Mientras avanzaba el verano de 1939, Liev Davídovich se reafirmaba en la certeza de que el inicio de la guerra en Europa era cuestión de días. El ambiente, también en su entorno más cercano, se caldeaba y aceptó la sugerencia de secretarios y amigos de poner mayor cautela en sus movimientos: la animosidad de los estalinistas locales crecía, y aquella atmósfera estaba destinada a preparar el terreno para acciones mayores. Durante el último año, las manifestaciones que pedían su salida de México se habían convertido en una campaña en la que ahora exigían su cabeza. En mítines como el recién celebrado en la Arena México, se habían presentado incluso oradores no mexicanos y la bola de fuego había tomado proporciones tenebrosas. El sabía que si comenzaba la guerra, Stalin haría lo indecible por liquidarlo, pues, aun desde su confinamiento, él era la única bandera capaz de desafiarlo y no correría el riesgo de que Liev Davídovich pudiera regresar a territorio soviético y organizar una oposición a su sistema.
Por ello, imponiéndose a sus opiniones, Natalia había continuado las labores de fortificación de la casa y decidido reducir las visitas de periodistas, profesores y simpatizantes que con frecuencia le pedían un encuentro. El número de hombres que lo protegían aumentó, aunque confrontaban el problema de que aquellos jóvenes acudían a México por unos meses y, precisamente cuando estaban preparados para su misión, debían volver a sus países. El resultado de aquella paranoia colectiva fue que volvió a vivir prácticamente enclaustrado, y su marginación se le hacía especialmente dolorosa en aquellos días de verano, los más amables para el paseo y la pesca. Decidido a procurar una distracción a sus muchas horas de trabajo, tuvo entonces la idea de criar conejos y gallinas, y comenzó a pedir libros sobre el tema: si iba a intentarlo, lo haría científicamente.
Lo que más preocupaba a Natalia Sedova, en verdad, era que la salud de su esposo, tan quebradiza en los últimos años, sufría el rigor de una altura que le provocaba un permanente estado de alta tensión sanguínea. Sus digestiones seguían siendo difíciles, y solo una alimentación ligera, a horas fijas, lo salvaba de males mayores. Definitivamente, la vida de paria llevada durante años le pasaba factura y, al borde de los sesenta, el propio Liev Davídovich debía admitir que se había convertido en un viejo, al punto de que muchas personas le llamaban precisamente así, el viejo Trotski, o simplemente, «el Viejo»…
Cuando Liev Davídovich escribía sobre la cercanía de la guerra no podía dejar de advertir que la URSS de aquellos días quizás resultaría una víctima fácil para la aviación y los tanques alemanes. Stalin (que lo acusaba de oportunista y traidor cuando publicaba esos análisis) había debilitado hasta tal punto la potencia militar del país que, lo sabían todos, solo un milagro podría salvarlo. Y ese milagro, nadie podía decirlo mejor que Liev Davídovich, era el soldado soviético, cuya capacidad de sacrificio no tenía igual en el mundo. Pero el precio que se pagaría sería el de muchas vidas que pudieron haberse salvado. ¿Qué necesitaba Stalin para resistir un ataque alemán? Ante todo, tiempo, escribió. Tiempo para reforzar las fronteras y para rehacer un ejército descabezado. Y también necesitaba que la Europa occidental resistiese el embate fascista, al menos por ese lapso que precisaba Stalin. Por ello, cuando el 23 de agosto de 1939 se difundió la noticia, Liev Davídovich apenas se sorprendió, aunque sintió un profundo asco. Las emisoras de radio, los periódicos del mundo, de izquierdas o de derechas, comunistas o fascistas, grandes o pequeños, todos tenían ese día el mismo titular: la Unión Soviética y la Alemania nazi habían firmado un Pacto de No Agresión, un pacto de entendimiento…
La reacción a la noticia de que Von Ribbentrop y Molotov, como ministros de Exteriores, habían alcanzado un acuerdo, del que, obviamente, solo se había hecho pública una parte, asombró a más gentes en el mundo de lo que Liev Davídovich hubiera imaginado. La consumación de un tratado que dejaba a Hitler las manos libres para lanzarse sobre Occidente resultaba incomprensible para las mentes de buena y hasta de mala voluntad que, a pesar del terror y los procesos criminales, habían seguido defendiendo a Stalin como el Gran Conductor de la clase obrera. Por eso el exiliado se atrevió a predecir que por los siglos aquella fecha iba a ser recordada como una de las más extraordinarias traiciones a la fe y la credulidad del hombre.
