Выбрать главу

Si en otros tiempos se había ido del mismísimo Kremlin, ¿cómo no largarse ahora de la Casa Azul? Si se marchaba y se iban a un sitio poco protegido, su vida peligraría, lo cual no le importaba demasiado, pero Van Heijenoort le había recordado que también ponía en riesgo la vida de Natalia. Liev Davídovich tuvo que bajar la cabeza, aunque hizo pública su ruptura con Rivera y su desacuerdo con el viraje político del pintor, urgido de que no se le vinculase con aquel desatino que atacaba directamente al general Cárdenas con quien el asilado se sentía tan comprometido.

A principios de año Liev Davídovich había escrito a Frida, que seguía por Nueva York, con la esperanza de que ella fuese capaz de aliviar la crisis, pero nunca recibió respuesta. Mientras, Rivera, que ahora se declaraba almazanista, anunciaba su ruptura con el trotskismo por considerarlo una ideología aventurerista -¿necesitaba repetir las consignas moscovitas si se decía antiestalinista?- que le hacía el juego a los fascistas en contra de la URSS.

Jean y los demás secretarios intensificaron la búsqueda de un sitio seguro y al fin optaron por alquilar una casa de ladrillos, con un amplio patio sombreado, en la cercana avenida Viena, una calle polvorienta, donde había unas pocas chozas. La casa tenía las ventajas de poseer muros altos y resultar inaccesible por el fondo, donde corría el río Churubusco. Pero la construcción llevaba diez años abandonada, y exigiría mucho trabajo hacerla habitable. Ya decididos por esa opción, él había tratado de ofrecerle a Diego una renta por los meses que demoraría la recuperación de la casa, pero el pintor ni siquiera lo recibió, dispuesto a hacer patente su intención de humillarle. La tensión cobró entonces un nivel tal que Van Heijenoort le confesó a Liev Davídovich que incluso temía una acción violenta y desproporcionada por parte de Rivera.

Aquella crisis apenas le había permitido seguir con la cercanía deseada los acontecimientos que ocurrían fuera de la Casa Azul. A duras penas había podido concentrarse en la reorganización de la sección norteamericana, minada de caudillismo, o conversar con Josep Nadal sobre la gravedad de los acontecimientos españoles tras iniciarse la ofensiva franquista hacia Cataluña, el último reducto republicano, además de Madrid. En México, mientras tanto, los ataques contra su presencia entraban en una peligrosa espiral, y al tiempo que Hernán Laborde, el secretario del Partido Comunista, exigía al gobierno su expulsión con amenazas de ruptura política, la derecha había teñido sus protestas de un antisemitismo oscuro y fascista. Liev Davídovich vivía envuelto en la sensación de que el cerco se estrechaba: los puñales y revólveres estaban cada vez más próximos a su encanecida cabeza.

La rehabilitación de la casa estaba resultando más compleja de lo que estimaron: Natalia había ordenado alzar aún más los muros, construir torres de vigilancia, recubrir con planchas de acero las entradas, instalar un sistema de alarma. En algún momento él le había preguntado si le estaban preparando una casa o un sarcófago.

Como permanecía casi todo el día encerrado en su habitación de la Casa Azul, Liev Davídovich había aprovechado su tiempo y había escrito un análisis sobre el fin previsible de la guerra civil española y la derrota de un movimiento revolucionario que, quizás, hubiera podido retrasar y hasta evitar la conflagración europea. Nadal le había contado que, en los últimos meses del año anterior, el gobierno español había reclamado más armas a sus aliados, en un intento desesperado por salvar la República. Los soviéticos, efectivamente, hicieron un envío a través de Francia, pero París se negó a permitir el tráfico del armamento por sus fronteras y aquel fracaso había sido definitivo: los soviéticos, o bien cansados de una guerra sin futuro, o bien decididos a cortar de raíz su compromiso, desistieron del intento y desde ese momento España quedó a la deriva, pues, mientras los fascistas volcaban su potencia militar sobre el suelo español, Stalin desplazaba la mirada y comenzaba a preocuparse por lo que siempre había sido su verdadero interés: sus vecinos de la Europa del Este.

