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El juez pronunció un discurso. Llamó a la comisión de vigilancia del manzano «Comisión de una noche de verano». El cura se negó a vigilar el manzano. Se persignó tres veces y se disculpó diciendo: «Dios mío, perdona a este pecador». Amenazó con ir a la ciudad a la mañana siguiente y comunicarle esa blasfemia al obispo.

Aquel día oscureció muy tarde. Con tanto calor, el sol no lograba encontrar el final del día. La noche emergió del suelo y cubrió el pueblo.

La «Comisión de una noche de verano» se deslizó en la oscuridad siguiendo el seto de boj. Se instaló debajo del manzano. Y observó el ramaje.

El juez municipal llevaba un hacha. Los campesinos ricos pusieron sus bieldos sobre la hierba. El maestro de escuela se sentó envuelto en un saco, junto a una linterna, con un lápiz y un cuaderno. Con un ojo miraba por un agujero del tamaño del pulgar hecho en el saco. Y escribía el informe.

La noche era altísima. Empujaba al cielo fuera del pueblo. Era medianoche. La «Comisión de una noche de verano» miraba aquel cielo expulsado a medias. Debajo del saco, el maestro miró su reloj de bolsillo. Eran las doce pasadas. El reloj de la iglesia no había dado la hora.

El cura había parado el reloj de la iglesia. Sus ruedas dentadas no debían medir el tiempo del pecado. El silencio debería acusar al pueblo.

Nadie dormía en el pueblo. Los perros vagaban por las calles sin ladrar. Encaramados en los árboles, los gatos miraban con sus fosforescentes ojos de farola.

La gente estaba en sus casas. Las madres iban con sus hijos de un lado a otro, entre las velas encendidas. Los niños no lloraban.

Windisch se había instalado con Barbara debajo del puente.

Cuando el maestro vio la medianoche en su reloj de bolsillo, estiró la mano fuera del saco y le hizo una señal a la «Comisión de una noche de verano».

El manzano no se movía. El juez carraspeó después del prolongado silencio. Un acceso de tos de fumador sacudió a uno de los campesinos ricos, que arrancó rápidamente un puñado de hierba. Se metió la hierba en la boca. Y enterró su tos.

Dos horas después de la medianoche el manzano empezó a temblar. Y en la parte alta, donde sus ramas se separaban, se abrió una boca que empezó a comer manzanas.

La «Comisión de una noche de verano» pudo oír el ruido de la boca al comer. Detrás de la pared, en la iglesia, cantaban los grillos.

Cuando la boca hubo devorado su sexta manzana, el juez municipal corrió hacia el árbol y le dio un hachazo en plena boca. Los campesinos ricos agitaron sus bieldos en el aire y se pararon detrás del juez municipal.

Un trozo de corteza -una madera húmeda y amarillenta- cayó entre la hierba.

El manzano cerró la boca.

Ningún miembro de la «Comisión de una noche de verano» logró ver cómo ni cuándo el manzano cerró su boca.

El maestro salió del saco. Él, como maestro, hubiera debido verlo, dijo el juez municipal.

A las cuatro de la madrugada, el cura se dirigió a la estación arrebujado en su larga sotana negra, bajo su gran sombrero negro, llevando su cartera negra. Caminaba a paso rápido, mirando sólo el empedrado. Ya estaba amaneciendo en las paredes de las casas. La cal era clara.

Tres días después llegó al pueblo el obispo. La iglesia se llenó. La gente lo vio avanzar entre los bancos hacia el altar. Y subir al púlpito.

El obispo no rezó. Dijo que había leído el informe del maestro. Y que había consultado con Dios. «Dios lo sabía hace ya tiempo», exclamó, «Dios me recordó a Adán y Eva. Dios», añadió el obispo en voz más baja, «Dios me dijo: el demonio está en ese manzano».

El obispo le había escrito una carta al cura. Y se la había escrito en latín. El cura leyó la carta desde el púlpito. El púlpito parecía altísimo debido al latín.

El padre del guardián nocturno afirmó no haber oído la voz del cura.