Liev Davídovich sabía que Stalin pronto argumentaría que la defensa de la URSS era prioritaria, y que si Occidente había dado vía libre al expansionismo alemán con el Pacto de Munich, el país tenía derecho a evitar una guerra con Alemania. Y llevaría parte de razón. Pero el rastro fangoso de la humillación ya nunca podría borrarse, escribió; ver que el radical antifascismo de la URSS no era tal provocaría un desengaño masivo, y la inocencia de millones de creyentes, cuya fe había resistido todas las pruebas, tal vez se perdería para siempre. Pero los obreros y militantes desmoralizados quizás tuvieran en breve la oportunidad de convertir la vergüenza en un impulso para alcanzar la revolución pospuesta. Se acercaban días de dolor, pero tal vez también tiempos de gloria para una nueva generación de bolcheviques, armados con la amarga experiencia vivida, dentro y fuera de la Unión Soviética, concluyó.
Menos de diez días después, cuando la Wehrmacht invadió Polonia, Liev Davídovich notó que los alemanes parecían penetrar con demasiada cautela en territorio polaco, como si sus tanques avanzaran con el freno echado. Pero cuando dos semanas más tarde las tropas soviéticas entraron en Polonia, el exiliado entendió las proporciones del pacto. Los dos dictadores, como lo suponía, extendían su mano sobre la otra vez sacrificada Polonia. Lo curioso fue que las potencias occidentales que habían declarado la guerra a los nazis aceptasen, sin grandes protestas, que Stalin hiciera lo mismo que Hitler. La hipocresía de la política, pensó, puede desbordar los pozos más profundos.
En aquel instante, Liev Davídovich era un hombre con el alma angustiosamente dividida. Algún día, se dijo, se reconocerá que fueron los errores de los revolucionarios, más que los empeños de los imperialismos, los que retrasaron los grandes cambios de la sociedad humana, pero, aun con aquella convicción y después de tantas infamias, bajezas políticas y crímenes de todo tipo, él seguía creyendo que la defensa de la URSS contra el fascismo y el imperialismo constituía el gran deber de los trabajadores del mundo. Porque Stalin no era la URSS, ni el representante del verdadero sueño soviético.
Le avergonzaba, por lo que significaba para el ideal socialista, saber que, tras invadir Polonia, Stalin imponía allí el orden soviético con la misma furia con que Hitler exportaba la ideología fascista. Aquella burda exportación del modelo soviético a Polonia y la Ucrania occidental traería la desmoralización de los obreros europeos al ver el oportunismo político del estalinismo. Por su parte, los habitantes de aquellas regiones invadidas, víctimas históricas de los imperios rusos y germanos, seguramente ya se habrían preguntado qué diferencia existía entre un invasor y otro, y a Liev Davídovich no le extrañaría que, muy pronto, muchos de aquellos pueblos llegasen a considerar a los nazis sus libertadores del yugo estalinista.
Aun así, Liev Davídovich sentía como un peso abrumador la contradicción de no saber hasta qué punto resultaba posible oponerse al estalinismo sin dejar de defender a la URSS. Le atormentaba no poder discernir del todo si la burocracia era ya una nueva clase, incubada por la revolución, o solo la excrecencia que siempre había pensado. Necesitaba convencerse a sí mismo de que todavía resultaba posible marcar una distancia cualitativa entre fascismo y estalinismo para tratar de demostrarles a todos los hombres sinceros, anonadados por los golpes bajos de la burocracia termidoriana, que la URSS conservaba la esencia última de la revolución y esa esencia era la que debía defenderse y preservarse. Pero si, como decían algunos, vencidos por las evidencias, la clase obrera había mostrado con la experiencia rusa su incapacidad para gobernarse a sí misma, entonces habría que admitir que la concepción marxista de la sociedad y del socialismo estaba errada. Y aquella posibilidad lo colocaba frente al meollo terrible de la cuestión: ¿era el marxismo apenas una «ideología» más, una forma de falsa conciencia que llevaba a las clases oprimidas y a sus partidos a creer que luchaban por sus propios fines cuando en realidad estaban beneficiando los intereses de una nueva clase gobernante?… El solo hecho de pensarlo le producía un intenso dolor: la victoria de Stalin y su régimen se alzarían como el triunfo de la realidad sobre la ilusión filosófica y como un acto inevitable del estancamiento histórico. Muchos, él mismo, se verían obligados a reconocer que el estalinismo no tenía sus raíces en el atraso de Rusia ni en el hostil ambiente imperialista, como se había dicho, sino en la incapacidad del proletariado para convertirse en clase gobernante. Habría que admitir también que la URSS no había sido más que la precursora de un nuevo sistema de explotación y que su estructura política tenía que engendrar, inevitablemente, una nueva dictadura, si acaso adornada con otra retórica…