Liev Davídovich solo recuperó la noción de la realidad cuando la voz de Sieva rompió el silencio. Apenas comprobó que Natalia no estaba herida, corrió hasta el cuarto del nieto y no lo encontró, pero vio en el suelo unas manchas de sangre y el corazón se le detuvo. Robbins, que había entrado en la casa para sacar la bomba incendiaria y evitar la propagación del fuego hacia el estudio de trabajo, le preguntó al exiliado si estaba herido y lo tranquilizó con la noticia de que Sieva estaba fuera, con los Rosmer. Al parecer, el único al que habían alcanzado los disparos era el muchacho, por fortuna muy levemente.
Ya en el patio, mientras regresaban los guardaespaldas que habían salido tras los atacantes, los moradores de la casa habían comenzado a formarse una idea de lo ocurrido. Habían sido entre diez y quince hombres, vestidos de militares y policías: comenzaron por neutralizar a los agentes que vigilaban el exterior, cortaron los cables de las alarmas conectadas a potentes luces dentro y fuera de la casa, arrancaron las líneas telefónicas e interrumpieron los circuitos eléctricos que los comunicaban con la policía de Coyoacán. Cuando el grupo de asalto había invadido el jardín, uno de ellos, armado con una ametralladora, se había lanzado hacia un árbol, donde tomó posición y disparó una ráfaga contra el recinto donde dormían los secretarios. El resto de los asaltantes se había dirigido hacia la casa, haciendo fuego contra las ventanas y las puertas cerradas. Los postigos blindados desviaron parte de las balas, cuyas marcas eran visibles. Los policías y los guardaespaldas que habían estado más cerca de los asaltantes confirmaron que varios de ellos parecían estar bastante ebrios, pero, sin duda, sabían lo que hacían y cómo debían hacerlo: tantas balas en una cama no podía ser una casualidad.
A Liev Davídovich siempre le parecería significativo que los atacantes no hubiesen agredido a ninguno de los guardaespaldas, a los que se limitaron a encañonar. Solo habían dirigido el fuego contra su habitación mientras lanzaban bombas incendiarias (y hasta una explosiva que por suerte no estalló), lo que le demostraba que sus papeles y él habían sido sus únicos objetivos. Pero aquellos diez, doce asaltantes, que sabían usar sus armas y tenían como meta la vida de un solo hombre, que dominaban la situación dentro y fuera de la casa, ¿por qué no habían entrado para ver si habían cumplido su misión, antes de dar la orden de retirada?, ¿qué clase de bombas usaban que no explotaban?… Le parecía incongruente que hubieran hecho más de doscientos disparos, sesenta y tres de ellos sobre su cama, y apenas se produjese la herida superficial de Sieva, por una bala rebotada. ¿Acaso todo había fracasado por obra de la chapucería, la embriaguez o el miedo? ¿O había tras ese espectáculo algo más oscuro que todavía no se podía explicar?, siguió y seguiría preguntándose, pues una esencia maligna, cuyo perfume conocía, flotaba en aquel extraño atentado.
Para escapar, los asaltantes habían abierto los portones y abordado los dos autos de la casa, que siempre quedaban con las llaves puestas, en previsión de alguna emergencia. En medio de la confusión, Otto Schüssler, uno de los secretarios, regresó de la calle comentando que los asaltantes se habían llevado con ellos al joven Bob Sheldon, uno de los nuevos guardaespaldas. Todos se habían mirado y con los ojos se formularon la misma pregunta: ¿lo habían secuestrado o Sheldon se había ido con ellos? Uno de los policías mexicanos aseguraría después que el joven iba al volante de uno de los autos (al Ford lo abandonarían a unas cuadras, cuando se atascó en el lodo del río, y el Dogde aparecería en la colonia Roma), pero Liev Davídovich había pensado que, en la oscuridad, atemorizado como estaba, el policía difícilmente pudo reconocer a alguien en un coche a toda velocidad.
