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Me encuentro junto a la barandilla de una terraza ochenta pisos por encima de Broadway. Con un movimiento rápido y seguro, salto hacia el fresco aire primaveral. Floto, hago graciosos movimientos como de natación con los brazos mientras caigo rauda y serenamente contra el suelo.

«¡Mirad!» —grita una mujer muy próxima a mí—. ¡Lleva una bomba!»

El oleaje es muy fuerte hoy. Grandes olas grises se elevan y rompen, se elevan y rompen. Y, sin embargo, me echo a nadar, me voy abriendo camino entre la espuma del oleaje, nado con frenética energía hacia el horizonte, hendiendo el oscuro mar como si estuviese intentando batir un récord de resistencia, sin parar de nadar a pesar del latido de mis sienes y de los golpes en la base de mi garganta; el mar se hace cada vez más tempestuoso, su superficie se hincha y eleva, incluso aquí, a tanta distancia de la playa. El agua me golpea en el rostro y me hundo, tosiendo, intentando volver a la superficie; pero el agua me vuelve a golpear una vez, y otra, y otra, y otra…

«¡Este es!» —grita alguien.

Me veo a mí mismo en el gigantesco avión; estamos descendiendo hacia la isla artificial en forma de hexágono.

«¡Mirad!» —grita una mujer muy próxima a mí.

Los soldados avanzan por las calles en siniestras columnas. Se detienen ante el edificio en que vivo.

El oleaje es muy fuerte hoy. Grandes olas grises se elevan y rompen, se elevan y rompen. Y, sin embargo, me echo a nadar, me voy abriendo paso entre la espuma del oleaje, nado con frenética energía hacia el horizonte.

«¡Este es!» —grita alguien.

Sundara y yo contemplamos el crepúsculo cayendo sobre el Pacífico. Ante nosotros, los destellos de las luces de Santa Mónica.

Me encuentro junto a la barandilla de una terraza ochenta pisos por encima de Broadway. Con un movimiento rápido y seguro, salto hacia el fresco aire primaveral.

«¡Este es?!»—grita alguien.

Y así una y otra vez. La muerte llegándome de varias maneras distintas. Las escenas repitiéndose invariables, contradiciéndose y anulándose mutuamente. ¿Cuál es la visión verdadera? ¿Qué pasa con ese anciano que fallece pacíficamente en su cama de hospital? ¿Qué es lo que debo creer? Me encuentro desbordado por una sobrecarga de datos; voy tambaleándome de un lado para otro en una especie de esquizofrénico enfebrecimiento, viendo más de lo que puedo abarcar, sin asimilar nada; y, de manera constante, mi incansable cerebro me va anegando con imágenes y escenas. Me estoy empezando a derrumbar. Me arrebujo en el suelo, cerca de mi cama, tembloroso, esperando a que nuevas confusiones se apoderen de mí. ¿Cómo pereceré la próxima vez? ¿En el potro de tortura? ¿De una epidemia de botulismo? ¿De una puñalada en un oscuro callejón? ¿Qué significa todo esto? ¿Qué me está ocurriendo? Necesito ayuda. Desesperado, aterrorizado, corro a ver a Carvajal.

43

Hacía meses que no le veía, medio año, desde finales de noviembre hasta abril; y, evidentemente, había experimentado cambios. Parecía más pequeño, casi como un muñeco, una miniatura de su ser anterior; había desaparecido de él todo lo superfluo, tenía la piel rígidamente pegada a los huesos de la cara y había adquirido un peculiar tono apergaminado y amarillento, como si se estuviese transformando en un viejo japonés, en uno de esos ancianos diminutos, como disecados, vestidos con sus trajes azules y sus corbatas que todavía puede verse sentados tranquilamente en la Bolsa, al lado de los indicadores automáticos de las cotizaciones. A Carvajal le rodeaba también una desconocida calma oriental, una especie de tranquilidad de Buda, que parecía indicar que había alcanzado un lugar más allá de todas las tormentas, una paz que, afortunadamente, era contagiosa, pues momentos después de llegar, lleno de pánico y confusión, sentí que la carga de tensión me abandonaba. Amablemente, me pidió que me sentara en su destartalada sala de estar; y, con la misma amabilidad, me trajo el acostumbrado vaso de agua.

