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Cuando la anfitriona salió, los saludó afectuosamente y el joven le entregó la caja de bombones que le había comprado. Supo que Sieva, al regresar del colegio, había ido a pescar al río y que Azteca, como siempre, había ido con él.

– Liev Davídovich les pide disculpas -comentó Natalia Sedova-. Se ha presentado una urgencia y está dictando un trabajo que debe enviar mañana. Dentro de un rato viene a saludarlos.

Jacques sonrió y descubrió que se sentía aliviado. No le molestaba que el ritmo de la penetración fuese lento, aun cuando sabía que Tom necesitaba que actuara lo antes posible.

Después de que la sirvienta mexicana colocara el té y las galletas sobre la mesa (¿sería ella la camarada del Partido infiltrada en la casa?), Natalia les contó que estaban preocupados por la falta de noticias de los Rosmer. Con los nazis en París, la situación de los amigos era muy comprometida, y muchas veces temía que pudiera ocurrir lo peor. Jacques asentía, con su timidez habitual, y, tras un silencio que amenazaba hacerse infinito, comentó algo sobre el tiempo.

– Parece que este verano va a ser muy caliente, ¿no? Me imagino que usted -dijo a Natalia- y el señor Trotski prefieren el frío.

– Cuando uno se va haciendo viejo, el calor es una bendición. Y hemos pasado tanto frío en nuestras vidas que este clima es un regalo.

– Entonces, ¿no les gustaría volver a Rusia?

– Lo que nos gusta o no nos gusta hace mucho que no decide nada. Llevamos once años dando vueltas por el mundo, sin saber cuánto tiempo podremos estar en un sitio y ni siquiera si vamos a despertarnos al día siguiente -indicó hacia las paredes donde habían quedado las marcas de los disparos-. Es muy triste que un hombre como Liev Davídovich, que no ha hecho otra cosa en su vida que luchar por los que no poseen nada, tenga que vivir huyendo y escondiéndose como un criminal…

Jacques hizo un gesto de asentimiento y, cuando levantó la vista, sintió un corrientazo: el Pato había abandonado la casa. Primero, su sombra, luego, su figura se hicieron visibles.

– Muchas gracias por venir, Jacson. Hola, pequeña Sylvia.

Jacques se puso de pie, con el sombrero en las manos, dudando de si debía o no dar un paso y extender su mano derecha. El exiliado, que parecía distraído, se dirigió hacia donde estaba Natalia y el trance quedó resuelto.

– Les pido mil disculpas, lamento no poder acompañarlos. Es que debo terminar hoy mismo un artículo… ¿Me sirves té, Natushka?

Mientras Natalia se lo servía, el hombre miró hacia su jardín y sonrió.

– He logrado salvar casi todos los cactus. Tengo algunas especies muy raras. Esos salvajes por poco acaban con ellos.

– ¿Por fin van a hacer nuevas obras? -Sylvia intervino, mientras el anfitrión bebía los primeros sorbos de su té.

– Natasha insiste, pero yo no me decido. Si quieren volver a entrar, son capaces de volar una pared…

– Yo nunca pensaría en otro ataque igual -dijo Jacques y todos lo miraron.

– ¿Qué pensaría usted, Jacson? -el viejo rompió el silencio.

– No sé…, un hombre solo. Usted mismo lo ha escrito, la NKVD tiene asesinos profesionales…

El renegado lo miró con intensidad, la taza suspendida a la altura del mentón, y Ramón se preguntó por qué había dicho aquello. ¿Tenía miedo? ¿Quería que algo lo detuviera?, pensó, y siempre se dio la misma respuesta: no. Lo había hecho porque le gustaba usar aquella potestad de jugar con los destinos ya escritos.

El renegado, después de beber un sorbo de té, al fin dejó su taza sobre la mesa y asintió.

– Tiene usted razón, Jacson. Un hombre así podría ser imparable.

– Por favor, Liovnochek -intervino Natalia, tratando de desviar la tétrica conversación.

– Querida, no podemos hacer como el avestruz -dijo, sonrió y observó a su visitante-. No fume tanto, Jacson. Cuide esa juventud maravillosa que tiene -y haciendo un gesto de adiós con la mano tomó el sendero que conducía al comedor y desde allí agregó-: No lo dejes fumar, Sylvia, que no todos los días se encuentra un hombre tan buen mozo. ¿Me disculpan? ¡Buenas tardes!…

El rostro de Sylvia enrojeció y Jacques sonrió, también apenado. Apagó el cigarrillo y miró hacia Natalia, que parecía divertida.

