Aunque Liev Davídovich sabía que debía olvidarse de ese turbio atentado, cada revelación lo atraía como un imán. La historia del supuesto judío polaco o francés parecía conducir a las policías de México y Estados Unidos tras las huellas de un oficial de la NKVD con larga experiencia y misiones cumplidas en Francia, España y Japón. Salazar había averiguado que, por órdenes del judío, se habían alquilado dos casas en Coyoacán para utilizarlas como apoyo para el ataque. A pesar de aquellos avances, Liev Davídovich estaba convencido de que el misterioso judío se convertiría en una incógnita eterna, como lo serían las razones por las cuales un profesional como aquél no había dado dos pasos hacia el interior del cuarto y ejecutado la condena.
La tensión que se vivía dentro de la fortaleza de Coyoacán se tornó un lodo absorbente donde se atascaban los días. Liev Davídovich no conseguía volver a la rutina de antes, de por sí anormal, pero a la que se había acostumbrado. No obstante, cada vez que podía, hacía una escapada fuera de aquella prisión, en busca de un horizonte. La alarma había llegado al extremo de que unos amigos norteamericanos le enviaron un chaleco antibalas, pero él se había negado a llevar aquella coraza, como también prohibió que cada una de las personas que lo visitaban fuese cacheada o que uno de los secretarios estuviese presente en sus entrevistas, ya fuera con periodistas o con amigos como Nadal, Rühle u otros que llegaban ocasionalmente.
Por aquellos días, Sylvia Ageloff regresó de Nueva York y, a instancias de Liev Davídovich, la invitaron a que fuera una tarde, con Jacson, a tomar el té: él quería agradecerle a éste sus gestos con los Rosmer y disculparse por no haberlo atendido como se merecía aquella tarde en la que, urgido por el trabajo, no pudo sentarse a tomar el té. En esa ocasión, más distendidos, tuvieron un encuentro afable. Sylvia, que siempre había sentido un respeto reverencial por Liev Davídovich, parecía estar en una nube por su deferencia hacia ella y su compañero, mientras Jacson, fiel a su educación burguesa, había llevado una caja de bombones finos para Natalia y un regalo para Sieva.
Después de aquel encuentro, Liev Davídovich le comentaría a Natalia que Jacson se le había antojado un tipo peculiar. Ante todo, era insólito que, sin la menor vergüenza, asegurase que la política lo traía sin cuidado, pues cuando Sylvia y él habían discutido sobre la simpatía de ella por la fracción de Shachtman, él se había puesto de parte de Liev Davídovich y, con cierta vehemencia, le había reprochado a ella esa actitud yankee de creer que los norteamericanos siempre tienen la razón. Poco antes de irse, cuando estuvieron hablando sobre los perros y él había rozado el tema de la necesidad de recabar fondos para los trabajos de la Internacional, Jacson le había ofrecido su experiencia en asuntos bursátiles y hasta el crédito y los contactos de su acaudalado jefe. En aquel instante, Liev Davídovich recordó que uno de los secretarios le había comentado ese ofrecimiento de Jacson, que él había rechazado, convencido de que no podía mezclarse en especulaciones monetarias ni siquiera para sostener el más idealista de los proyectos políticos. Ante la reacción del exiliado, Jacson se había disculpado, diciendo que entendía. Liev Davídovich sintió en ese instante que en aquel hombre había algo que no acababa de encajar: la historia del pasaporte comprado en Francia para no participar en la guerra, su disposición a utilizar el capital de su jefe para hacerles ganar dinero, su desinterés por la política a pesar de haber trabajado como periodista y ser hijo de diplomáticos, la ostentación que solía hacer de sus posibilidades económicas… No, algo no encajaba. Aunque el exiliado pensaba que el origen de aquella incongruencia tal vez emanaba de su charlatanería de burguesito, le dijo a Natalia que tal vez valdría la pena intentar saber un poco más de Jacson. Por lo pronto, ya agradecido su gesto hacia los Rosmer, lo mejor sería no volver a recibirlo, agregó.