El gran misterio fue determinar el recurso del que se habían valido los asaltantes para entrar. El desaparecido Bob Sheldon Harte era el encargado de vigilar la puerta principal, y existían dos razones para que hubiera permitido el acceso a los asaltantes sin consultar con el jefe de la guardia: o Sheldon, previamente infiltrado, siempre había formado parte del comando, o había abierto a alguien que le resultaba tan familiar que creyó innecesario consultarlo.
Cuando llegó la policía, Liev Davídovich seguía vestido con su bata de dormir. Antes de hablar con el oficial, su viejo conocido Leandro Sánchez Salazar, jefe de la policía secreta en la capital, él había pedido que le dejara cambiarse, aunque le había advertido que sabía quién era el culpable de lo sucedido, y entró en la casa, donde todavía olía a pólvora…
El general José Manuel Núñez, director de la policía nacional, le aseguraría a Liev Davídovich que el general Cárdenas le había encomendado que siguiera personalmente las investigaciones, y el oficial le había garantizado al presidente que encontrarían y detendrían a los atacantes. Como a Salazar, el exiliado le había respondido que la tenían muy fáciclass="underline" el autor intelectual del asalto era Iósif Stalin, y los autores materiales eran agentes de la policía secreta soviética y miembros del Partido Comunista Mexicano. Si detenían a los responsables del partido, tendrían en sus manos a los ejecutores del atentado.
Al general Núñez no le habían gustado aquellas palabras (las mismas que el exiliado repetiría a la prensa), y tampoco al coronel Sánchez Salazar, con quien ya Liev Davídovich había tenido que hablar varias veces desde su llegada a México y que siempre le había parecido el típico listillo, que tenía opiniones para todo porque era más inteligente que nadie. El juicio de Sánchez Salazar, en esta ocasión, le había resultado ofensivo, o destinado a esconder algún propósito, pues el policía pensaba que el ataque no podía haber sido más que un auto-asalto preparado por Trotski para llamar la atención y acusar a Stalin de querer matarlo… Si la experiencia no lo hubiese obligado a buscar segundas intenciones en todo, el exiliado hubiera podido entender que Salazar opinara de ese modo: lo sucedido dejaba margen para la duda, y la desaparición de Sheldon era la guinda del pastel de la sospecha. Para colmos, había comentado el coronel, no entendía cómo era posible que luego de un ataque tan violento el viejo pareciera tan tranquilo y dueño de sus actos y pensamientos. Era evidente que el coronel no lo conocía.
Buscando corroborar su tesis, Salazar había detenido a los secretarios Otto Schüssler y Charles Cornell, con el pretexto de que necesitaba interrogarlos para recabar toda la información posible. Además, había cargado con la servidumbre: la cocinera Carmen Palma, que lloraba cuando se la llevaron, Belén Estrada, la camarera, y Melquíades Benítez, el mozo de servicio.
Liev Davídovich leería con asombro que las primeras sospechas manejadas por la prensa recaían sobre Diego Rivera como posible conductor del ataque. El origen de aquella posibilidad se debía a que, mientras neutralizaban a los policías que vigilaban la casa, el que parecía ser el jefe de los asaltantes había lanzado gritos contra Cárdenas y vivas por Almazán. Pero las declaraciones de Sánchez Salazar, dejando entrever la posibilidad de un autoataque, habían arrojado al olvido a Rivera, y la prensa comunista utilizó la teoría de la autoagresión para acusar al exiliado de querer desestabilizar al gobierno y crear una crisis con la Unión Soviética, un argumento que les venía de maravillas para pedir con renovada furia su expulsión de México. Lo que más indignaría a Liev Davídovich fue comprender que, con su versión, Sala-zar se estaba protegiendo a sí mismo del fracaso que entrañaba que se preparara y ejecutara ese ataque sin que su policía secreta hubiese tenido la más mínima idea de lo que se fraguaba.