En varias ocasiones acompañó a Sylvia a la fortaleza del renegado, sin expresar una sola vez el deseo de trasponer nuevamente la puerta blindada. En la calle, recostado a su Buick, solía tener largas charlas con alguno de los guardaespaldas. El que con más frecuencia salía a verlo era el joven Jack Cooper, siempre interesado en los secretos de las operaciones bursátiles a las que se dedicaba el mundano Jacques Mornard. De manera casi imperceptible, en sus charlas se fueron filtrando temas como el de la guerra europea, la anexión soviética de las repúblicas bálticas, la necesidad de que Estados Unidos al fin entrara en la guerra al lado de sus aliados británicos. A Jacques le parecía casi enternecedora la fe de aquellos jóvenes en las prédicas de su ídolo enclaustrado y hasta le gustaba oírlos hablar sobre la necesidad de fortalecer la IV Internacional para promover una conciencia obrera respecto a las opciones de la revolución mundial. Para demostrar una incipiente simpatía hacia la causa política de sus amigos, les propuso que le comentaran a su jefe su disposición a realizar algunas operaciones en la bolsa que, con sus informaciones y experiencia, podían generar importantes ganancias que ayudaran económicamente a la Internacional trotskista.
Cuando el 18 de julio se anunció que treinta miembros del Partido Comunista habían sido detenidos como sospechosos de participar en el atentado contra el exiliado, Jacques supo con certeza que en los próximos días se decidirían las fechas de su suerte. Por eso no le extrañó, a la mañana siguiente, hallar una nota en su buzón, sin firma: «Ya que te gustan tanto los bosques, ¿paseamos hoy a las cuatro de la tarde?».
A las tres, Jacques se había acomodado bajo la fronda de los ci-preses de Chapultepec, mandados a plantar ochenta años atrás por la efímera emperatriz Carlota. Desde aquel punto se veía el sendero que conducía hacia el prepotente palacio veraniego del emperador Maximiliano y el camino descendente hacia el paseo de la Reforma. La duda instalada en su mente se había convertido en ansiedad y tuvo que recurrir a lo que había aprendido en Malájovka su antepasado, el Soldado 13, para recuperar el control de sí mismo y sentirse listo para la conversación.
A las cuatro en punto divisó a Tom. Vestía una camisa blanca, de cuello estrecho, por el que asomaba un ridículo pañuelo de lunares. Desde el sendero le hizo una seña y Jacques se puso en marcha.
– Tuvieron que matarlo -dijo, sin que mediara saludo alguno, con la vista dirigida hacia la curva del camino. Ramón permaneció en silencio y dispuso todas las alarmas de su mente-. Le fallaron los nervios, se puso agresivo, quería que lo sacaran de México, amenazó con ir a la policía y decir que lo habían raptado… Los mexicanos estaban desesperados y no lo pensaron demasiado. Si te hace falta, puedo darte mi palabra de que no tuvimos nada que ver. Desde un inicio te dije que el americano podía ser eficiente, aunque no era de fiar, pero de ahí a usarlo y luego matarlo…
Ramón meditó unos instantes.
– No tienes que darme tu palabra, te creo -dijo, y descubrió cuánto deseaba pronunciar aquella frase, y que hacerlo le procuraba un patente alivio.
– No podemos esperar más. Mientras los mexicanos se acusan unos a otros y la policía busca al judío francés, nosotros vamos a terminar esta mierda.
– ¿Cuándo?
– Moscú pide que cuanto antes. La campaña de Hitler en Europa ha sido una excursión campestre y está envalentonado, se cree invencible.
Ramón miró hacia los cipreses. La exigencia de Tom retumbaba en su estómago. El tiempo de la espera y las estrategias había terminado y comenzaba el de la realidad: y sintió de inmediato que debía arrastrar una carga difícil y pesada. ¿Conseguiría moverla, después de tanto clamar por aquel honor?
– ¿Cuál es el plan? -logró preguntar.
