Выбрать главу

—Nunca me lo mencionó.

—No deseaba confundirle, Lew.

—Pero ¿qué debo hacer? ¿Hasta qué punto es válida la información que estoy recibiendo? ¿Cómo puedo distinguir las visiones reales de las imaginarias?

—Tenga paciencia. Las cosas se irán clarificando.

—¿Cuándo?

—Cuando se vea a sí mismo morir —respondió—. ¿Ha visto alguna vez la misma escena repetida.

—Sí.

—¿Cuál de ellas?

—He tenido cada una de las visiones al menos dos veces.

—Pero ¿no ha tenido ninguna más veces que las otras?

—Sí —dije—. La primera. La de mí mismo como un anciano en un hospital con un montón de complicados equipos médicos a mi alrededor. Es la que me viene con frecuencia.

—¿Con una intensidad especial?

Asentí con la cabeza.

—Confíe en ella —dijo Carvajal—. Las otras son imaginaciones. Muy pronto dejarán de molestarle. Las imaginarias van unidas a una sensación transitoria, como de fiebre. Sus contornos fluctúan y se desdibujan. Si las contempla atentamente, su mirada conseguirá taladrarlas y vislumbrar el vacío que hay tras ellas. Pronto se desvanecerán. Lew, hace ya treinta años que ese tipo de cosas dejaron de atormentarme.

—¿Y las visiones de Quinn? ¿Son también fantasmas salidos de alguna otra línea de tiempo? ¿He contribuido a dejar el país al arbitrio de un monstruo o estoy simplemente sufriendo pesadillas?

—No hay modo de que yo pueda responder a esa pregunta. No tendrá más remedio que esperar y ver qué ocurre; aprender a refinar su capacidad de visión, mirar nuevamente y sopesar las evidencias.

—¿No puede darme alguna sugerencia algo más exacta que ésa?

—No —dijo—. No es posible…

Entonces sonó el timbre de la puerta.

—Discúlpeme —dijo Carvajal.

Salió de la habitación. Cerré los ojos y dejé que el oleaje de algún desconocido mar tropical me fuese lavando el cerebro, que un tibio y salado baño borrase todas las memorias y todos los dolores, alisando las aristas y durezas. En ese momento percibí el pasado, el presente y el futuro como igualmente irreales, como mechones de niebla, desdibujados rayos de blanda luz, unas risas distantes, voces confusas pronunciando frases fragmentarias. En algún lugar estaba representándose una obra de teatro, pero yo no me encontraba ya sobre el escenario, ni tampoco entre el público. El tiempo quedó como en suspenso. Y, eventualmente, comencé quizá a ver. Creo que ante mí revolotearon los rasgos marcadamente serios de Quinn, bañados por deslumbrantes focos azules y verdes, y pude haber incluso visto al anciano en la cama del hospital y a los hombres armados avanzando por las calles; y tuve fugaces visiones de mundos más allá de los mundos, de imperios todavía nonatos, de la incansable danza de los continentes, de las indolentes criaturas que, al final de los tiempos, se arrastran sobre el gran planeta cercado por una costra de hielos. Entonces escuché voces que provenían del vestíbulo, a un hombre que gritaba, a Carvajal explicándose y negando pacientemente. Era algo relativo a drogas, a un doble juego, airadas acusaciones. ¿Cómo? ¿Cómo? Luché por salir de las nieblas que me rodeaban. Allí estaba Carvajal, junto a la puerta, enfrentándose a un individuo bajito, con el rostro lleno de pecas, enfebrecidos ojos azules y un descuidado pelo rojo como las llamas. El extraño empuñaba una pistola, una curiosa pistola antigua con el cañón negro-azulado, que agitaba excitadamente de un lado para otro. «El embarque, gritaba, ¿dónde está el embarque, qué estás intentando hacer?» Y Carvajal se encogía de hombros, sonreía, negaba con la cabeza y repetía una y otra vez, muy suavemente: «Se trata de un error, simplemente de un error». Carvajal parecía radiante. Era como si toda su vida hubiese ido siendo conducida y conformada para este momento de gracia, para esta especie de epifanía, para este diálogo confuso y divertido en el pasillo de su casa.

