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El que sería el penúltimo amanecer de su vida y el último del que tendría conciencia, Liev Davídovich despertó con la sensación de haber dormido como un niño. Los somníferos que le habían recetado tenían un efecto relajante que le permitía descansar y despertar con ánimos, a diferencia de los que había tomado unos meses antes, que le provocaban una molicie pegajosa. Por la mañana pasó más tiempo de lo habitual con los conejos, pues nada más verlos comprobó cuan abandonados los había tenido desde que el mismo doctor que le cambiara las drogas le recomendó reposo en vista de su elevada tensión sanguínea. Él había tratado de explicarle que estar con los conejos y conAzteca, lejos de fatigarlo, le reconfortaba, pero el médico insistió en que no hiciera esfuerzos físicos, e incluso le prohibió que escribiera. El cabrón debe de ser de la GPU, había pensado.

La mañana de trabajo se prolongó más de lo habitual. Se había empeñado en la redacción de un artículo prometido a sus camaradas norteamericanos sobre las teorías del derrotismo revolucionario y el modo de asumirlo en una situación diferente a la de 1917, teniendo en cuenta que la guerra imperialista actual, como había declarado en más de una ocasión, era un desarrollo de la anterior, una consecuencia de la profundización de los conflictos capitalistas, por lo cual se imponía mirar la realidad con nuevos prismas.

La buena nueva del día había sido el cable traído por Rigualt, su abogado mexicano, con la confirmación de que sus archivos al fin estaban a buen recaudo en la Houghton Library de la Universidad de Harvard. Rigualt le había traído también un regalo: dos latas de caviar rojo. A la hora del almuerzo le había pedido a Natalia que las abriera y él mismo lo había servido. Apenas el caviar tocó sus papilas, sintió un corrientazo que lo trasladó a los primeros tiempos del gobierno bolchevique, cuando recién se habían instalado en el Kremlin. En aquellos días, su familia y él vivían en la Casa de los Caballeros, donde antes de la revolución se alojaban los funcionarios del zar. La Casa había sido dividida en cuartos, y en uno de ellos vivían los Trotski, separados por un pasillo de los cubículos que ocupaban Lenin, su mujer y su hermana. El comedor que utilizaban era común a los dos cuartos, y la comida que solían servirles era empecinadamente mala. No comían más que carne salada, y la harina y la cebada perlada con que preparaban la sopa estaban llenas de arena. Lo único apetecible y abundante, gracias a que no podían exportarlo, era el caviar encarnado. El recuerdo de aquel caviar siempre había teñido en su memoria la imagen de esos primeros años de revolución, cuando las tareas políticas que enfrentaban eran tan grandes y desconocidas que vivían en vértigo perpetuo y, aun así, Vladimir Ilich, siempre que podía, dedicaba unos minutos a jugar con los hijos de Liev Davídovich. Ese mediodía final, mientras devoraba el caviar, había vuelto a preguntarse si ya todos los grandes sueños estaban condenados a la perversión y el fracaso.

Después de una breve siesta había regresado a su estudio, decidido a terminar varios trabajos para poder dedicarse a la revisión de la biografía de Stalin. Ahora quería incluir en el libro la, al parecer, última carta que Bujarin había escrito al Sepulturero, mientras esperaba el veredicto a su apelación. Eran unas pocas líneas, muy dramáticas, más aún, tétricas, que unas manos amigas se las habían hecho llegar y que, desde entonces, no podía sacárselas de la cabeza. En la carta, Bujarin, condenado a muerte, ya ni siquiera le pedía clemencia, sino una razón: «Koba, ¿por qué necesitas que yo muera?». ¿Bujarin no lo sabía? Porque él sí sabía por qué Stalin los quería muertos, a todos ellos.

