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Gracias a volúmenes que hacían públicos diversos horrores archivados durante décadas en Moscú, y a la capacidad de juicio que aquellas revelaciones proporcionaron a los especialistas, llegué a la conclusión de que ahora nosotros sabíamos o al menos podíamos saber del mundo de Mercader y las entretelas de su crimen más que todo lo que había logrado conocer el propio Mercader. Solo con laglasnost, primero, y con la desaparición inevitable de la URSS, después, y la ventilación de muchos detalles de su historia pervertida, sepultada, escamoteada, reescrita y vuelta a reescribir, se obtenía una imagen coherente y más o menos real de lo que había sido la existencia oscura de un país que había durado, justamente, lo que la vida de un hombre normaclass="underline" setenta y cuatro años. Pero todos aquellos años, según lo evidenciaba lo que de asombro en asombro iba leyendo (y pensar que Bretón le hubiera dicho al propio Trotski que ya el mundo había perdido para siempre la capacidad de asombro), todos aquellos años, decía, habían sido vividos en vano desde el instante en que la Utopía fue traicionada y, peor aún, convertida en la estafa de los mejores anhelos de los humanos. El sueño estrictamente teórico y tan atractivo de la igualdad posible se había trocado en la mayor pesadilla autoritaria de la historia, cuando se aplicó a la realidad, entendida, con razón (más en este caso), como el único criterio de la verdad. Marx dixit.

Y cuando creía que comenzaba a tener un entendimiento más o menos cabal de todo aquel desastre cósmico y lo que había significado el crimen de Mercader en medio de tanta felonía, una noche oscura y tormentosa -como cabía esperar en esta historia oscura y tormentosa- tocó la puerta de mi casa el negro alto y flaco que en 1977 había escoltado a Ramón Mercader y a sus galgos rusos mientras se metían en mi vida.

25

Jacques Mornard sintió que un frío erizamiento le recorría la espalda: Harold Robbins, sonriente, le franqueó el paso luego de estrecharle la mano. Con una bolsa de papel en una mano y vestido como si fuese a una excursión, atravesó el dintel de la fortaleza sin que el guardaespaldas se preocupara por ver qué cargaba en la bolsa. Cuando la puerta de metal plomizo se cerró, Ramón Mercader escuchó cómo la Historia caía postrada a sus pies.

Después del atentado de los mexicanos, había vuelto en dos ocasiones a la casa de Coyoacán para interesarse por el estado de sus moradores. Fue durante la segunda visita cuando le confirmaron que los Rosmer saldrían la tarde del 28 de mayo hacia Francia, desde el puerto de Veracruz y como, casualmente, antes de fin de mes él debía viajar a aquella ciudad por unos negocios, le propuso a Alfred Rosmer, con la venia de Robbins y Schüssler, encargarse de llevarlos, pues así ninguno de los guardaespaldas (dos de ellos seguían retenidos por la policía) tendría que alejarse de la casa, algo que era especialmente peligroso tras lo ocurrido la madrugada del 24.

Las investigaciones policiales habían descartado ya la presunta participación de Diego Rivera en el ataque y, a pesar de que persistían en la hipótesis del autoasalto, la insistencia del renegado en señalar a la policía secreta soviética como autora del atentado mantenía a las autoridades mexicanas en jaque. Con ansiedad Jacques esperaba el regreso de Tom con sus explicaciones y, sobre todo, con las órdenes y ajustes finales para su entrada en acción.

A pesar de que varias personas le habían hablado de lo que existía más allá de los muros, aquella tarde Jacques Mornard se sorprendió al ver la disposición del patio central de la fortaleza. Su primera impresión fue que había entrado en el claustro de un monasterio. A su izquierda, cerca de la tapia, estaban las hileras de las jaulas de los conejos. La parte no asfaltada había sido cubierta de plantas, cactus en su gran mayoría, entre los que aún se veían los efectos de la invasión masiva de unos días antes. La casa principal, a la derecha, era más pequeña y modesta de lo que había imaginado. Tenía las ventanas clausuradas y en sus paredes estaban grabados los impactos de los plomos disparados unos días antes. Junto a una pequeña edificación que identificó como el dormitorio de los guardias, se erguía un árbol desde el cual, presumió, el asaltante de la ametralladora mantuvo el patio bajo fuego. ¿Cómo era posible que aquel asalto hubiese fallado?

Robbins le indicó un banco de madera, mientras avisaba a los Rosmer de su llegada. En la torre principal de vigilancia, desde la que se obtenía una perspectiva privilegiada tanto de la calle como del patio, Otto Schüssler y Jack Cooper conversaban, sin preocuparse demasiado por él, y Jacques se preguntó por qué la ametralladora de la torre no había neutralizado a los asaltantes. Encendió un cigarrillo y, sin hacer ostensible su interés, estudió la estructura de la casa, los metros que separaban el cuarto de trabajo del renegado de la puerta de salida, los senderos del jardín por los cuales un hombre se podía mover menos expuesto al fuego de las torres. Como alguien que aguarda, caminó en busca de la mejor ubicación para observar el conjunto y se volvió cuando escuchó una voz a sus espaldas.

– ¿Qué desea usted?

A pesar de que lo había visto en centenares de fotos y en el paso fugaz del auto, la presencia tangible del exiliado, a unos cuatro, seis metros de él, removió los sentidos de Jacques Mornard: allí estaba, armado con un mazo de hierba, el hombre más peligroso para el futuro de la revolución mundial, el enemigo para cuya muerte él había estado preparándose durante casi tres años. Lo que había comenzado como una confusa conversación en una ladera de la Sierra de Guadarrama finalmente lo había conducido hasta la presencia de una persona condenada a morir desde hacía mucho tiempo y que él, Ramón Mercader, sería el encargado de ejecutar.

– Buenos días, señor -logró decir, mientras trataba de que sus labios formaran una sonrisa-. Soy Frank Jacson, el amigo de Sylvia y…

– Ya, claro -dijo el viejo, asintiendo-. ¿Avisaron a los Rosmer?

– Sí, Robbins…

El exiliado, como si estuviera molesto, se desentendió de él y dio media vuelta para abrir uno de los compartimentos y colocar la hierba fresca en la cesta de donde la tomaban los conejos.

Mientras sentía cómo su conmoción cedía, Jacques le observó la nuca, desguarnecida y fácil de quebrar, como cualquier nuca, aunque el hombre, visto de cerca, le pareció menos envejecido que en las fotos y sin ninguna relación con las caricaturas que lo presentaban como un judío viejo y endeble. A pesar de sus sesenta años, de las tensiones y de los padecimientos físicos, el renegado desprendía firmeza y, a pesar de sus múltiples traiciones a la clase obrera, dignidad. La barba puntiaguda y poblada de canas, el pelo ensortijado, la nariz afiladamente judía, y, sobre todo, los ojos penetrantes detrás de las gafas, desprendían una fuerza eléctrica. Era cierto lo que muchos decían: parecía más un águila que un hombre, pensó Jacques, que permaneció inmóvil, con la bolsa de papel en su mano. ¿Y si hubiera llevado un revólver consigo?

– La hierba debe estar fresca -dijo el renegado en ese momento, sin volverse-. Los conejos son animales fuertes, pero a la vez delicados. Si la hierba está seca les enferma el estómago, y si está mojada les produce sarna.

Jacques asintió, y solo entonces se dio cuenta de que le costaba hablar. El viejo había comenzado a quitarse los guantes de faena con que se protegía las manos y los colocó sobre el techo de las conejeras.