Cuando el cura terminó de leer la carta, cerró los ojos. Juntó las manos y rezó en latín. Luego bajó del púlpito. Parecía pequeño. Su cara se veía cansada. Se volvió hacia el altar. «No debemos derribar ese árbol. Tenemos que quemarlo allí mismo», dijo.

Al viejo peletero le hubiera gustado comprarle el manzano al cura. Pero el cura le dijo: «La palabra de Dios es sagrada. El obispo sabe lo que hace».

Esa tarde los hombres trajeron una carretada de paja. Los cuatro campesinos ricos envolvieron el tronco con paja. Desde lo alto de la escalera, el alcalde echó paja en la copa.

De pie detrás del árbol, el cura rezaba en voz alta. El coro de la iglesia entonaba largos cánticos desde el seto de boj. Hacía frío, y el aliento de los cánticos subía hacia el cielo. Las mujeres y los niños rezaban en voz baja.

El maestro prendió fuego a la paja con una tea encendida. Las llamas devoraron la paja. Crecieron y engulleron la corteza del árbol. El fuego crepitaba en la madera. La corona del árbol lamía el cielo. La luna se cubrió.

Las manzanas se hincharon y reventaron. El zumo silbaba y gimoteaba entre las llamas como carne viva. El humo apestaba. Ardía en los ojos. Los cánticos eran desgarrados por accesos de tos.

El pueblo quedó envuelto en humo hasta que llegó la primera lluvia. El maestro lo anotó en su cuaderno. Y llamó a aquel humo: «niebla de manzana».

EL BRAZO DE MADERA

Un tronco negro y giboso quedó aún largo tiempo detrás de la iglesia.

La gente decía que detrás de la iglesia había un hombre. Y que se parecía al cura, pero sin sombrero.

Por la mañana había escarcha. El seto de boj quedaba salpicado de blanco. El tronco era negro.

El sacristán sacó las rosas marchitas de los altares y las llevó detrás de la iglesia. Pasó junto al tronco. El tronco era el brazo de madera de su mujer.

Remolinos de hojas calcinadas se agitaban en el suelo. No hacía viento. Las hojas no tenían peso. Se alzaban hasta sus rodillas. Caían ante sus pasos. Las hojas se deshacían. Eran hollín.

El sacristán derribó el tronco a hachazos. El hacha no hizo el menor ruido. El sacristán vació una botella de aceite de lámpara sobre el tronco y lo prendió fuego. El tronco se consumió. En el suelo quedó un puñado de cenizas.

El sacristán metió las cenizas en una caja. Se dirigió a la salida del pueblo. Cavó con ambas manos un hoyo en la tierra. Frente a su cara había una rama torcida. Era un brazo de madera que intentaba asirlo.

El sacristán enterró la caja en el hoyo. Luego se dirigió al campo por senderos polvorientos. A lo lejos oía los árboles. El maíz estaba seco. Las hojas se quebraban a su paso. Sintió la soledad de todos esos años. Su vida era transparente. Vacía.

Las cornejas volaban sobre el maíz. Se posaban en los tallos. Eran de carbón. Y pesaban. Los tallos de maíz se balanceaban. Las cornejas revoloteaban.

Cuando el sacristán llegó nuevamente al pueblo, sintió que el corazón le colgaba, desnudo y rígido, entre las costillas. La caja con las cenizas yacía junto al seto de boj.

LA CANCIÓN

Los cerdos manchados del vecino gruñen ruidosamente. Forman una piara en las nubes. Pasan por encima del patio. El mirador está envuelto en una maraña de hojas. Cada hoja tiene una sombra.

Una voz de hombre canta en la calle de al lado. La canción nada entre las hojas. «De noche, el pueblo es muy grande», piensa Windisch, «y su final está en todas partes».

Windisch conoce la canción:

Una vez me fui a Berlín,

¡Qué ciudad más bonita, tralalín!

¡Toda la noche, tralalán!

El mirador crece hacia lo alto cuando hay mucha oscuridad. Y las hojas tienen sombra. Se eleva desde debajo del empedrado. Sobre un puntal. Cuando crece demasiado, el puntal se rompe y el mirador se precipita a tierra. En el mismo lugar. Cuando llega el día, nadie nota que el mirador ha crecido y vuelto a caer.