– Tienes que ver una o dos veces más al Pato. Tú sabrás cómo hacer. En esos encuentros vas a comenzar a cortejarlo. La idea es que piense que te puede convertir al trotskismo. Sin exagerar, hazlo sentir que tú lo admiras. Vamos a explotar su vanidad y su obsesión por sumar seguidores. Cuando se dé la oportunidad, le dices que quieres escribir algo sobre la situación mundial, algo que se te haya ocurrido conversando con él. Vamos a preparar un artículo que lo obligue a trabajar contigo. La idea es que puedas estar solo con él en su estudio. Si lo consigues, lo demás es fácil.
– ¿Crees que querrá recibirme a mí solo?
– Tienes que conseguirlo. Tus posibilidades de escapar serán mucho mayores. Ese día vas a ir preparado para dos acciones: la de liquidarlo y la de usar un arma para huir si fuera necesario.
– ¿Con cuántas cosas debo entrar?
– La pistola por si la necesitas. El puñal para él.
Ramón pensó unos instantes.
– El puñal me obligaría a taparle la boca, a agarrarlo por el pelo… Prefiero el piolet. Un solo golpe y salgo…
– ¿No quieres tocarlo? -sonrió Tom.
– Prefiero el piolet -replicó Ramón, evasivo.
– Está bien, está bien… -aceptó el otro-. Ese día Caridad y yo estaremos contigo. En cuanto pongas un pie en la calle y salgas en tu carro, yo me encargo de lo demás. ¿Confías en mí?
Él no respondió y Tom se desató el pañuelo del cuello y se secó los carrillos.
– Vamos a prepararte una carta para que la dejes caer cuando salgas. Serás un trotskista desencantado que ha comprendido que su ídolo no es más que un títere que, por regresar al poder, incluso está dispuesto a ponerse a las órdenes de Hitler…
Ramón se sintió confundido y Tom se percató de que algo no funcionaba bien. Tomándolo por la barbilla lo obligó a volverse y a mirarlo a los ojos: Ramón vio que tenían un brillo excitado.
– Muchacho, estamos cada vez más cerca… Vamos a ser nosotros, tú y yo, los dueños de la gloria. Tenemos que impedir que ese perro hijo de perra se confabule con los nazis. Piensa siempre que estás trabajando para la historia, vas a ejecutar al peor de los traidores, y recuerda que muchos hombres en el mundo necesitan de tu sacrificio. El valor, el odio y la fe de Ramón Mercader tienen que sostenerte. Y si no puedes escapar, confío en tu obediencia y en tu silencio. Ya no es tu vida ni la mía las que estarían en juego, sino el futuro de la revolución y de la Unión Soviética.
Desde los ojos, más que desde las palabras de su mentor, Ramón recibió el mensaje que necesitaba. Las dudas y los temores de los últimos días comenzaron a esfumarse, como si aquella mirada los evaporara, mientras sentía cómo su vida se acercaba a una culminación estrepitosa.
La puerta del destino se abrió con la llave de una idea de Natalia Sedova: los Trotski querían agradecer a Jacson sus atenciones hacia los Rosmer y sus frecuentes regalos a Sieva y por ello los invitaban a él y a Sylvia a tomar el té. Propusieron la fecha del 29 de julio, a las cuatro de la tarde, si el novio de Sylvia no estaba demasiado complicado con su trabajo. En la habitación del Montejo, Jacques revisó la pequeña libreta donde anotaba sus citas de negocios y le dijo a Sylvia que llamara a Natalia: estarían encantados de acudir. El rostro de la joven brilló de excitación y de inmediato corrió hacia el teléfono para confirmar la cita.
El 29, a las cuatro en punto de la tarde, el Buick se detuvo ante la fortaleza de Coyoacán. Jacques se había puesto un traje veraniego, de color crema claro, y Sylvia, a pesar del sol y el calor, había insistido en vestir de negro: estaba nerviosa y feliz, y había gastado una hora ante el espejo, en la ardua lucha por embellecer su rostro.
Jack Cooper los saludó desde la torre de vigilancia y Jacson bromeó con él. Le daría una propina si le cuidaba el auto, le dijo. Los policías mexicanos les sonrieron y el cabo Zacarías Osorio, el más veterano entre los encargados de la vigilancia exterior, casi les hizo una pequeña reverencia a los recién llegados. Harold Robbins les abrió la puerta y, mientras conversaban, los guió hasta los muebles de hierro forjado que Natalia había hecho colocar en el patio, a la sombra de los árboles.