Di un paso hacia adelante, dispuesto a interpretar mi papel. Me inventé las frases que debía decir: Tranquilo, amigo, deje de agitar ese arma. Se ha equivocado de sitio. Aquí no hay drogas. Me ví a mí mismo avanzando confiadamente hacia aquel extraño, sin dejar de hablar: ¿Por qué no se tranquiliza, aparte el arma, telefonee a su jefe y aclare las cosas? Pues, de lo contrario, se encontrará usted con graves problemas, y… Todavía hablando, me inclinaría dominante hacia el pequeño pistolero con el rostro lleno de pecas, tomaría calmosamente el arma, se la arrancaría de la mano, le empujaría contraía pared…

Pero no era ése el texto. El verdadero texto me exigía que no hiciese nada. Lo sabía y no hice nada.

El pistolero me miró a mí, luego a Carvajal, a mí nuevamente. No había esperado que yo surgiera de la sala de estar y no estaba seguro de cómo debía reaccionar. Entonces sonaron unos golpecitos en la puerta de afuera. Se oyó la voz de un hombre en el descansillo preguntándole a Carvajal si tenía algún problema. Los ojos del pistolero arrojaron destellos de miedo y asombro. De un salto, se alejó de Carvajal, encogiéndose sobre sí mismo. De manera casual, casi incidental, sonó un disparo. Carvajal comenzó a caer, pero apoyándose en la pared. El pistolero pasó corriendo cerca de mí, en dirección a la sala de estar. Se detuvo allí, temblando, medio acurrucado. Disparó nuevamente. Un tercer disparo. Luego saltó rápidamente hacia la ventana. Oí el ruido de cristales al romperse. Había permanecido todo el tiempo de pie, inmovilizado, como congelado; pero ahora, finalmente, me puse en movimiento. Demasiado tarde; el intruso había salido por la ventana, bajado la escalera de incendios y desaparecido en la calle.

Me volví hacia Carvajal. Había caído y yacía muy cerca de la entrada a la sala de estar, inerte, en silencio, con los ojos abiertos, respirando todavía. La pechera de su camisa estaba manchada de sangre; a lo largo de su brazo izquierdo corría otro reguero de sangre; tenía además una tercera herida, extrañamente exacta y pequeña, en uno de los lados de su cabeza, justo al lado del pómulo. Corrí hacia él, le sostuve entre mis brazos y pude ver en sus ojos un extraño destello; me pareció que se reía hasta en el último momento, que emitía una casi imperceptible risita ahogada, pero puede que aquello no formase parte del guión, que hubiese sido introducido por mí, a modo de pequeña acotación teatral. Así pues, todo había acabado. ¡Qué tranquilo había estado! ¡Cómo lo había aceptado! ¡Qué alegría había mostrado al acabar de una vez! La escena tantas veces ensayada y finalmente representada.

44

Carvajal murió el 22 de abril del año 2000. Esto lo escribo a comienzos de diciembre, coincidiendo con el auténtico comienzo del siglo veintiuno y separado sólo por unas cuantas semanas del inicio del nuevo milenio. La llegada del milenio me encontrará en esta modesta casa de esta ciudad no especificada del norte de New Jersey, dirigiendo las actividades, todavía apenas iniciadas, del Centro de Procesos Estocásticos. Llevamos aquí desde el mes de agosto, cuando se abrirá el testamento de Carvajal y se verá que yo he sido designado como único heredero de todos sus millones.

Por supuesto que aquí, en el Centro, no nos entretenemos mucho con los procesos estocásticos. El nombre es intencionadamente engañoso; no actuamos estocásticamente, sino más bien postestocásticamente, pues dejamos atrás la manipulación de las probabilidades para adentrarnos en las certidumbres de la segunda visión. Pero consideré prudente no mostrarnos excesivamente ingenuos y abiertos a este respecto. Lo que estamos llevando a cabo es una especie de brujería, más o menos, y una de las grandes lecciones a extraer del recién finalizado siglo veinte, es la de que si deseas practicar la brujería lo mejor que puedes hacer es practicar bajo otro nombre. El término estocástico posee una agradable resonancia pseudocientífica, que proporciona el disfraz adecuado, pues evoca la imagen de pelotones de pálidos investigadores jóvenes introduciendo datos en gigantescos ordenadores.