Esperó a que yo tomase la palabra.

¿Cómo empezar? ¿Qué podía decirle? Decidí hacer como si nuestra última conversación no hubiese tenido jamás lugar, dejándola al margen, sin hacer la menor mención a mi ira, a mis acusaciones, al repudio que había hecho de él.

—He estado teniendo visiones —proferí.

—¿Sí? —dijo, enigmático, en absoluto sorprendido, ligeramente aburrido.

—He visto cosas preocupantes.

—¿Ah?

Carvajal me estudió sin curiosidad, simplemente esperando, esperando. ¡Qué tranquilo resultaba, qué autosuficiente! Como una figura tallada en marfil, bella, pulida, inmóvil.

—Extrañas escenas. Melodramáticas, caóticas, contradictorias, disparatadas. Ya no sé distinguir la clarividencia de la esquizofrenia.

—¿Contradictorias? —preguntó.

—Algunas veces no puedo fiarme de lo que veo.

—¿Qué clase de cosas?

—Quinn, por ejemplo. Se me aparece casi todos los días. Imágenes de Quinn como un tirano, un dictador, una especie de monstruo que manipula a toda la nación, no como un presidente, sino como un generalísimo[7]. Su rostro aparece por todo el futuro. Quinn por aquí, Quinn por allá, todo el mundo habla de él, todo el mundo le teme. No puede ser real.

—Todo lo que ve es real.

—No. Ese no es el verdadero Paul Quinn, sino una fantasía paranoica. Yo conozco a Paul Quinn.

—¿Sí? —preguntó Carvajal, con una voz que parecía llegarme desde una distancia de cincuenta mil años luz.

—Escuche. He estado consagrado a su servicio. En cierto sentido le amaba. Y amaba todo lo que él defendía. ¿Por qué me llegan esas visiones de él como un dictador? ¿Por qué he llegado a sentirme asustado de él? El no es así, sé que no lo es.

—Todo lo que ve es real —repitió Carvajal.

—¿Va a haber, pues, en este país una dictadura de Quinn?

Carvajal se encogió de hombros.

—Quizá. Muy probablemente. ¿Cómo voy yo a saberlo?

—¿Y yo? ¿Cómo puedo creer lo que veo?

Carvajal sonrió y tendió una de sus manos hacia mí, con la palma hacia arriba.

—Crea —me instó en el tono fastidiado y algo burlón de un viejo sacerdote mexicano que estuviese aconsejando a un jovencito atormentado que tuviese fe en la bondad de los ángeles y en la piedad de la Virgen—. Deseche sus dudas. Crea.

—No puedo. Son demasiadas contradicciones —dije, negando fieramente con la cabeza—. No sólo con respecto a las visiones acerca de Quinn. He estado viendo también mi propia muerte.

—Sí, era de esperar.

—Muchas veces. De muchas maneras distintas. Un accidente aéreo. Un suicidio. Un ataque al corazón. Ahogándome. Y más…

—Y lo encuentra extraño, ¿no?

—¿Extraño? Lo encuentro absurdo. ¿Cuál de esas muertes es la real?

—Todas ellas lo son.

—¡Eso es una locura!

—Lew, existen muchos niveles de realidad.

—No pueden ser todas reales. Eso contradice cuanto me ha venido usted contando acerca de un futuro fijo e inalterable.

—Hay un futuro que es el que debe ocurrir —dijo Carvajal—. Y hay otros muchos que no. En las primeras etapas de visión, la mente está como desenfocada y la realidad se ve contaminada por alucinaciones, el espíritu se ve bombardeado por datos externos y fuera de lugar.

—Pero…

—Quizá es que existen muchas líneas de tiempo —continuó Carvajal—. Una verdadera y otras muchas que no son sino líneas potenciales, abortivas; líneas que tienen su existencia sólo en las desdibujadas fronteras de la probabilidad. Algunas veces, las informaciones procedentes de estas líneas de tiempo se agolpan en la mente de uno si ésta resulta ya lo suficientemente abierta, lo suficientemente vulnerable. Yo también he experimentado cosas así.

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7

En español en el original. (N. del T.)