Después de muchos meses sin información alguna sobre Seriozha, un periodista norteamericano, recién llegado a Nueva York tras una estancia en Moscú, les había escrito contándoles que un colega suyo había logrado entrevistarse con un preso recién liberado por el nuevo jefe de la NKVD, Laurenti Beria. El ex confinado le narró que unos meses atrás había visto con vida a Serguéi Sedov y que otro detenido le había dicho que Seriozha se encontraba en el campo de Vorkutá en 1936, durante la huelga de los trotskistas, donde había estado a punto de morir de hambre; pero en 1937 lo habían trasladado a la tenebrosa cárcel de Butirki, en Moscú, donde lo habían torturado para que entregara una confesión contra su padre, y que había sido de los pocos prisioneros que resistieron sin flaquear. El preso anónimo decía haberlo conocido en un campo del Subártico, donde los otros confinados hablaban de Serguéi Sedov como de un indomable.

Natalia y Liev Davídovich habían creído a pie juntillas la noticia, aun cuando más de una vez pensaran que probablemente todo fuera un malentendido, pues difícilmente su hijo hubiera podido salir con vida de Vorkutá o de Butirki, sitios peores que el sexto círculo del infierno. Pero no podían evitar sentirse orgullosos cuando oían siempre la misma versión sobre la actitud de Seriozha, que parecía ser lo único de lo cual no existían dudas: había resistido los interrogatorios sin firmar confesiones contra su padre. Y se consolaban pensando que si Stalin se había cebado con su vida inocente, Seriozha lo había vencido con su silencio.

Un nuevo congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, celebrado a principios de año, le había dejado a Liev Davídovich varias certezas. En el plano internacional, le había hecho más evidente la voluntad de Stalin de buscar una alianza con Hitler; en el plano nacional, la cínica pretensión de realizar otro borrón histórico y endilgarle los excesos de las purgas a los defenestrados jefes de la GPU. Para indignación de unos pocos y para confirmación popular de sus buenas intenciones, el Gran Capitán había criticado a los ejecutores de la purga, pues había estado acompañada, eran sus palabras, de «más errores de los esperados». Entonces, ¿todo habría ido bien si solo se hubieran cometido los errores esperados? ¿A cuántos se podía fusilar por equivocación? Lo más alarmante era que ya nadie de los que en el mundo reconocían la honestidad de Stalin parecía recordar que unos meses antes el montañés había enviado una pomposa felicitación a Yézhov y los jefes de la NKVD: sólo parecía importarles que el Genio hubiese advertido sobre la existencia de «deficiencias» en la operación, tales como los «procedimientos simplificados de investigación» y la falta de testigos y pruebas. ¿Y dónde había estado Stalin mientras aquello ocurría?, el exiliado le había preguntado a un mundo que, tampoco esa vez, le había respondido.

En realidad, la más dramática de las certezas históricas que le había revelado el Congreso fue constatar que el Secretario General por fin había llegado a donde deseaba en su ascenso hacia el cielo del poder. El terror de aquellos últimos años le había permitido sacar de la escena, de una forma u otra, a dieciocho de los veintisiete miembros del Politburó elegidos en el último congreso que presidió Lenin, y dejar con cabeza apenas al veinte por ciento de los miembros del Comité Central elegidos en 1934, cuando la situación, por última vez, estuvo a punto de írsele de las manos. Stalin había demostrado ser un verdadero genio de la componenda: su exitosa eliminación de cualquier oposición dentro del Partido (apoyándose en el acuerdo sobre la ilegalidad de las facciones promovido por Lenin) se convirtió en su arma política más eficaz para esfumar la democracia y, después, instaurar el terror y llevar a cabo las purgas que le daban el poder absoluto. Tal vez el primer error del bolchevismo, debió de pensar Liev Davídovich, fue la radical eliminación de las tendencias políticas que se le oponían: cuando esa política pasó del exterior de la sociedad al interior del Partido, el fin de la utopía había comenzado. Si se hubiera permitido la libertad de expresión en la sociedad y dentro del Partido, el terror no hubiera podido implantarse. Por eso Stalin había emprendido la depuración política e intelectual, de manera que todo quedara bajo el control de un Estado devorado por el Partido, de un Partido devorado por el Secretario Generaclass="underline" exactamente como Liev Davídovich, antes de la abortada revolución de 1905, le predijo a Lenin que ocurriría.