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La mosca se pasea por los botones de hortensias sin perfume.

El cura aparece en el umbral. Camina pesadamente, como si tuviera el cuerpo lleno de agua. Le da el paraguas negro al monaguillo y dice: «Alabado sea Jesucristo». Las mujeres susurran, y la mosca zumba.

El carpintero trae la tapa del ataúd.

Un pétalo de hortensia tiembla. Medio violeta, medio muerto cae sobre las manos que rezan sujetas por el cordón blanco. El carpintero coloca la tapa sobre el ataúd. La fija con clavos negros y martillazos breves.

El coche fúnebre reluce. El caballo mira los árboles. El cochero extiende una manta gris sobre el lomo del caballo. «Puede coger frío», le dice al carpintero.

El monaguillo sostiene el paraguas grande sobre la cabeza del cura. El cura no tiene piernas. El dobladillo de su sotana negra repta sobre el lodo.

Windisch siente el agua gorgotear en sus zapatos. Conoce el clavo de la sacristía. Conoce el largo clavo del que cuelga la sotana. El carpintero mete el pie en un charco. Windisch ve cómo los cordones de sus zapatos se ahogan.

«Esa sotana negra ha visto muchas cosas», piensa Windisch. «Ha visto al cura buscar las partidas de bautismo con las mujeres sobre la cama de hierro.» El carpintero pregunta algo. Windisch oye su voz, pero no entiende lo que dice. Windisch oye el clarinete y el bombo detrás de él.

En el ala del sombrero, el guardián nocturno lleva una flocadura de hilos de lluvia. El paño mortuorio bate contra la carroza fúnebre. Los ramos de hortensias tiemblan en los baches. Van esparciendo pétalos por el fango, que centellea bajo las ruedas. La carroza fúnebre gira en el cristal de las charcas.

Los instrumentos de viento son fríos. El sonido del bombo es sordo y húmedo. Por encima del pueblo, los tejados se inclinan en dirección al agua.

El cementerio brilla en sus cruces de mármol blanco. La campana descuelga sobre el pueblo su lengua balbuceante. Windisch ve su propio sombrero atravesar una charca. «El estanque va a crecer», piensa. «Y la lluvia arrastrará al agua los sacos de harina del policía.»

Hay agua en la tumba. Un agua amarillenta, como té. «Ahora podrá beber la vieja Kroner», susurra la flaca Wilma.

La mujer que dirige los rezos pone el pie sobre una margarita en el sendero entre las tumbas. El monaguillo ladea un poco el paraguas. El humo del incienso penetra en la tierra.

El cura deja chorrear un puñado de barro sobre el ataúd. «Llévate, tierra, lo que es tuyo. Y que Dios se lleve lo que es suyo», dice. El monaguillo entona un largo y húmedo «amén». Windisch logra verle las muelas.

El agua del suelo devora los bordes del paño mortuorio. El guardián nocturno se pega el sombrero al pecho. Con los dedos estruja el ala. El sombrero se arruga. El sombrero se enrolla como una rosa negra.

El cura cierra su breviario. «Volveremos a encontrarnos en el más allá», dice.

El sepulturero es rumano. Apoya la pala contra su vientre. Se persigna. Escupe en sus manos. Empieza a llenar la tumba.

Los instrumentos de viento entonan un frío canto fúnebre. Un canto sin lindes. El aprendiz de sastre sopla su trompa. Tiene manchas blancas en sus dedos azulinos. Se va deslizando en la canción. El gran pabellón amarillo está junto a su oreja. Refulge como la bocina de un gramófono. El canto fúnebre se quiebra al caer del pabellón.

El bombo vibra. La manzana de Adán de la mujer que dirige los rezos cuelga entre las puntas de su pañuelo. La tumba se llena de tierra.

Windisch cierra los ojos. Le duelen de ver tantas cruces de mármol blanco mojadas. Le duelen de tanta lluvia.

La flaca Wilma se dirige hacia el portón del cementerio. Sobre la tumba de la vieja Kroner han quedado unos macizos de hortensias deshechos. De pie junto a la tumba de su madre, el carpintero llora.

