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Aunque todavía no había comenzado a acompañar a Ana a la iglesia, Dany, Frank y los otros pocos amigos que veía, me decían que yo parecía estar trabajando para mi candidatura a la beatificación y para mi incorpóreo ascenso a los cielos. Lo cierto era que leyendo y escribiendo sobre cómo se había pervertido la mayor utopía que alguna vez los hombres tuvieron al alcance de sus manos, zambulléndome en las catacumbas de una historia que más parecía un castigo divino que obra de hombres borrachos de poder, ansias de control y pretensiones de trascendencia histórica, había aprendido que la verdadera grandeza humana está en la práctica de la bondad sin condiciones, en la capacidad de dar a los que nada tienen, pero no lo que nos sobra, sino una parte de lo poco que tenemos. Dar hasta que duela, y no hacer política ni pretender preeminencias con ese acto, y mucho menos practicar la engañosa filosofía de obligar a los demás a que acepten nuestros conceptos del bien y de la verdad porque (creemos) son los únicos posibles y porque, además, deben estarnos agradecidos por lo que les dimos, aun cuando ellos no lo pidieran. Y aunque sabía que mi cosmogonía resultaba del todo impracticable (¿y qué carajo hacemos con la economía, el dinero, la propiedad, para que todo esto funcione?, ¿y qué coño con los espíritus predestinados y los hijos de puta de nacimiento?), me satisfacía pensar que tal vez algún día el ser humano podía cultivar esta filosofía, que me parecía tan elemental, sin sufrir los dolores de un parto ni los traumas de la obligatoriedad: por pura y libre elección, por necesidad ética de ser solidarios y democráticos. Pajas mentales mías…

Por eso, en silencio y también con dolor, me fui dejando arrastrar hacia la escritura, aunque sin saber si alguna vez me atrevería a mostrar lo escrito, o a buscarle un destino mayor, pues esas opciones no me interesaban demasiado. Solo estaba convencido de que aquel ejercicio de rescate de una memoria escamoteada tenía mucho que ver con mi responsabilidad ante la vida, mejor dicho, ante mi vida: si el destino me había hecho depositario de una historia cruel y ejemplar, mi deber como ser humano era preservarla, sustraerla del maremoto de los olvidos.

La necesidad acumulada de compartir la costra de aquella historia que me perseguía, junto a la revulsión de recuerdos y culpas que me provocaría la visita que hicimos a Cojímar, fueron las razones por las cuales decidí contarle también a mi amigo Daniel los detalles de mi relación con el resbaloso individuo al que yo había bautizado como «el hombre que amaba a los perros».

Todo se precipitó una tarde del verano de 1994, justo cuando tocábamos fondo y parecía que a la crisis solo le faltaba masticarnos un par de veces más para tragarnos. No resultó fácil, pero ese día saqué a Dany del pozo de la desidia y nos fuimos hasta Cojímar en nuestras bicicletas, dispuestos a presenciar el espectáculo del momento, lo nunca visto: la salida masiva, en las embarcaciones menos imaginables y a la luz del día, de cientos, miles de hombres, mujeres y niños que aprovechaban la apertura de fronteras decretada por el gobierno para lanzarse al mar en cualquier objeto flotante, cargando con su desesperación, su cansancio y su hambre, en busca de otros horizontes.

La implantación, desde hacía tres, cuatro años, de apagones de ocho y hasta doce horas diarias había servido para que Dany y yo nos acercáramos de nuevo. Como su área de apagón (Luyanó I) hacía frontera con la mía (Lawton II) descubrimos que, por lo general, cuando no había electricidad en su casa había en la mía y viceversa. Siempre con nuestras bicicletas y la mayoría de las veces con nuestras respectivas mujeres a cuestas, solíamos trasladarnos de la oscuridad a la luz para ver en la televisión alguna película, un desabrido juego de pelota (los narradores y los peloteros estaban más flacos, los estadios casi vacíos) o, simplemente, para conversar viéndonos las caras.

