Para despedir a Bretón, Diego y Frida prepararon una fiesta surrealista. Aunque el ánimo de los Trotski andaba muy alejado de lo festivo, trataron de no empañarles la alegría a los otros. Frida le diseñó a Bretón la sotana de Sumo Pontífice del Surrealismo, adornada con relojes de Dalí, peces de Masson y colores de Miró, y lo cubrió con un sombrero de Magritte. Varios de los invitados leyeron poemas surrealistas y Diego brindó con mezcal, según él, el más surrealista de los licores.
Liev Davídovich trató de llenar el vacío que le había dejado un interlocutor extraordinario concentrándose en la escritura de las resoluciones y el Proyecto de Programa de la IV Internacional, cuando le llegó desde el sur de Francia una carta alarmante. La firmaba nada más y nada menos que Klement, quien le comunicaba su ruptura política en unos términos agresivos, llenos de ofensas. De inmediato el exiliado había tenido un terrible presentimiento, pues estaba convencido de que aquellas palabras no habían sido escritas por su colaborador, a menos que lo hubiera hecho bajo presión. Pero una semana más tarde sus peores presagios se cumplieron de manera espeluznante cuando en las márgenes del Sena fue hallado el cadáver descuartizado de Klement.
Aún bajo los efectos psicológicos del asesinato de Klement, se celebró en la villa de los Rosmer, en Périgny, la Asamblea Constituyente de la IV Internacional. A pesar de que la reunión no se acercaba a lo que Liev Davídovich hubiera deseado, lo importante en aquel momento era que ya existiese la Internacional. Tras las muertes de Liova y Klement, la Constituyente había sido presidida por su viejo colaborador Max Shachtman, pero apenas había reunido a unos cuarenta delegados. La sección rusa, como ya se había decidido, estuvo representada por el casi desconocido Étienne.
Aunque Liev Davídovich no se atreviera a confesárselo siquiera a Natalia, sabía que aquel acto significaba, si acaso, un grito en la oscuridad. Los tiempos que corrían no eran especialmente propicios para asociaciones obreras y marxistas ajenas al estalinismo, y para comprobarlo bastaba con echar una mirada al mundo: dentro de la URSS apenas le quedaban seguidores, todos encarcelados; en Europa imperaban las defecciones y divisiones al estilo Molinier o los aplastamientos masivos de socialistas y comunistas, como en Alemania e Italia; en Asia los obreros iban de fracaso en fracaso. Solo en Estados Unidos el movimiento trotskista había crecido con el Partido Socialista Obrero y gracias a líderes como Shachtman y los dos James, Cannon y Burnham. Mientras, los partidos comunistas, en una de sus habituales genuflexiones ante las exigencias de Moscú, habían sido amordazados por la política de los frentes populares y en Estados Unidos se había plegado incluso a la política de New Deal de Roosevelt… Pero si hay una guerra, habrá una sacudida revolucionaria, escribió. Y ahí estaría la IV Internacional para demostrar que era algo más que la ficción de un empecinado que se niega a darse por vencido, soñó y también lo escribió.
Sus predicciones sobre la inminencia de la guerra le parecieron más certeras cuando Hitler le mostró al mundo la longitud de sus cuchillos. Después de reunirse con Chamberlain, el Führer había forzado una conferencia en Munich, el 22 de septiembre, y había impuesto sus condiciones a las potencias europeas: o le daban un pedazo de Checoslovaquia o se lanzaba a la guerra. Como era de esperar, las «potencias» sacrificaron a Checoslovaquia y Liev Davídovich pudo ver en el horizonte, con más claridad que nunca, la llegada del previsible acuerdo entre Hitler y Stalin por el cual los dos dictadores habían trabajado en secreto (y no tanto) en los últimos años. De momento, escribió, debían de haber acordado una repartición de Europa: Hitler aspiraba a la supremacía aria y a convertir el este del continente en su campo de esclavos; Stalin soñaba con tener un imperio mayor que el que jamás tuvo ninguno de los zares. El choque de esas ambiciones sería la guerra.
