsberg levantó la cara hacia Mathilde.

– Porque un día todo esto se hará más grande. Poco a poco el asunto del círculo irá en aumento. No me pregunte cómo lo sé, se lo ruego, porque no tengo ni idea, pero es inevitable.

Movió la cabeza y se apartó el pelo que le tapaba los ojos.

– Sí, esto irá en aumento.

Adamsberg descruzó las piernas y se puso a organizar sin orden los papeles que tenía sobre la mesa.

– No puedo prohibirle que le siga -añadió-, pero no se lo aconsejo. Esté sobre aviso y tenga cuidado. No lo olvide.

Tenía mala cara, como si su propia convicción le diera náuseas. Mathilde sonrió y se marchó.

Al salir poco después, Adamsberg agarró a Danglard por el hombro y le dijo en voz baja:

– Mañana por la mañana, trate de averiguar si ha habido un nuevo círculo durante la noche. Y estúdielo bien a fondo, confío en usted. He dicho a esa mujer que esté sobre aviso porque esto irá en aumento, Danglard. Desde hace un mes, los círculos son cada vez más numerosos. El asunto se está acelerando. En todo esto hay algo inmundo, ¿no lo huele?

Danglard reflexionó. Respondió dudando:

– Malsano, quizá… Pero seguramente no se trate sino de una gran farsa…

– No, Danglard, no. Lo que rezuma de los círculos es crueldad.

Charles Reyer también salió de su despacho. Estaba harto de trabajar para los ciegos, de comprobar la impresión y la perforación de todos esos sucios libros en braille, esos millares de agujeros minúsculos que hablaban a la piel de sus dedos. Sobre todo estaba harto de intentar desesperadamente mostrarse original con el pretexto de que había perdido la vista y de que lo que pretendía era resultar excepcional para lograr que todos lo olvidaran. Así era siempre, como con aquella expresiva mujer del otro día, la que le había abordado en el Café Saint-Jacques. Aquella mujer era inteligente, sin duda estaba un poco desequilibrada, más de lo que él sospechaba, pero era evidente que era cariñosa y estaba llena de vida. Y él, ¿qué había hecho? Había intentado mostrarse original, como de costumbre. Construir frases poco comunes, decir cosas poco corrientes, con el único objetivo de que pensara: mira qué tipo, de acuerdo, es ciego, pero no es vulgar.