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Sin embargo, a pesar de los sesenta y tres disparos en la cama, Liev Davídovich seguiría abrigando dudas sobre las intenciones de aquel asalto. Llegó a pensar si no había sido más que un bluf, como los incendios de Turquía, y que esta vez el propósito era preparar el ambiente para una acción definitiva. Cuando se lo dijo a Natalia, de inmediato ella había empezado a tomar nuevas medidas de seguridad, y él le reprochó que gastara así el dinero, pues era evidente que, cuando querían entrar, entraban. Además, él estaba convencido de que el próximo ataque no iba a ser iguaclass="underline" como le advirtió en su carta el judío americano, el siguiente sería un hombre solo, un profesional, que saldría de debajo de la tierra, como un topo, sin que ellos pudieran hacer nada por evitarlo.

Apenas una semana después del asalto, Liev Davídovich se había despedido de los Rosmer. Si en otro momento hubiera lamentado mucho aquella partida que le privaba de la cercanía de unos buenos y viejos amigos, en aquel instante casi se había alegrado, pues se sentía responsable de sus vidas mientras estuviesen con ellos. La amistad, como casi todas las simples y necesarias satisfacciones humanas, había terminado por convertirse en una carga para él, que deambulaba entre el recuerdo de los que fueron sus amigos, más que entre personas capaces de resistir las presiones, los ataques y su propio empecinamiento político. La estela de afectos que había dejado en el camino era dolo-rosa: muchos habían muerto, violentamente; otros lo habían negado, y de los modos más mezquinos; otros más se habían alejado, sincera o fingidamente distanciados de sus ideas, de su pasado, de su presente. Por eso había llegado a pensar si el destino de todos los que se entregaban a las causas políticas no sería morir en soledad. Aquél solía ser el precio del altruismo, también el del poder y, sobre todo, el de la derrota. Pero no por ello dejaba de lamentar profundamente las pérdidas de amigos de las que había sido culpable debido a sus fundamentalismos, cuando cegado por los destellos de la política no fue capaz de entender la diferencia entre lo circunstancial y lo permanente. La trampa más insidiosa, se decía, había sido convertir la política en pasión perentoria, como él había hecho, y haber permitido que las exigencias de ésta lo cegaran hasta el punto de llevarlo a situarse por encima de los valores y condiciones más humanas. A aquellas alturas de la vida, cuando muy poco quedaba de la utopía por la que había luchado, se reconocía como el perdedor del presente que todavía sueña y se consuela con la reparación que podría llegar en el futuro.

La víspera del viaje de los Rosmer, Liev Davídovich supo que, a partir del día en que Alfred enfermó, la pareja había hecho cierta amistad con el novio de Sylvia y que el joven se había brindado a llevarlos a Veracruz, donde tomarían el barco hacia Nueva York, camino de Francia. Jacson, como se hacía llamar aquel belga, le había parecido efectivamente buen mozo, aunque le resultó un poco lento de entendederas. La mañana de la partida, él estaba dándoles la primera comida a los conejos cuando el joven se le acercó, interesándose por la raza de los animales. Liev Davídovich había sentido entonces ira ante la presencia de un extraño en la casa, pero había recordado que los Rosmer lo habían citado y, por su aspecto, había deducido quién era. Todavía molesto, le respondió de cualquier modo, haciendo patente su disgusto, y Jacson se había alejado discretamente. Más tarde lo vería hablar con Sieva, a quien le había traído un regalo, y se avergonzaría de su actitud. Fue entonces cuando le había dicho a Natalia que lo invitara a desayunar, pero el joven solo había aceptado una taza de té.

La decisión de regresar a Francia con los nazis tocando las puertas de París le había parecido una actitud digna de la grandeza de Alfred Rosmer. Como solía hacer, aquella mañana le había dado la mano a su amigo, un beso a Marguerite, pidiéndoles que se cuidaran, y se había ido al estudio, pues no quería verlos partir: a su edad y con el aliento de la GPU en la nuca, asumía todas las despedidas como definitivas… En la casa, con más vigilantes y más tensión, de inmediato se había hecho notar la ausencia del matrimonio.

A Liev Davídovich le produjo un verdadero disgusto comprobar que sus cactus resultaran las principales víctimas del atentado. Varios habían sido pisoteados, otros perdieron algunos de sus brazos, y trabajó durante días para salvarlos, aunque bien sabía que con ello solo buscaba devolver cierta normalidad a la vida de una casa que nunca la había tenido y que, hasta el desenlace, viviría en permanente estado de guerra.

De todos aquellos sucesos algo había impresionado favorablemente al exiliado: el carácter de Sieva. El muchacho tenía apenas catorce años y se había portado con una entereza admirable. No se le veía nervioso y decía estar preocupado por sus abuelos, no por él mismo. Nada más pensar que algo grave hubiera podido ocurrirle, Liev Davídovich se ponía enfermo. Haberlo hecho venir desde Francia para que lo matasen allí hubiera sido algo que no habría resistido. Por eso, cuando lo veía jugar en el patio conAzteca, sentía un gran dolor por el destino que, sin proponérselo, le había dado. Resultaba irónico que él hubiera luchado por fundar un mundo mejor y que a su alrededor solo hubiese conseguido generar dolor, muerte, humillación. El mejor testimonio de su fracaso era la existencia desgarrada de un niño confinado entre cuatro paredes blindadas, cuando debería estar jugando fútbol en un campo yermo de Moscú o de Odesa.

Gracias a su insistencia, el presidente Cárdenas ordenó la liberación de sus colaboradores y Liev Davídovich escribió una declaración tratando de poner las cosas en su sitio. Además de acusar a Stalin y a la GPU -como insistía en llamar a la policía secreta del Kremlin- del asalto a su casa y de las muertes de Liova y Klement en París, de Erwin Wolf en Barcelona, de Ignace Reiss en Lausana, pedía que se interrogase a los dirigentes comunistas mexicanos, especialmente a Lombardo Toledano y al pintor Alfaro Siqueiros, que se hallaba desaparecido desde el día del asalto (ahora el pintor se hacía llamar «el Coronelazo» y, desde su regreso de España, donde destacó más como activista estalinista que como combatiente, no se había cansado de pedir la expulsión de México del exiliado). ¿Tendrían valor los jueces mexicanos para hacer lo que nunca hubieran hecho los franceses o los noruegos? ¿Tomarían los investigadores la verdad por los cuernos?

Como era de esperar, su emplazamiento desató las iras de los estalinistas.El Popular, periódico de la Confederación de Trabajadores, publicó un texto de un tal Enrique Ramírez donde éste afirmaba que Trotski había organizado el simulacro de ataque para culpar a los comunistas, mientras, desde su escondite, Siqueiros hacía una declaración llena de sorna y en la que también lo acusaba de haberse atacado a sí mismo. El modo en que aquellos hombres, que se hacían llamar comunistas, se revolcaban en la mentira y la utilizaban hasta para defender crímenes lo asqueaba profundamente.