– Mi nombre es Jacques Mornard, pero viajo como Frank Jacson. Soy desertor del ejército belga y no sé cuándo podré volver a mi país. No estoy dispuesto a pelear por lo que los políticos no supieron resolver en su momento.
– Es un punto de vista… -Otto hizo una pausa-. ¿Mornard, Jacson?
– Si no es policía de inmigración, como más le guste.
– Pues Jacson -Otto sonrió y le extendió la mano-. Cuide mucho a la pequeña Sylvia. A ella y a sus hermanas todos acá las queremos mucho.
– No se preocupen -dijo y, tras abrirle la portezuela a Sylvia, rodeó el auto evitando el lodo y ocupó su puesto tras el timón.
– Linda máquina -comentó Otto, desde la ventanilla de Sylvia.
– Y muy segura. Como tengo que viajar por todo el país…
Schüssler palmeó suavemente el techo y Jacques puso el coche en marcha.
– ¿Me aprobarán para ser tu novio?
Sylvia miró al frente, con las mejillas encendidas de rubor.
– No pude evitarlo, querido. No es paranoia de los guardaespaldas. Están esperando algo. El ambiente se ha caldeado mucho. Entiende, por favor.
– Lo entiendo. Un complot estalinista -dijo y sonrió-. ¿Y qué tal tu jefe?
– No es mi jefe… Y está bien, trabajando mucho. Quiere terminar cuanto antes la biografía de Stalin.
– ¿Trotski escribiendo una biografía de Stalin? -el asombro provocó que Jacques aminorara la marcha.
– Es el único que puede decir la verdad sobre ese monstruo. Los demás están muertos o son sus cómplices.
Jacques movió la cabeza, como si negara algo recóndito, y aceleró.
– Me muero de hambre. ¿Qué te gustaría comer?
– Pescado blanco de Pátzcuaro -dijo ella, como si ya lo hubiese pensado.
– ¿Dónde lo has probado?
– Me acabo de enterar de que es uno de los platos preferidos de Liev Davídovich.
– Sé de un lugar donde lo preparan… Vamos a ver si tu jefe tiene buen gusto.
– Eres un sol -dijo Sylvia y movió su mano izquierda hacia la entrepierna de Jacques Mornard. Al parecer, la cercanía de su admirado Liev Davídovich le despertaba todos los apetitos.
Tom y Caridad se habían vuelto a esfumar. Unos días antes, en el departamento de Shirley Court, Tom le había advertido a Jacques que en algún momento saldría de México a recibir órdenes, quizás definitivas. Mientras durase su ausencia, el joven solo tendría una misión: acercarse, con la más despreocupada actitud, a la casa del Pato y hacerse familiar a sus vigilantes. En ningún caso debía pedirle a Sylvia que lo introdujera en la fortaleza, pero si lo invitaban, no debía negarse. Si además tenía la ocasión de encontrarse con el exiliado, se mostraría respetuoso y admirado, pero en dosis más bien bajas, si acaso un poco tímido. En su mente debía fotografiar el territorio y empezar a planificar cómo se podría salir de allí en caso de que le correspondiera actuar a él o a cualquier otro encargado de cumplir la misión: la fuga era tan importante como la acción, insistió Tom. La eventual entrada debía ganársela a base de confianza en la evidencia de que un tipo como él nunca sería una amenaza para nadie.
Jacques tuvo un atisbo de que su destino estaba ligado al del renegado cuando Sylvia fue requerida por su ídolo para que lo ayudara en su trabajo por dos o tres semanas. Mademoiselle Yanovitch, encargada de transcribir las grabaciones de los artículos que el exiliado dictaba en ruso, había caído enferma y la presencia en México de Sylvia, que disponía de tiempo, fue como una bendición. Jacques, que tenía unos días de poca actividad, pues el señor Lubeck se hallaba en Estados Unidos realizando importantes transacciones, se brindó a llevarla cada mañana hasta la casa de la avenida Viena y volver en la tarde a recogerla. Mientras ella ayudaba a su «jefe», él estaría poniendo al día papeles y correspondencia en la oficina alquilada en el edificio Ermita. El único problema era que si Sylvia terminaba temprano, debía esperarlo, pues la ineficiencia mexicana había impedido que Jacques contara con el teléfono solicitado dos meses antes.
