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En realidad, era el empuje de su mujer lo que más alentaba a Liev Davídovich a seguir adelante. Sabía que ella sufría, pero lo hacía en silencio, porque su carácter le impedía flaquear: continuaba dirigiendo la fortificación (los muros se hicieron más altos, se blindaron todas las puertas y ventanas con cortinas de acero), organizando la vida en la casa y ayudando a Sieva a recuperar la lengua rusa, mientras seguía aguardando, con su mejor obstinación y en contra de las evidencias, alguna noticia que le confirmara que Seriozha aún vivía. Cuando él veía a su Natasha, esforzada y tenaz, y recordaba sus pasados devaneos eróticos, una vergüenza fría le recorría el cuerpo y concluía que solo afectado por una locura transitoria pudo haber cometido actos que la hicieran sufrir.

Fuera de su ámbito personal, el mundo también se deshacía: aquel 14 de julio no se había cantado «La Marsellesa» en la plaza de la Bastilla, pues los nazis ya estaban en París. La campaña había resultado tan fulminante que apenas necesitaron treinta y nueve días para doblegar a la orgullosa Francia. Liev Davídovich no dejaba de pensar en Alfred y Marguerite, pues no tenía idea de qué podría ocurrir ahora con ellos y con el resto de sus seguidores franceses (de Etienne, cuya lealtad seguía siendo un interrogante, no había tenido noticias en las últimas semanas y presumía que se habría marchado de París, como tantos miles de personas). Pero más doloroso le resultó escuchar la declaración de apoyo al Tercer Reich formulada por el canciller soviético, el infame Molotov, y ver confirmado el acuerdo de repartición de Europa pactado por Hitler y Stalin el año anterior, como lo demostraba la «anexión» de las repúblicas bálticas al imperio soviético.

El resultado de aquellas conquistas imperiales era que la vieja Europa iba quedando aplastada por el peso de la esvástica hitleriana y la hoz y el martillo soviéticos. ¿Cuál de los dos, llegado el momento, lanzara el primer zarpazo al otro?, se preguntaba Liev Davídovich: y aunque no podía mostrar en público su pesimismo, presentía que se avecinaban tiempos de grandes sufrimientos para su pueblo. Echando mano del poco optimismo que le quedaba, llegó a considerar que quizás había que pagar esa nueva cuota de dolor para que el país despertara y se recolocara en su lugar el sueño revolucionario.

A Liev Davídovich le sorprendió recibir la visita del general Núñez y del coronel Sánchez Salazar, que venían a informarle que treinta personas, casi todos miembros del Partido Comunista Mexicano, habían sido detenidas, acusadas del ataque del 24 de mayo. Salazar se disculpó con él por no haberle adelantado las evidencias que les permitieron continuar la investigación, y él le respondió que si los resultados lo ameritaban, no solo lo disculparía, sino que también lo felicitaría… por su suerte.

Según Salazar, poco después de la declaración pública del exiliado, la policía había tenido la increíble fortuna de escuchar el comentario de un borracho que los había puesto en la pista del hombre encargado de conseguir los uniformes de policía utilizados en el asalto. Tirando del hilo, comenzaron a descubrir cómplices, hasta llegar a uno de los asaltantes, David Serrano, quien los había conducido al hallazgo, por un lado, de dos mujeres encargadas de vigilar la casa y de distraer a los policías de la custodia, y, por otro, de un tal capitán Néstor Sánchez, que al ser detenido había dado información cruciaclass="underline" el asalto lo había dirigido el pintor Siqueiros y un judío francés cuya identidad todos los detenidos parecían desconocer. Ya sabían que en el ataque también habían estado involucrados los dos cuñados de Siqueiros y su asistente, Antonio Pujol, y el comunista español Rosendo Gómez, todos veteranos de la guerra civil española. Aunque las declaraciones eran confusas, Salazar pensaba que el judío francés y Pujol habían sido los responsables directos del ataque, pues Siqueiros se había quedado fuera de la casa, junto a la garita de los policías. La orden de captura del pintor había sido emitida, pero no tenían la menor idea de dónde podría hallarse y temían que ya estuviera lejos del país. Respecto al judío francés, quizás el verdadero artífice del complot, solo Siqueiros y Pujol parecían haber estado en contacto con él. Los detenidos incluso se contradecían y algunos de ellos afirmaban que era polaco.

