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LAS CARTAS BEBIDAS

Windisch se dirige al molino. Los neumáticos de su bicicleta chirrían en la hierba húmeda. Windisch ve girar la rueda delantera entre sus rodillas. Las vallas desfilan bajo la lluvia. Los jardines murmuran. Los árboles gotean.

El monumento a los caídos está arropado de gris. Las rosas tienen los bordes parduscos.

El bache está lleno de agua. El neumático de la bicicleta se ahoga dentro. El agua salpica las perneras de Windisch. Sobre el adoquinado se enroscan unas cuantas lombrices.

La ventana del carpintero está abierta. La cama está hecha. Cubierta por una manta de felpa roja. La mujer del carpintero está sentada a la mesa, sola. Sobre la mesa hay un montón de judías verdes.

La tapa del ataúd de la vieja Kroner ya no reposa apoyada contra la pared de la habitación. La madre del carpintero sonríe desde su foto, encima de la cabecera. Sonríe desde la muerte de la dalia blanca hacia la muerte de la vieja Kroner.

El suelo está desnudo. El carpintero ha vendido las alfombras rojas. También tiene los grandes formularios. Está esperando el pasaporte.

La lluvia cae sobre la nuca de Windisch. Le moja los hombros.

La mujer del carpintero tiene que ir unas veces donde el cura por la partida de bautismo, y otras donde el policía por el pasaporte.

El guardián nocturno le contó una vez a Windisch que el cura tiene una cama de hierro en la sacristía. En esa cama busca las partidas de bautismo con las mujeres. «Si todo va bien», le dijo el guardián nocturno, «busca cinco veces las partidas. Cuando hace su trabajo a conciencia, las busca diez veces. El policía, por su parte, pierde y traspapela hasta siete veces las solicitudes y los timbres fiscales en el caso de algunas familias. Y los busca con las mujeres que quieren emigrar sobre un colchón guardado en el almacén del correo».

Y el guardián nocturno añadió riendo: «Tu mujer ya es demasiado vieja para él. A tu Kathi la dejará en paz. Pero ya le tocará el turno a tu hija. El cura hará de ella una católica, y el policía, una apátrida. La cartera le deja la llave al policía cuando el tío tiene faena en el almacén».

Windisch pateó la puerta del molino. «Que se atreva», dijo. «Harina, toda la que quiera, pero a mi hija no la toca.»

«Por eso es por lo que nuestras cartas nunca llegan», dijo el guardián nocturno. «La cartera nos recibe los sobres y el dinero para los sellos. Con el dinero para los sellos se compra aguardiente. Y las cartas las lee y las tira luego a la papelera. Y cuando el policía no tiene trabajo en el almacén, se sienta junto a la cartera detrás del escritorio y bebe aguardiente. Pues la cartera le parece demasiado vieja para el colchón.»

El guardián nocturno acarició a su perro. «La cartera se ha bebido ya cientos de cartas», añadió. «Y le ha contado también cientos de cartas al policía.»

Windisch abre la puerta del molino con la llave grande. Cuenta dos años. Hace girar la llave pequeña en el candado. Y cuenta los días. Windisch se encamina al estanque del molino.

El estanque está revuelto. Hay olas en su superficie. Los sauces están embozados en hojas y viento. El almiar proyecta su imagen ondulante e inmutable sobre el estanque. En torno al almiar, las ranas arrastran sus vientres blancos entre la hierba.

El guardián nocturno está sentado al borde del estanque y tiene hipo. Su manzana de Adán da brincos fuera de la chaqueta. «Son las cebollas azules», dice. «Los rusos cortan la parte de arriba de las cebollas en rodajas muy finas y les echan sal. Y las cebollas se abren como rosas. Y sueltan un agua clara, cristalina. Parecen nenúfares. Los rusos las machacan luego con los puños. He visto rusos pararse con los talones sobre las cebollas y girarlos. Y rusas que se remangaban la falda y se arrodillaban sobre las cebollas. Luego giraban las rodillas. Nosotros, los soldados, cogíamos a las rusas por las caderas y las hacíamos girar.»

El guardián nocturno tiene los ojos llorosos. «Yo he comido cebollas dulces y tiernas como mantequilla machacadas por las rodillas de las rusas», dice. Sus mejillas se ven marchitas. Y sus ojos rejuvenecen como el brillo de las cebollas.