A lo largo del mes de febrero, tres o cuatro días a la semana la pareja se presentó frente a la casa del exiliado y Jacques, sin bajar del auto, tocaba un par de veces la bocina para anunciar la llegada de Sylvia, a la que de inmediato le franqueaban la puerta. En las tardes, cuando él volvía, rara vez Sylvia lo esperaba fuera y por ello debía aparcar el coche y fumarse un cigarrillo mientras la muchacha terminaba sus labores. Si en los primeros días Jacques Mornard fumaba sin mirar demasiado hacia la casa fortificada, su presencia despreocupada y ya habitual fue quebrando la distancia entre los vigilantes y aquel joven, siempre vestido con elegancia, al que entre los guardianes llamaban «el marido de Sylvia» o Jacson. Otto Schüssler, amante de los automóviles, fue quien volvió a romper el hielo y, siempre que podía, salía a la calle y conversaba con él, pues el belga resultó ser casi un experto en autos de carreras. Más de una vez Sylvia, ya sentada en el Buick, tuvo que esperar a que Jacques, Otto y hasta algunos de los guardias que cubrían la torre, terminaran una conversación sobre motores, embragues y sistemas de frenos.
Una de las primeras tardes en que se enfrascaron en esas charlas, Jacques se había vuelto al escuchar unos ladridos jubilosos. Descubrió al adolescente (el nieto del renegado, Sieva Vólkov, lo reconoció de inmediato) que salía a la calle acompañado por un perro de raza indefinida que caracoleaba a su alrededor. La imagen del perro y el muchacho lo turbó por un momento y, olvidado del diálogo con Schüssler, dio un par de pasos hacia la casa y silbó al animal, que lo observó con las orejas en escuadra. Jacques chasqueó los dedos hacia el perro, que, indeciso, miró al adolescente. Sieva entonces lo palmeó en el cuello y dio dos pasos hacia el marido de Sylvia, que se acuclilló para acariciar al animal.
Jacques Mornard palpó satisfecho la textura de la pelambre lacia y rojiza con la yema de sus dedos. Se dejó lamer las manos y, en voz inaudible para los demás, le dijo en francés algunas palabras de cariño. Por unos instantes estuvo desconectado del mundo, en un recodo del tiempo y del espacio en el que apenas estaban él, el perro y unas nostalgias que creía sepultadas. Cuando recuperó su dimensión, todavía acuclillado, levantó la vista hacia Sieva y le preguntó cómo se llamaba la mascota.
– Azteca -dijo el muchacho.
– Es precioso -admitió Mornard-. Y es tuyo, ¿verdad?
– Sí, lo traje cuando era un cachorro.
– Cuando era niño, tuve dos. Adán y Eva. Unos labradores.
– Azteca es un mestizo. Pero mi abuelo siempre tuvo galgos rusos.
– ¿Tenía borzois? -la pregunta estaba cargada de admiración-. Son los lebreles más bonitos del mundo. Yo hubiera dado cualquier cosa por tener uno.
– El último que tuvo se llamabaMaya. Yo la conocí.
– ¿Y vas a dar un paseo conAzteca?, -preguntó, mientras acariciaba las orejas del extasiado animal.
– Vamos al río…
Jacques se puso de pie y sonrió.
– Disculpa, no me he presentado. Soy Jacson, el novio de Sylvia. -Yo soy Sieva -dijo el muchacho.
– Diviértete, Sieva… Adiós,Azteca -dijo y el perro movió la cola.
– Le caíste bien -dijo Sieva, sonriente, y se dirigió hacia la bocacalle cercana. En ese instante Jacques Mornard pudo palpar en la atmósfera cómo la puerta blindada de la fortaleza empezaba a derretirse ante él. Cada vez tenía más amigos detrás de aquellos muros.
Una tarde de finales de febrero, cuando dobló por Morelos hacia Viena, observó que Sylvia lo esperaba junto a la puerta de la casa, acompañada por una pareja que de inmediato reconoció gracias a las fotografías tantas veces estudiadas. Como siempre hacía, detuvo el auto al otro lado de la calle, bajó, besó a Sylvia y ésta le presentó a Alfred y Marguerite Rosmer, recordándole que año y medio atrás, cuando la había llevado a Périgny para la reunión fundacional de la IV Internacional, había estado frente a la casa de la pareja.