Mientras escuchaba a Salazar, Liev Davídovich pensaba en el grado de perversión que la influencia de Stalin había inoculado en el alma de hombres como aquellos que, tras abrazar el ideal marxista y vivir traiciones como las que se habían cometido en España, seguían siendo fieles a las órdenes de Moscú e incluso eran capaces de atentar contra la vida de otros seres humanos. Le dio risa, en cambio, el coraje del «Coronelazo» Siqueiros, que después de organizar el atentado no se había atrevido a entrar en la casa y dirigir el ataque. Era lamentable que un artista de su talla se hubiera convertido en un pistolero de tercera categoría, terrorista y mentiroso.

Unos días después, la peor hipótesis se confirmó. La policía había encontrado el cadáver de Bob Sheldon enterrado en la cocina de una choza en las alturas de Santa Rosa, en el desierto de Los Leones. A las cuatro de la mañana, unos emisarios de Salazar fueron a buscar a Liev Davídovich para que lo identificara, pero Robbins se negó a despertarlo y envió a Otto Schüssler. Al amanecer, sin embargo, cuando Natalia le contó lo ocurrido, pidió ir a Santa Rosa, donde se encontró con Salazar y el general Núñez.

El cadáver de Bob Sheldon estaba sobre una mesa rústica, en el patio de la casa. Aunque lo habían lavado, tenía restos de la tierra y la cal que lo habían cubierto. El cuerpo se conservaba perfectamente, y en el lado derecho de su cabeza mostraba los orificios de entrada de dos disparos. Al verlo, Liev Davídovich sintió una conmoción profunda, pues tuvo la certeza de que, en connivencia o no con la GPU, Bob Sheldon había sido otra víctima de la furia de Stalin contra su persona, y que aquel cadáver bien podía ser el de Liova, al que no pudo darle un último adiós, o el del pequeño Yakov Blumkin, el del eficiente Klement, el de Sérmux o el de Posnansky, sus viejos y entrañables secretarios desde los días de la guerra civil, tal vez el del empecinado Andreu Nin o el del simpático Erwin Wolf, todos devorados por el terror, todos asesinados por la furia criminal de Stalin. Los policías respetaron su mutismo y permanecieron en silencio unos minutos. Después Salazar le pidió un poco de paciencia para culminar la investigación: la muerte de Sheldon confirmaba su participación en el asalto. Pero Liev Davídovich se negó otra vez a aceptar esa teoría y exigió regresar a la casa. Quería estar solo, con sus culpas y sus pensamientos.

Ya no dudaba de que la suerte, o los designios inescrutables de Stalin, le habían concedido una prórroga, aunque estaba convencido de que sería de corta duración. Su ánimo fluctuaba entre la prisa por concluir los asuntos pendientes y la depresión por la certeza de que muy pronto todo terminaría y su obra y sus sueños quedarían en manos del destino imprevisible que les daría la posteridad. Desde hacía demasiados años era un paria, un acogido que debía comportarse para no molestar a sus anfitriones; lo habían convertido en un monigote sobre el que afinaban la puntería los fusiles de la mentira, en un hombre totalmente solo, que caminaba por un patio amurallado de un país lejano, acompañado apenas por una mujer, un niño y un perro, rodeado por decenas de cadáveres de familiares, amigos y camaradas. No tenía poder, no tenía millones de seguidores, ni tenía partido; sus libros ya casi nadie los leía: mas Stalin lo quería muerto y dentro de muy poco engrosaría la lista de mártires del estalinismo. Y lo haría dejando atrás un enorme fracaso: no el de su existencia, que él consideraba una circunstancia apenas significativa para la historia, sino el de un sueño de igualdad y libertad para la mayoría, al cual había entregado su pasión… Liev Davídovich confiaba, no obstante, en que las generaciones futuras, libres de los yugos del totalitarismo, podrían hacerle justicia a ese sueño y, tal vez, a la obstinación con que él lo había sostenido. Porque la lucha mayor, la de la historia, no terminaría con su muerte y con la victoria personal de Stalin: comenzará dentro de unos años, cuando las estatuas del Gran Líder sean derribadas de sus pedestales, escribió.