Ya menos tenso, Jacques Mornard contó varias historias de su familia belga, suscitadas por el recuerdo de su padre, fumador de puros habanos. Natalia habló del primer exilio de Liev Davídovich en París y de cómo se conocieron, y los tres sonrieron al evocar la salida del exiliado cuando le confesó que París estaba bien, pero que Odesa era mucho más hermosa.

– El señor Trotski debería descansar más -comentó Jacques cuando la conversación decaía-. Trabaja demasiado.

– Él no es una persona normal… -Natalia miró hacia la casa antes de continuar-. Además, vivimos de lo que le pagan los periódicos. A eso hemos llegado -terminó, y su voz denotaba nostalgia y tristeza.

Cuando cayó la tarde, Jacson y Sylvia se despidieron. Natalia volvió a disculpar a su esposo y prometió buscar un momento oportuno para otro encuentro. Eran tan pocos los amigos que les quedaban, tan pocos los que recibían, y ella estaría encantada de volver a tenerlos en la casa, eso sí, con Liev Davídovich amarrado a una silla, dijo, y estrechó la mano de Jacson y besó dos veces las mejillas de Sylvia.

Al regresar al hotel, Jacques se encontró con que míster Roberts lo había llamado y le rogaba que se comunicara con él urgentemente. Desde la habitación pidió un número de Nueva York y el propio Roberts le respondió.

– Soy Jacques, míster Roberts.

– ¿Estás solo?

– No. Dígame.

– Ven mañana. Te espero a las ocho en el bar del hotel Pennsylvania.

– Sí, dígale al señor Lubeck que vuelo mañana… Muchas gracias, míster Roberts.

Sonriente se volvió hacia Sylvia y le dijo:

– Nos vamos unos días a Nueva York. Lubeck paga.

La estancia en Nueva York resultó breve y tuvo fines precisos: el tiempo de los preparativos había terminado y Moscú exigía que la operación se llevase a cabo cuanto antes, teniendo en cuenta el rumbo de una guerra que le había permitido a Hitler dominar Europa casi sin disparar. La mayor novedad fue que el señor Roberts le regaló una nueva gabardina que tenía tres bolsillos interiores de muy curioso diseño.

El 7 de agosto, Jacques y Sylvia se instalaron otra vez en el hotel Montejo, y a la mañana siguiente el joven salió, con el pretexto de que debía ver a los contratistas encargados de la remodelación de las oficinas. Al volante del Buick, tomó la dirección del campo de turistas y buscó el camino sin asfaltar que había recorrido unas semanas antes. El túmulo de piedras porosas donde había dejado caer el piolet estaba a la derecha del sendero, y mientras se adentraba por el camino se preguntó si no se habría confundido de lugar: según sus cálculos, las piedras estaban a dos, tres minutos de la carretera, y ya había avanzado más de cinco y no aparecían. Pensó en retroceder y verificar que era el camino correcto, aunque estaba seguro de que lo era. La ansiedad comenzó a dominarlo y, para calmarse, se dijo que en cualquier tienda de la ciudad podría comprar un piolet similar. Pero no encontrar aquel preciso piolet le parecía un presagio nefasto. ¿Dónde estarían las putas piedras? Siguió adelante y, cuando se había decidido a regresar, descubrió el túmulo y respiró aliviado. Subió sobre las piedras y vio el brillo metálico. Cuando logró sacar el piolet y tenerlo entre sus manos, sintió que algo visceral lo unía a aquella puya de acero: el acto de sostenerlo le daba confianza y seguridad.

De vuelta a la ciudad, detuvo el auto frente a una carpintería de la colonia Roma y le pidió al encargado que aserrara unas seis pulgadas al mango de madera del piolet. El hombre lo miró extrañado y él le explicó que se sentía más seguro escalando con un mango más corto. Lienza en mano, el hombre midió las seis pulgadas que le había indicado Ramón, hizo la marca con un lápiz y se lo devolvió para que comprobara si con esa medida le resultaba cómodo. Ramón tomó el piolet e hizo un gesto, como si fuese a clavarlo en una roca sobre su cabeza.