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Una húmeda noche de verano. Un sonido distante de estampido, luego otro y otro. Sobre las orillas del Hudson y recortándose contra el negro cielo hacen explosión los fuegos artificiales. Los cohetes iluminan los cielos con el llamado «fuego fatuo», rojo, amarillo, verde, azul, con resplandecientes líneas y estrellas, flores que se abren, un ciclo tras ciclo de ardiente belleza acompañada de terroríficos silbidos, explosiones, rugidos y golpes, clímax tras clímax; y luego, cuando uno da ya por sentado que aquel esplendor desaparecerá definitivamente para dejar paso al silencio y la oscuridad, se produce una sorprendente apoteosis pirotécnica, que culmina en una doble figura de gigantescas dimensiones: una bandera norteamericana que ondea espectacularmente sobre nosotros, y en la que se puede discernir hasta la última estrella y, surgiendo del centro de la misma, la cara de un hombre dibujada en tonos de piel asombrosamente realistas. El rostro es el de Paul Quinn.

Me encuentro a bordo de un gigantesco aeroplano, un avión cuyas alas parecen extenderse desde China hasta Perú, y a través de la ventanilla diviso un vasto mar gris azulado en cuyo seno los reflejos del sol brillan con una deslumbradora y fiera claridad. Llevo puesto el cinturón de seguridad, en espera del aterrizaje, y ahora puedo distinguir ya cuál es nuestro punto de destino: una enorme plataforma hexagonal que surge abruptamente del mar, una isla artificial de ángulos tan simétricos como los de un copo de nieve visto al microscopio, una isla de hormigón en la que hay incrustados aplastados edificios de ladrillo rojo, y dividida en su mitad por la larga flecha blanca de un campo de aterrizaje; una isla totalmente aislada en medio de este inmenso océano, con miles de kilómetros de vacío alrededor de cada uno de sus seis lados.

Manhattan. Un frío otoño, el cielo oscuro, luces en las ventanas de los edificios. Delante de mí tengo un colosal rascacielos que surge justo donde ahora está la venerable biblioteca pública de la Quinta Avenida. «El más alto del mundo», dice alguien tras de mí; se trata de un turista hablando con otro en el gangoso acento del oeste. Debe serlo realmente. El monstruoso rascacielos llena el cielo totalmente. «Es todo de oficinas gubernamentales», sigue diciendo el turista. «¿Te lo imaginas? Doscientos pisos y todos ellos de oficinas del gobierno. Con un palacio para Quinn en lo alto de todo, o eso dicen. Para cuando viene a la ciudad. Un maldito palacio, como el de un rey.»

Lo que más temo cuando se agolpan estas visiones en mi mente es la confrontación con la escena de mi propia muerte. Me pregunto si me destruirá del mismo modo que a Carvajal, si la visión de mis últimos instantes me despojará como a él de toda energía, interés y objetivo en la vida. Espero, preguntándome todo el tiempo cuándo la tendré, temiéndola y deseándola al mismo tiempo, anhelante por asimilar de una vez ese aterrador conocimiento y acabar para siempre con la incertidumbre; y, cuando me llega, no es sino un anticlímax, una cómica desilusión. Lo que veo es un anciano marchito y desgastado en una cama de hospital, un viejo esquelético y acabado, de quizá setenta y cinco años, o puede que ochenta o incluso noventa. Está rodeado de un brillante conjunto de aparatos para mantenerlo con vida; a su alrededor, agujas en forma de brazos se arquean y contorsionan como colas de escorpión inyectándole enzimas, hormonas, anticoagulantes, estimulantes, todo tipo de productos. La he visto ya antes, brevemente, durante aquella noche de borrachera en Times Square, mientras me encontraba acurrucado, completamente deslumbrado y lleno de asombro, asaltado por un torrente de voces e imágenes; pero ahora la visión dura algo más que aquella otra, de forma que, en este futuro, me percibo no simplemente como un hombre enfermo, sino como un anciano moribundo que se va yendo, yendo, sin que todo aquel vasto y maravilloso conjunto de aparatos médicos sea capaz de seguir manteniendo el débil latido de la vida. Puedo sentir cómo le va abandonando el pulso. Se va, se va muy lentamente. Fundiéndose con la oscuridad. Hacia la paz. Está muy tranquilo. Todavía no ha muerto, pues de lo contrario cesarían mis percepciones de él. Pero casi, casi. Ya. Ya no hay más datos. Sólo paz y silencio. Sí, una buena muerte.