Reanudó el trabajo dictando algunas ideas para un artículo con el que pretendía responder a los nuevos ataques verbales de los estalinistas mexicanos, pero en algún momento extravió la concentración y recordó que Jacson, el novio de Sylvia, le había anunciado que regresaría esa tarde con el artículo reescrito. Nada más pensar en tener que ver a aquel hombre y leer su sarta de obviedades lo disgustó. Lo liquidaré en un par de minutos y después daré la orden definitiva: no lo recibiré más, bajo ningún concepto, pensó.

Mientras esperaba a Jacson, observó que fuera de su estudio hacía una tarde hermosa. El verano mexicano podía ser duro pero no despiadado. Aun en agosto, al menos en Coyoacán, siempre corría la brisa. Liev Davídovich lamentó que las ventanas que daban a la calle estuviesen tapiadas y se cortara el flujo de aire fresco y la posibilidad de ver pasar a la gente, los vendedores de frutas y de flores, con sus perfumes y sus colores. Sabía que, a pesar de la miseria, de la guerra y la muerte, más allá de los muros entre los que vivía serpenteaba una vida normal y pequeña, que trataba de resolverse día a día, una vida con la que muchas veces soñaba como si fuese el gran privilegio que le había sido arrebatado.

Como Sieva aún no había regresado del colegio, Azteca dormitaba en la puerta de su estudio. El mestizo se había convertido en un perro hermoso, con una belleza diferente a la aristocrática de Maya, pero definitivamente atractiva. ¿A quién amará más Azteca, a Sieva o a mí?, se preguntó: ojalá pudiera preguntárselo a él y decirle que yo también lo amo, y sonrió. Observando al perro recordó que debía alimentar a los conejos. Salió al patio, se acomodó los guantes de tela gruesa y por varios minutos su mente solo se ocupó de la actividad que realizaba: sus conejos también eran hermosos, pensaba, y se sintió por unos instantes lejos de los dolores del mundo. Fue entonces cuando escuchó el chirrido carcelario de la puerta: Jacson, comprobó, mientras maldecía el momento en que había aceptado volver a verlo. Lo despacharé lo más rápido que pueda, seguramente pensaría, y por última vez en su vida Liev Davídovich Trotski acarició la piel suave de un conejo y dirigió unas palabras de amor al perro que lo acompañaba.

27

En el instante en que atravesó el umbral blindado de la fortaleza de Coyoacán y vio, en el centro del patio, la mesa cubierta con un mantel de vivos colores mexicanos, sintió cómo recuperaba el control de sí mismo. La ira que lo había acompañado durante todo el día se esfumó, como polvo barrido por el viento.

Desde que la noche anterior Ramón regresara al hotel, el regusto pastoso del coñac y el amargo de una rabia explosiva se le habían instalado en el estómago, induciéndolo al vómito. La conciencia de que su voluntad, la capacidad de decidir por sí mismo, se habían evaporado comenzaba a asediarlo y le llevaba a sentirse un instrumento de designios poderosos en cuyos mecanismos había sido engarzado, negándosele cualquier posibilidad de retroceso. La certeza de que dentro de tres, cuatro, cinco días entraría en la corriente turbia de la historia convertido en un asesino le provocaba una malsana mezcla de orgullo militante por la acción que realizaría y de repulsión hacia sí mismo por el modo en que debía acometerla. Varias veces se preguntó si no habría sido preferible, para él y para la causa, que su vida hubiera terminado bajo las orugas de un tanque italiano a las puertas de Madrid, como su hermano Pablo, antes que pensar que su misión solo sería la de drenar el odio que otros habían acumulado y, alevosamente, habían inoculado en su espíritu.

Aquella mañana, cuando despertó, ya Sylvia había ordenado el desayuno, pero él apenas probó el café y, sin decir palabra, se había metido en la ducha. Desde el último viaje a Nueva York, la mujer había notado que el carácter afable de su amante se había comenzado a torcer, y el temor a que la fantástica relación pudiera resquebrajarse la hacía temblar de pavor. Él le había explicado que los negocios no marchaban bien, que la reforma de las oficinas se demoraba y costaba demasiado, pero el instinto femenino le gritaba que otros problemas lastraban el alma de su querido Jacques.