Fue por esas fechas cuando el exiliado recibió una carta, esta vez franqueada en Nueva York, que le provocaría una persistente inquietud. Su autor se presentaba como un anciano judío norteamericano, de origen polaco, que, sin ser un practicante de su fe política, había seguido su historia de revolucionario y de marginado. Le explicaba que había conocido las noticias que ahora le transmitía a través de un pariente ucraniano, ex miembro de la GPU, que unas pocas semanas atrás había desertado y pedido asilo en Japón y le había pedido encarecidamente que se comunicara con Trotski. Por su seguridad, aquélla sería la única carta que le enviaría y esperaba le fuese útil, decía.
Aunque todo aquel prólogo se le antojó poco creíble, lo que después contaba la carta tenía el olor intenso de la verdad. La misiva giraba en torno a la existencia de un agente soviético, sembrado en París, cuyo nombre para la inteligencia era Cupido. Aquel hombre había llegado a desempeñar un importante papel dentro de los círculos trots-kistas franceses gracias a la infinita ingenuidad de sus seguidores, quienes incluso le habían permitido el acceso a documentos secretos. Mientras, Cupido mantenía todo el tiempo su comunicación con un agente operativo de la Embajada soviética y colaboraba con la supuesta Sociedad de Repatriación de Emigrados, una tapadera de la NKVD, vinculada con la muerte de Reiss y quizás de Klement. Al ex agente refugiado en Japón no le constaba, pero por la cercanía de Cupido a la cúpula trotskista, pensaba que éste debía de haber estado relacionado más o menos directamente con la muerte de Liev Sedov. Lo que sí sabía con seguridad era que su misión, además del espionaje, consistiría, si las condiciones se lo permitían, en acercarse a Trotski y cumplir la orden de asesinarlo que, estaba seguro, ya había dado el Kremlin luego del proceso de marzo contra Bujarin, Yagoda y Rakovsky. El ex agente, sin embargo, había logrado saber que Cupido era solo uno de los candidatos a acercarse a él, pues existían otros varios asesinos potenciales.
El viejo judío cerraba su carta con una reveladora historia que le había contado su pariente, quien decía haber estado presente en los interrogatorios a que sometieron a Yakov Blumkin tras su paso por Prínkipo. La verdad sobre la detención de Blumkin era que su esposa, también agente de la GPU, había sido quien le delatara y lo acusara, no solo de haber contactado con el desterrado, sino, incluso, de haberle entregado cierta cantidad de dinero tomado de la venta de los manuscritos antiguos que Blumkin había hecho en Turquía. El rumor de que Karl Rádek había sido su delator fue otra maniobra de la Lubyanka para demoler el prestigio de Rádek, haciéndolo aparecer también como soplón. En todo aquel proceso, aseguraba el ex agente, Blumkin se había portado con una entereza y dignidad que, en trances similares, él había visto en muy pocos hombres. A pesar de las brutales sesiones de tortura, Blumkin había rechazado firmar ningún tipo de confesión, y el día en que lo ejecutaron, se había negado a arrodillarse.
Leída y releída la carta, consultada con los secretarios y con Natalia, coincidieron en que solo había dos opciones para interpretar aquel documento: o se hallaban ante una provocación de la GPU, de la que no conseguían entrever un objetivo claro, o se lo había enviado alguien que conocía muy bien los propósitos de la policía secreta y que, al revelarle la presencia de un agente en París, estaba señalando con un dedo a la figura precisa de Etienne. Aunque les costó admitir que a Liova se le hubiera podido colar en la cama un enemigo (a él le habían introducido a los Sobolevicius, recordó Liev Davídovich), la sola idea de que Etienne fuese en realidad un hombre de Stalin le producía náuseas. Por eso, en su fuero más interno, Liev Davídovich deseaba que la carta resultase una insidia de la nueva NKVD. Sin embargo, tras la cortina de humo que levantaba el remitente, él podía respirar un aliento de verdad, y lo que más le hacía pensar en la autenticidad de la información era el relato de la detención de Blumkin, pues hasta que llegó la carta ni siquiera Natalia había sabido jamás de aquel dinero que le entregó el joven: pero lo que más le llevaba a creer en lo que decía la carta era la certeza de que, después del último juicio-espectáculo, Stalin lo necesitaba mucho menos como soporte de sus acusaciones y, en consecuencia, su tiempo en la Tierra había comenzado su definitiva cuenta atrás.