La mujer de Windisch se ha parado sobre la margarita. «Ven, vámonos», dice. Windisch echa a andar a su lado bajo el paraguas negro. El paraguas es un gran sombrero negro. La mujer de Windisch lleva el sombrero atado a un asta.

El sepulturero se queda descalzo y solo en el cementerio. Con la pala limpia sus botas de goma.

EL REY DUERME

Antes de la guerra, la banda de música del pueblo se reunió un día en la estación. Todos lucían su uniforme rojo oscuro. El hastial de la estación estaba enteramente recubierto de guirnaldas de lirios rojos, áster y hojas de acacia. La gente iba endomingada. Los niños llevaban medias blancas y sostenían pesados ramos de flores ante sus caras.

Cuando el tren entró en la estación, la banda tocó una marcha. La gente aplaudió. Los niños lanzaron sus flores al aire.

El tren entró lentamente. Un joven sacó su brazo largo por la ventanilla. Estiró los dedos y exclamó: «Silencio. Su Majestad el rey está durmiendo».

Cuando el tren abandonó la estación, un rebaño de cabras blancas llegó de la dehesa. Las cabras avanzaron siguiendo los rieles y se comieron los ramos de flores.

Los músicos volvieron a sus casas con su marcha interrumpida. Los hombres y mujeres volvieron a sus casas con su saludo de bienvenida interrumpido. Los niños volvieron a sus casas con las manos vacías.

Una niña que debía recitarle un poema al rey cuando la marcha y los aplausos hubieran concluido, se quedó sola en la sala de espera y lloró hasta que las cabras acabaron de comerse todos los ramos de flores.

LA GRAN CASA

La señora de la limpieza sacude el polvo de la barandilla. Tiene una mancha negra en la mejilla y un párpado morado. Está llorando. «Me ha vuelto a pegar», dice.

Las perchas relucen vacías en las paredes del vestíbulo. Forman una corona de púas. Las pantuflas, pequeñas y muy gastadas, están perfectamente alineadas bajo los ganchos.

Cada niño trajo una calcomanía al jardín de infancia. Y Amalie pegó las figurillas debajo de los ganchos.

Cada niño busca cada mañana su coche, su perro, su muñeca, su flor, su pelota.

Udo entra en el vestíbulo. Busca su bandera. Es negra, roja y dorada. Udo cuelga su abrigo del gancho, encima de su bandera. Se quita los zapatos. Se pone las pantuflas rojas. Y deja sus zapatos debajo de su abrigo.

La madre de Udo trabaja en la fábrica de chocolate. Cada martes le trae azúcar, mantequilla, cacao y chocolate a Amalie. «Udo vendrá tres semanas más al jardín», le dijo ayer a Amalie. «Ya nos llegó el aviso del pasaporte.»

La dentista empuja a su hija por la puerta semiabierta. La boina blanca parece una mancha de nieve sobre el pelo de la niña. La niña busca su perro debajo del gancho. La dentista entrega a Amalie un ramo de claveles y una cajita. «Anca está resfriada», le dice. «Dele estas pastillas a las diez, por favor.»

La señora de la limpieza sacude su bayeta por la ventana. La acacia está amarilla. Como cada mañana, el viejo barre la acera frente a su casa. La acacia sopla sus hojas al viento.

Los niños lucen el uniforme de los Halcones. Camisas amarillas y pantalones o faldas plisadas azul marino. «Hoy es miércoles», piensa Amalie, «el día de los Halcones».

Se oye un traqueteo de sillares y un zumbido de grúas. Los indios marchan en columnas ante las manitas infantiles. Udo construye una fábrica. Las muñecas beben leche en los dedos de las niñas.

La frente de Anca está ardiendo.

Por el techo del aula llega el himno nacional. El gran grupo está cantando en el piso de arriba.

Los sillares reposan unos sobre otros. Las grúas enmudecen. La columna de indios se halla al borde de la mesa. La fábrica no tiene tejado. La muñeca del vestido de seda largo yace sobre la silla. Está durmiendo. Tiene la cara sonrosada.

Los niños forman un semicírculo frente al pupitre, alineados según su talla. Pegan la palma de la mano al muslo. Empinan la barbilla. Los ojos se les agrandan y humedecen. Cantan en voz alta.

Los chicos y las chicas son pequeños soldados. El himno tiene siete estrofas.