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Pero la declaración de Liev Davídovich logró el efecto buscado cuando Sánchez Salazar se vio obligado a admitir que «nuevas» evidencias lo habían llevado a desestimar la hipótesis de la autoagresión. Aquellas evidencias, sin embargo, consiguieron también inocular en el exiliado el virus maldito de la duda: el policía insistía en que únicamente con una colaboración desde el interior de la casa hubiera sido posible la entrada de los asaltantes y la desactivación de las diversas alarmas. Y su candidato seguía siendo Bob Sheldon Harte.

Aquel joven había llegado a la casa siete semanas antes del atentado. Como otros de los guardaespaldas que Liev Davídovich había tenido en México, venía «certificado» por sus camaradas de Nueva York, pero Salazar insistía en que a Trotski le resultaba imposible garantizar que Sheldon no hubiese sido preparado por la NKVD para después infiltrarlo entre sus guardias. Aunque la lógica del policía resultaba irrebatible, Liev Davídovich le respondió que era absurdo considerar a Sheldon un infiltrado. Lo que no le dijo, ni nunca le diría, era que él no podía aceptar esa teoría, pues con ella demostraría que ni siquiera sus más cercanos colaboradores eran de fiar y validaría la más apetecida de las artimañas de la policía secreta soviética: simular que su muerte era obra de un militante trotskista que lo agredía por alguna desavenencia política.

En medio de aquel vendaval de acusaciones, alegatos e insultos, unos seguidores norteamericanos le propusieron a Liev Davídovich que viajase clandestinamente a Estados Unidos, donde se encargarían de esconderlo. Sin pensarlo apenas, él se negó: sus tiempos de luchador clandestino habían pasado hacía muchos años y ahora no tenía derecho a desaparecer para salvar su vida, y menos en un momento en que se decidía el futuro de la civilización humana: «Mi cabeza desnuda tiene que soportar hasta el fin la negra noche infernaclass="underline" es mi sino y debo aceptarlo», les escribió, mientras se imponía volver a la normalidad, aun cuando el solo hecho de intentarlo le resultaba absurdo: vivía en una casa que le recordaba la primera cárcel donde había estado, cuarenta años atrás, pues las puertas blindadas hacían el mismo ruido. Pero a la vez se sentía fuerte y animado, y por eso, cuando sintió que se asfixiaba en aquel encierro, se impuso a todas las prevenciones de sus protectores y reanudó sus excursiones al campo.

Con aquel impulso, que él sabía epilogal, se sentó a dar forma a sus últimas voluntades. «Durante cuarenta y tres años de mi vida consciente he sido un revolucionario», escribió, «y durante cuarenta y dos he luchado bajo la bandera del marxismo. Si hubiera de comenzar otra vez, trataría de evitar tal o cual error, pero el curso general de mi vida permanecería inalterado. Moriré siendo un revolucionario proletario, un marxista, un materialista dialéctico y un ateo irreconciliable. Mi fe en el futuro comunista de la humanidad no es menos ardiente, sino más firme hoy, de lo que era en días de mi juventud.»

En aquel punto de la escritura debió de levantar la vista del folio. Tenía que parecerle tan revelador que la vida entera de un hombre que había estado en la cúspide de su época pudiera resumirse en esas pocas palabras, que seguramente estuvo a punto de reír, por primera vez en muchos días. ¿Todas las luchas, los sufrimientos, los éxitos y las vanidades podían expresarse con aquella simpleza? ¿Qué resistencia podían ofrecer las estatuas, los títulos, la furia y la gloria del poder ante aquella realidad insobornable, más poderosa que cualquier voluntad humana?, pensaría, en el preciso momento en que había visto cómo su mujer se acercaba a través del patio y le hacía un pequeño gesto de saludo, para abrir del todo la hoja de la ventana y permitir que el aire entrara en el cuarto de trabajo. Desde su asiento pudo ver la franja del césped al pie del muro, una buganvilia florecida, el perfil de unos cactus tan viejos como el planeta y el cielo de México, de aquel azul diáfano. Y la luz del sol en todas partes. «La vida es hermosa, los sentidos celebran su fiesta… Que las futuras generaciones limpien la vida de todo mal, de toda opresión y violencia, y la disfruten a plenitud», agregó a lo escrito, reclamado por la eclosión vital de aquel instante.