Dany, que por esa época todavía trabajaba en la editorial como ¡efe del departamento de promoción y divulgación, era ahora quien hábil dejado de escribir. Los dos libros de cuentos y las dos novelas que publicó en los ochenta lo habían convertido en una de las esperanzas plausibles de la literatura cubana, siempre tan llena de esperanzas y… El caso es que al leer aquellos libros se percibía que en su fabulación había fuerza dramática, capacidad de penetración, posibilidades narrativas: pero alguien con mi entrenamiento también podía advertir que faltaba la osadía necesaria para saltar al vacío y jugárselo todo en su escritura. Había en su literatura algo elusivo, una pretensión de búsqueda que de pronto se interrumpía cuando se perfilaba el precipicio, una falta de decisión final de atravesar el fuego entrevisto y tocar las partes dolorosas de la realidad. Como yo lo conocía bien, sabía que sus escritos eran el espejo de su actitud ante la vida. Pero ahora, agobiado por la crisis y la casi segura imposibilidad de publicar en Cuba, había caído en una depresión literaria de la que yo (precisamente yo) trataba de sacarlo en aquellas noches de charlas. Mi argumento más recurrente era que debía aprovechar los días vacíos para meditar y escribir, aunque fuese a la luz de una vela: al fin y al cabo, así lo habían hecho los grandes escritores cubanos del siglo XIX; además, su caso no se parecía al mío: él sí era escritor y no podía dejar de serlo (Ana me miraba en silencio cuando yo tocaba este tema) y los escritores escriben. Lo más penoso era que mis palabras no parecían surtir (es más: no surtían) efecto alguno: la pasión que impulsa el demoledor oficio literario debía de haberlo abandonado y él, siempre tan disciplinado con su oficio, apenas dejaba flotar los días, ocupado en perfeccionar sus estrategias de supervivencia y la búsqueda de la próxima comida, como casi todos los habitantes de la isla. Una de aquellas noches, mientras hablábamos del tema, esta vez en el apartamentico de Lawton, le propuse que al día siguiente hiciéramos la excursión a Cojímar, para ver con nuestros propios ojos lo que allí ocurría.

El espectáculo que encontramos resultó devastador. Mientras grupos de hombres y mujeres, con tablas, tanques de metal, cámaras neumáticas, clavos y sogas se dedicaban junto a la costa a dar forma a los artefactos sobre los que se lanzarían al mar, otros grupos llegaban en camiones donde cargaban las embarcaciones ya construidas. Cada vez que arribaba uno de aquellos engendros, el gentío corría hacia el camión y, luego de aplaudir a los recién llegados, como si fuesen héroes de una hazaña deportiva, unos se lanzaban a ayudarlos en la descarga de la preciada embarcación, mientras otros, incluso con los fajos de dólares en las manos, trataban de comprar un espacio para la travesía.

En medio de aquel caos se producían robos de carteras y de remos, se habían montado negocios de venta de bidones de agua potable, de brújulas, de comida, de sombreros y gafas para el sol, de cigarros, fósforos, faroles e imágenes de yeso de las protectoras vírgenes de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba, y la de Regla, reina de los mares, y hasta se alquilaban cuartos para despedidas amorosas y servicios sanitarios para necesidades mayores, pues las menores solían hacerse en las rocas de la costa, sin vergüenza. Los policías que debían garantizar el orden observaban aquella corte de los milagros con ojos nublados de confusión y obediencia, y de mala gana intervenían, con los frenos puestos, solo para apaciguar los ánimos, cuando brotaba la violencia. Mientras, un grupo de gente cantaba junto a unos muchachos que habían llegado con un par de guitarras, como si estuviesen en un camping; otros discutían sobre la cantidad de pasajeros que podía albergar una balsa de tantos pies y comentaban lo primero que comerían al llegar a Miami o los negocios millonarios que allí harían; y los más, cerca de los arrecifes, ayudaban a los que lanzaban sus naves al mar y los despedían con aplausos, llantos, promesas de verse pronto, allá, incluso más lejos: acullá. Creo que nunca se me va a olvidar el negro grande y voluminoso, con voz de barítono, que desde su balsa ya navegante gritó hacia la costa: «Caballero, el último que salga que apague la luz del Morro», y de inmediato empezó a cantar, con voz de Paul Robe-son: «Siento un bombo, mamita, m'están llamando…».