¿Es eso todo? ¿Estaré verdaderamente muerto dentro de cincuenta o sesenta años, o simplemente se ha interrumpido la visión? No puedo estar seguro. Si pudiese ver más allá de ese momento de quietud, sólo una ojeada por detrás de la cortina; si pudiera contemplar las rutinas de la muerte, los inexpresivos celadores desconectando tranquilamente el sistema de aparatos médicos, la sábana cubriendo mi rostro, el cadáver conducido hasta el depósito… Pero no hay forma de prolongar la imagen. El filme termina justo con ese último parpadeo de luz. Sí, estoy seguro de que será así. Me siento aliviado y casi ligeramente desilusionado. ¿Eso es todo? ¿Simplemente irse esfumando lentamente a una edad muy avanzada? No hay nada que temer en ello. Pienso en Carvajal con la mirada enloquecida sencillamente por haberse visto morir demasiadas veces. Pero yo no soy Carvajal. ¿En qué puede dañarme ese conocimiento? Admito la inevitabilidad de la muerte; los detalles son simples acotaciones. Luego la escena se repite unas cuantas semanas más tarde, y luego otra vez, y otra, y otra. Siempre la misma. El hospital. La estructura en forma de araña de los aparatos destinados a prolongarme la vida, el irse deslizando lentamente hacia la oscuridad. Así pues, no hay nada que temer de las visiones. Ya he visto lo peor de todo y no me ha afectado.

Pero, luego, una sombra de duda cae sobre todo ello y mi recuperada confianza se tambalea. Me veo nuevamente en el gigantesco aeroplano, que se aproxima a la isla artificial en forma de hexágono. Una ayudante de cabina corre rauda por el pasillo, aturdida, llena de alarma, y la sigue una gran vaharada de humo negro. ¡Fuego a bordo! Las alas del avión se inclinan de manera terrorífica. Gritos. Voces ininteligibles a través de los altavoces. Instrucciones confusas e incoherentes. La presión clava mi cuerpo contra el asiento; estamos cayendo al océano. Más bajo, cada vez más bajo; y, finalmente, chocamos con un horrísono impacto y la nave se parte en dos; todavía sujeto por el cinturón de seguridad, me hundo como el plomo, boca abajo, en las frías y oscuras profundidades. El mar se me traga y no veo nada más.

Los soldados avanzan por las calles en siniestras columnas. Se detienen ante el edificio en que vivo; hablan unos con otros; luego un destacamento irrumpe en la casa. Les oigo subir las escaleras. No tiene sentido intentar ocultarme. Abren la puerta gritando al mismo tiempo mi nombre. Les saludo con las manos en alto. Sonrío y les digo que les acompañaré sin oponer resistencia. Pero entonces, sin saber por qué, uno de ellos, un soldado muy joven, de hecho todavía un muchacho, se adelanta repentinamente encañonándome con su extraña arma en forma de ballesta. Sólo tengo tiempo de tragar saliva. Entonces surge la radiación verde y luego la oscuridad.

«¡Este es!» —grita alguien, mientras levanta una porra por encima de mi cabeza y la deja caer con terrible fuerza.

Sundara y yo contemplamos el crepúsculo cayendo sobre el Pacífico. Ante nosotros los destellos de las luces de Santa Mónica. Tanteando, con timidez, tomo su mano en la mía. Y, en ese momento, siento un penetrante dolor en el pecho, sufro espasmos, me revuelco, pateo frenéticamente derribando la mesa. Golpeo con los puños la gruesa alfombra. Lucho por mi vida. En mi boca hay sabor a sangre. Lucho por vivir, pero resulto vencido.