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«Pero si no hace viento», dice. El guardián nocturno estira los dedos en el aire: «Siempre hace viento, aunque no lo sintamos».

«En Alemania los bosques también se secan a mediados de año», dice Windisch.

«El peletero nos lo ha escrito», añade. Mira el cielo ancho y bajo. «Se han instalado en Stuttgart. Rudi está en otra ciudad. El peletero no ha dicho dónde. Al peletero y su mujer les han asignado una vivienda de protección social con tres habitaciones. Tienen una cocina-comedor y un cuarto de baño con espejos en las paredes.»

El guardián nocturno se ríe. «A su edad a la gente aún le apetece mirarse desnuda en el espejo», dice.

«Unos vecinos ricos les regalaron los muebles», dice Windisch. «Y también un televisor. Junto a ellos vive una señora sola. Es una dama muy remilgada que nunca come carne, escribe el peletero. Se moriría si lo hiciera, le dijo.»

«A ésos les va demasiado bien», dice el guardián nocturno. «Que vengan aquí a Rumania y verás como comen de todo.»

«El peletero tiene un buen sueldo», dice Windisch. «Su mujer hace faenas de limpieza en un asilo de ancianos. La comida allí es buena. Cuando algún anciano celebra su cumpleaños, organizan un baile.»

El guardián nocturno se ríe. «Sería lo ideal para mí», dice. «Buena comida y unas cuantas jovenzuelas.» Muerde el corazón de una manzana. Las pepitas blancas resbalan sobre su chaqueta. «No sé», dice, «no logro decidirme a presentar mi solicitud».

Windisch ve el tiempo detenido en la cara del guardián nocturno. Windisch ve el final en las mejillas del guardián nocturno, lo ve quedarse allí hasta más allá del final.

Windisch mira la hierba. Sus zapatos están blancos de harina. «Una vez dado el primer paso», dice, «lo demás marcha solo».

El guardián nocturno suspira. «Es difícil cuando no se tiene a nadie», dice. «Dura mucho tiempo, y uno envejece, no rejuvenece.»

Windisch pone la mano sobre su pernera. Tiene la mano fría y el muslo caliente. «Aquí todo va de mal en peor», dice. «Nos quitan las gallinas, los huevos. Hasta el maíz nos lo quitan antes de que haya crecido. A ti acabarán quitándote la casa y el corral.»

La luna está enorme. Windisch oye a las ratas zambullirse en el agua. «Siento el viento», dice. «Las articulaciones de las piernas me duelen. Seguro que va a llover.»

El perro se para junto al almiar y ladra. «El viento del valle no trae lluvia», dice el guardián nocturno, «tan sólo nubes y polvo». «Tal vez llegue otra tormenta que arranque de nuevo la fruta de los árboles», dice Windisch.

La luna tiene un velo rojo.

«¿Y Rudi?», pregunta el guardián nocturno.

«Se ha tomado un descanso», dice Windisch. Siente cómo la mentira le arde en las mejillas. «En Alemania lo del vidrio no funciona como aquí. El peletero escribe que nos llevemos nuestra cristalería, nuestra porcelana y las plumas para los cojines. Las cosas de damasco y la ropa interior no, que allí hay toda la que quieras. Las pieles son muy caras. Las pieles y las gafas.»

Windisch mordisquea una brizna de hierba. «Empezar nunca es fácil», dice.

El guardián nocturno se escarba una muela con la punta del dedo. «En todas partes hay que trabajar», dice.

Windisch se ata la brizna de hierba al índice: «Hay una cosa muy dura, nos ha escrito el peletero. Una enfermedad que todos conocemos por la guerra: la nostalgia».

El guardián nocturno sostiene una manzana en la mano. «Yo no sentiría nostalgia», dice. «Después de todo, allí sólo está uno entre alemanes.»

Windisch hace nudos con la brizna de hierba. «Allí hay más extranjeros que aquí, nos ha escrito el peletero. Hay turcos y negros que se multiplican rápidamente», dice.

Windisch se pasa la brizna de hierba entre los dientes. La siente fría. Su encía también es fría. Windisch tiene el cielo en la boca. El viento y el cielo nocturno. La brizna de hierba se desgarra entre sus dientes.