Liev Davídovich nunca había imaginado que prepararse para su fin mediante la escritura de sus últimas voluntades pudiese proporcionarle aquella tranquilidad tan compacta. Con poquísimas palabras conseguía resolver las cosas prácticas de su vida: legaba a su esposa, Natalia Ivánovna Sedova, el producto de sus derechos de autor, pues el improbable dinero que en el futuro rindieran sus libros era todo lo material que le podía transmitir, y ella la única beneficiaría posible después de la criba profunda a que había sido sometida su familia. La casa, que al fin habían conseguido comprar, la habían puesto a nombre de Natalia, y sus archivos ya los habían vendido para protegerlos de la GPU. Y no había más. Cuando pensaba en lo que tenía y en lo que había extraviado, resultaban tantas las pérdidas que llegaba a sentirse como si en realidad hubiera muerto varios años atrás y ahora disfrutaba de una prórroga, algo así como una coda a la historia de su vida en la cual su voluntad ya no intervenía: sentía que gozaba de una lucidez extemporánea que le había sido concedida para que se asomase a acontecimientos que no cerraban su ciclo con el fin del protagonista.

«Tengo sesenta años y mi organismo quiere cobrarme los excesos a que lo sometí. Ojalá me regale un fin rápido, que no me obligue a sufrir una larga agonía, como la de Lenin. Pero si ése fuera el caso y me viera imposibilitado de llevar una vida medianamente normal, quiero reservarme la decisión de poner fin a mi existencia: siempre he pensado que es preferible un suicidio limpio a una muerte sucia.» Pero Liev Davídovich se negaría a escribir que el origen de aquella sensación de final acechante venía de muy lejos, en el tiempo y en el espacio. Su muerte, planificada hacía muchos años en un despacho del Kremlin, ahora se hallaba entre las prioridades de Stalin, pero no, como decían algunos, por temor a los juicios sobre su persona que Liev Davídovich vertía en la biografía en proceso: Stalin se sentía por encima de las palabras. ¿Por qué, entonces? Durante años el montañés se había dedicado a exterminar a sus partidarios para asegurarse, como el gángster que siempre había sido, de que no pudiera salir de la oscuridad una mano vengadora; además, había aislado a Liev Davídovich y sabía muy bien que al desterrado cada vez le resultaría más difícil colocarse al frente de un nuevo movimiento comunista, como lo había demostrado la pobre ficción en que había derivado la IV Internacional. El mayor peligro para la vida del proscrito había comenzado justo cuando Stalin tuvo la certeza de que le había exprimido todo el jugo que necesitaba para alimentar sus represiones dentro y fuera de la Unión Soviética. Y, como a máquina obsoleta, había decidido enviarle al desguazadero y evitar los riesgos de cualquier reactivación.

«Hecho mi escuálido legado material», volvería sobre el papel, «quiero aprovechar este testamento para recordar que, además de la felicidad de haber sido un luchador por la causa del socialismo, he tenido la fortuna de poder compartir mi vida con una mujer como Natalia Sedova, capaz de darme hijos como Liova y Seriozha. Durante casi cuarenta años de vida en común, ella ha sido una fuente inagotable de ternura y magnanimidad. Ha padecido grandes sufrimientos. Pero yo encuentro algún consuelo en la certeza de que también ha conocido días de felicidad. Lamento no haber podido darle más de esos días: solo me alivia saber que, en lo esencial, nunca la engañé. Desde que la conocí, ella supo que se comprometía con un hombre al que lo conducía la idea de la revolución, y nunca la sintió como una adversaria, sino como una compañera en el viaje de la vida, que ha sido el de la lucha por un mundo mejor», escribió y se le escapó un suspiro. Firmó cada uno de los folios, los lacró y trató de olvidarse de ellos.