Sánchez Salazar fue a verle para informarle que habían detenido a Siqueiros en un pueblo del interior. Según el policía, desde los primeros interrogatorios, siempre muy petulante (y, comentaría Liev Davídovich, seguro de que alguien lo sacaría de entre las manos de la justicia), había excluido a la NKVD de su plan de ataque y negado la participación de ningún francés o polaco en el atentado. Aseguraba que la idea del ataque la habían concebido él y sus amigos cuando, estando en España, supieron de la traición del gobierno mexicano al proletariado mundial al dar asilo a Trotski, un apóstata capaz de ordenar a sus seguidores que se levantaran contra la República en plena guerra civil. Pero que se habían decidido a llevarlo a cabo cuando se inició la guerra en Europa, pues creían que así impedirían que el traidor regresara a una URSS eventualmente ocupada por sus aliados, los nazis. En ese punto, Liev Davídovich incluso sonrió y le preguntó al policía si Siqueiros sabía que él era judío y comunista. El propio Sánchez Sala-zar admitió que las contradicciones eran flagrantes, pues el pintor había añadido que el objetivo del asalto no era matarlo (lo hubiéramos hecho de haber querido, repetía), sino presionar a Cárdenas para que lo expulsara del país. Igualmente afirmaba que habían preparado el golpe sin contar con el Partido, lo cual resultaba aún más increíble, pues todos los integrantes del comando eran militantes comunistas. Lo único que alegró a Liev Davídovich de aquella detención fue pensar que, probablemente, se celebrara un juicio, y sería la ocasión que le negaron los noruegos para denunciar en un foro público los métodos criminales y las mentiras del régimen de Stalin.
Fue la tarde del 17 de agosto, mientras Liev Davídovich se disponía a distraerse con los conejos y con Azteca, cuando se presentó el novio de Sylvia. El motivo de su visita era que, tras la conversación que había escuchado entre la muchacha y el exiliado, había escrito un artículo sobre la defección de Shachtman y Burnham, los líderes trotskistas norteamericanos. Y le recordó que le había comentado su interés por escribir algo sobre aquellos temas y su deseo de obtener el veredicto del viejo revolucionario. El mismo Liev Davídovich, antes de que se despidieran, le había dicho que revisaría el escrito, pese a que ya no recordaba aquel compromiso.
Durante los cuatro días siguientes, varias veces Liev Davídovich se preguntaría por qué había aceptado recibir a Jacson si ya había decidido no verlo más. Le comentaría a Natalia que había sentido pena por la ingenuidad política del joven y por el modo rotundo en que se había negado a aceptar su colaboración financiera. Por la razón que fuese, había hecho pasar al belga al estudio y comenzó a leer el artículo para convencerse definitivamente de que aquel tipo era tonto: repetía las cuatro ideas que él había dicho en la conversación con Sylvia, y de pronto saltaba a comentar la situación de la Francia ocupada, sin la menor idea de cómo enlazar una historia y otra. ¿Qué clase de periodista era aquel personaje?
En su ansiedad por oír el juicio de Liev Davídovich, Jacson había estado todo el tiempo a su espalda, recostado al borde de la mesa de trabajo, leyendo sobre el hombro del exiliado lo que éste señalaba en el texto. Aquella presión cálida sobre la nuca de pronto provocó pavor en el exiliado. Mientras doblaba las hojas, llamó a Natalia para que acompañara a Jacson a la salida y le explicó al joven que debía reescribir el artículo si pretendía publicarlo. El hombre tomó las hojas con cara de perro apaleado y, al verlo, Liev Davídovich volvió a sentir pena por él. Tal vez por eso, cuando el belga le preguntó si podía traerle el trabajo reescrito, él le respondió que sí, pensando en que la respuesta apropiada y necesaria era no. Sin embargo, durante la cena le dijo a Natalia que no quería recibirlo de nuevo; no le gustaba ese hombre que, para empezar, no podía ser belga: a ningún belga con un mínimo de educación (y éste era hijo de diplomáticos) se le ocurriría respirarle en la nuca a una persona a la que apenas conocía.