Windisch carga dos sacos hasta la orilla. Los cubre con una lona. El guardián nocturno se los llevará esa noche al policía.

Los juncos se mecen. En sus tallos hay una espuma blanca. «Así debe ser el vestido de encajes de la bailarina», piensa Windisch. «Pero no quiero jarrones en mi casa.»

«Por todos lados hay mujeres. En el estanque también hay mujeres», dice el guardián nocturno. Windisch ve sus enaguas entre los juncales. Y se dirige al molino.

LA MOSCA

La vieja Kroner reposa en su ataúd vestida de negro. Le han atado las manos con cordones blancos para que no se le resbalen del vientre. Para que recen cuando lleguen allí arriba, a la puerta del cielo.

«¡Qué bonita está! ¡Si parece dormida!», dice la vecina, la flaca Wilma. Una mosca se posa en su mano. La flaca Wilma mueve los dedos. La mosca se posa sobre una mano pequeña a su lado.

La mujer de Windisch se sacude las gotas de lluvia del pañuelo. Sobre sus zapatos caen unos hilillos transparentes. Junto a las mujeres que rezan hay varios paraguas abiertos. Estrías de agua serpentean sin rumbo debajo de las sillas, centelleando entre los zapatos.

La mujer de Windisch se sienta en la silla vacía que hay junto a la puerta. De cada ojo le brota una gruesa lágrima. La mosca se posa en su mejilla. Una de las lágrimas se desliza hacia la mosca, que echa a volar con el borde de las alas húmedo. Luego regresa. Se posa sobre la mujer de Windisch. Sobre su índice marchito.

La mujer de Windisch reza y mira la mosca, siente un cosquilleo en torno a la uña. «Es la misma mosca que estaba bajo la oropéndola. La misma que se metió en el cedazo», piensa la mujer de Windisch.

La mujer de Windisch encuentra un pasaje conmovedor en su plegaria. Que la hace suspirar. Y al suspirar mueve las manos. Y la mosca siente el suspiro en la uña del dedo. Y echa a volar rozando casi su mejilla.

Bisbiseando suavemente con los labios, la mujer de Windisch murmura un «Ruega por nosotros».

La mosca vuela muy cerca del techo. Zumba una larga canción para el velatorio. Una canción sobre el agua de lluvia. Una canción sobre la tierra como tumba.

Mientras murmura su oración, la mujer de Windisch deja caer unas cuantas lágrimas pequeñas y acongojadas. Las deja deslizar por sus mejillas. Las deja adquirir un sabor salado en torno a su boca.

La flaca Wilma busca su pañuelo bajo las sillas. Busca entre los zapatos. Entre los arroyitos que bajan de los paraguas negros.

La flaca Wilma encuentra un rosario entre los zapatos. Su cara es pequeña y puntiaguda. «¿De quién es este rosario?», pregunta. Nadie la mira. Todos callan. «¿De quién será?», suspira. «¡Ya ha venido tanta gente!» Y guarda el rosario en el bolsillo de su larga falda negra.

La mosca se posa en la mejilla de la vieja Kroner. Es algo vivo sobre la piel muerta. La mosca zumba en la rígida comisura de sus labios. La mosca baila sobre su barbilla endurecida.

Tras la ventana murmura la lluvia. La mujer que dirige los rezos agita sus cortas pestañas como si la lluvia le cayera en la cara. Como si le barriera los ojos. Y las pestañas, rotas ya de tanto rezar. «Está cayendo un diluvio en todo el país», dice. Y ya al hablar cierra la boca, como si el agua fuera a entrarle en la garganta.

La flaca Wilma contempla a la difunta. «Sólo en el Banato», dice. «El mal tiempo nos viene de Austria, no de Bucarest.»

El agua reza en la calle. La mujer de Windisch aspira una última lagrimilla. «Los viejos dicen que si llueve sobre el ataúd, el difunto era una buena persona», dice en voz alta.

Sobre el ataúd de la vieja Kroner hay ramos de hortensias. Empiezan a marchitarse, pesadas y violetas. La muerte de huesos y pellejo que yace en el ataúd se las lleva. Y la plegaria de la lluvia se las lleva.