LA MARIPOSA DELA COL

Amalie está de pie ante el espejo. Sus enaguas son rosadas. Bajo el ombligo de Amalie crecen encajes blancos. Windisch ve la piel de la rodilla de Amalie a través de los encajes. La rodilla de Amalie está recubierta de un vello muy fino. Es blanca y redonda. Windisch vuelve a mirar la rodilla de Amalie en el espejo. Ve los agujeros de los encajes fundirse unos con otros.

En el espejo están los ojos de la mujer de Windisch. En los ojos de Windisch, un parpadeo rápido desplaza los encajes hacia las sienes. En el rabillo de su ojo se hincha una vena roja que desgarra los encajes. El ojo de Windisch hace girar el desgarrón en la pupila.

La ventana está abierta. Las hojas del manzano se pegan a los cristales.

Los labios de Windisch arden. Dicen algo. Lo que dicen no es más que un discurso consigo mismo, lanzado a la habitación. Detrás de su propia frente.

«Está hablando solo», dice la mujer de Windisch dirigiéndose al espejo.

Por la ventana de la habitación entra una mariposa de la col. Windisch la sigue con la mirada. Harina y viento es su vuelo.

La mujer de Windisch coge el espejo. Con sus dedos marchitos acomoda los tirantes de las enaguas sobre los hombros de Amalie.

La mariposa de la col revolotea sobre el peine de Amalie. Amalie se lo pasa por el pelo estirando mucho el brazo. Y sopla la mariposa de la col para ahuyentarla con su harina. La mariposa se para en el espejo. Zigzaguea en el cristal, sobre el vientre de Amalie.

La mujer de Windisch pega la punta del dedo al espejo. Aplasta a la mariposa de la col contra el cristal.

Amalie se rocía dos grandes nubes bajo las axilas. Las nubes resbalan por sus brazos hasta las enaguas. Él tubo del spray es negro. En él se lee, escrito con letras de un verde chillón: Primavera irlandesa.

La mujer de Windisch cuelga un vestido rojo en el respaldo de la silla. Bajo el asiento pone unas sandalias blancas de tacón alto y correas delgadas. Amalie abre su bolso. Con la punta del dedo se aplica sombreado de ojos sobre los párpados. «No demasiado chillón», dice la mujer de Windisch, «que si no la gente empieza a hablar». Su oreja está en el espejo. Es grande y gris. Los párpados de Amalie son de un azul pálido. «Basta», dice la mujer de Windisch. El rímel de Amalie es de hollín. Amalie acerca la cara al espejo hasta casi rozarlo. Sus ojos abiertos son de vidrio.

Del bolso de Amalie cae una tira de papel de estaño sobre la alfombra. Está llena de verruguillas blancas y redondas. «¿Y eso qué es?», pregunta la mujer de Windisch. Amalie se agacha y guarda la tira en su bolso. «La píldora», dice. Y gira el lápiz de labios hasta sacarlo de su envoltura negra.

La mujer de Windisch mete sus pómulos en el espejo. «¿Para qué necesitas píldoras?», le pregunta, «si no estás enferma».

Amalie se mete el vestido rojo por la cabeza. Su frente ya asoma por el cuello blanco. Con los ojos aún bajo el vestido, dice: «Las tomo por si acaso».

Windisch se lleva las manos a las sienes. Sale de la habitación. Se sienta en el mirador, junto a la mesa vacía. La habitación está oscura. Hay un agujero de sombra en la pared. El sol crepita en los árboles. Sólo el espejo reluce. En el espejo está la boca roja de Amalie.

Frente a la casa del peletero pasan unas mujeres viejas y bajitas. La sombra de los pañuelos negros sobre sus cabezas las precede. La sombra entrará en la iglesia antes que las mujeres viejas y bajitas.

Amalie taconea sobre el empedrado con sus sandalias blancas. En la mano lleva la solicitud, doblada en cuatro como una cartera blanca. El vestido rojo baila en sus pantorrillas. La primavera irlandesa embalsama el patio. El vestido de Amalie es más oscuro bajo el manzano que al sol.

Windisch ve cómo Amalie separa las puntas de los pies al caminar.

Un mechón del pelo de Amalie vuela sobre el portón de la calle, que se cierra de golpe.