– Búsquese un borzoi, un galgo ruso.Maya era un borzoi. Son los perros más fieles, hermosos e inteligentes del mundo… con la excepción de Azteca, por supuesto -dijo, guiñando el ojo, y acarició más las orejas del perro, para luego apretarlo contra su pecho.
– ¿Sabe?, usted es la segunda persona que me habla de esos perros. Un periodista inglés al que conocí me dijo que tenía uno.
– Óigame bien, Jacson, si alguna vez tiene un borzoi, nunca se olvidará de mí -sentenció el viejo y miró su reloj. De inmediato palmeó el flanco deAzteca y se puso de pie-. Debo ocuparme de mis conejos y tengo trabajo atrasado. De verdad ha sido un placer conversar con usted y con la testaruda de Sylvia.
– ¿Quiere que lo ayude con los conejos? -se ofreció Jacques.
Sylvia y Natalia sonrieron, pues quizás conocían la respuesta.
– No se preocupe, gracias. Los conejos no son tan inteligentes y se ponen nerviosos con los extraños.
Jacques se levantó. Miró hacia el suelo, como si se le hubiera perdido algo, y de pronto reaccionó.
– Señor Trotski…, estaba pensando…, es que me gustaría escribir algo sobre los problemas de los partidos políticos y de la resistencia francesa. Conozco muy bien Francia, pero sus ideas me han hecho entender las cosas de otra manera y… ¿me haría usted el favor de revisarlo?
El viejo se volteó hacia las conejeras. La tarde comenzaba a caer. Con gestos que parecían mecánicos soltó los botones de los puños para enrollarse las mangas de su blusón ruso.
– Le prometo no robarle mucho tiempo -siguió Jacques-. Dos o tres folios. Si usted los lee, estaría más seguro de no cometer un error de análisis.
– ¿Cuándo me lo traería?
– ¿Pasado mañana, el sábado?
– Solo quiero que no me robe mucho tiempo.
– Se lo prometo, señor Trotski.
Con el borde del blusón, el exiliado se limpió los cristales de las gafas. Dio un paso hacia Jacques y, ya con las gafas puestas, lo miró a los ojos.
– Jacson…, usted no parece belga. El sábado a las cinco. Hágame leer algo interesante. Buenas tardes.
El renegado se dirigió hacia las conejeras. Jacques Mornard, con una sonrisa congelada en los labios, fue incapaz de responder a la despedida. Solo esa noche, cuando colocó un folio tras el rodillo de la máquina de escribir, comprendió que, con sus últimas palabras, el hombre al que debía matar le había lanzado su soplo en la nuca.
Despertó con dolor de cabeza y de mal humor. Apenas había dormido a pesar del agotamiento en que lo lanzaron aquellas tres horas de esfuerzo, al final de las cuales solo había logrado escribir un par de párrafos farragosos y con las ideas mal hilvanadas. ¿De dónde sacar algo que le resultara interesante al viejo? Ahora tenía la certeza de haber soñado otra vez con una playa y unos perros que corrían por la arena, y recordó que había despertado en la noche abrazado por la angustia. La convicción de que todo terminaría al día siguiente, cuando hundiera el piolet en el cráneo del traidor renegado, lejos de calmarlo lo llenaba de desasosiego. Con el café se tragó un par de analgésicos y, cuando Sylvia le preguntó adónde iba, le susurró algo de la oficina y los albañiles, y con las cuartillas emborronadas salió a la calle.
Su mentor lo esperaba en el departamento de Shirley Court y, tras contarle los detalles de la visita de la tarde anterior, su ansiedad explotó.
– ¡Sé cómo tengo que matarlo, pero no puedo escribir un puto artículo! ¡Me pidió que fuera algo interesante! ¿Qué cosas interesantes voy a escribirle?
Tom recibió los folios que, casi implorante, Ramón le tendía, y le dijo que no se preocupara por el artículo.
– Tengo que hacerlo mañana, Tom. Prepara las cosas para ayudarme a escapar. No puedo esperar más. Lo mataré mañana -repitió.
Caridad los escuchaba, sentada en uno de los butacones, y Ramón, en su aturdimiento, creyó ver en las manos de la mujer un ligero temblor. Tom, las cuartillas en la mano, miraba las líneas mecanografiadas, llenas de tachaduras y añadidos. Entonces estrujó las hojas, las lanzó a un rincón y comentó, como si no fuera importante:
– No vas a matarlo mañana.
Ramón creyó haber oído mal. Caridad se inclinó hacia delante.
– Si hemos trabajado tres años -siguió- y hemos llegado hasta donde estamos, es para que todo salga bien. No eres el único que se está jugando la vida. Stalin me perdonó el desastre de los mexicanos porque nunca confiamos demasiado en ellos, pero no me va a perdonar un segundo fracaso. Tú no puedes fallar, Ramón, por eso no vas a hacerlo mañana.
– Pero ¿por qué no?
– Porque yo sé lo que hago, siempre lo sé… Cuando estés solo con el Pato tendrás todos los hilos en las manos, pero debes tenerlos bien agarrados.
Ramón inclinó la cabeza. Sintió que, como siempre, el aplomo de Tom lo tocaba y hasta la angustia comenzaba a desvanecerse.
Tom encendió un cigarrillo y se puso al frente de su pequeña tropa: le pidió a Caridad que hiciera café y ordenó a Ramón que fuese al monte de piedad a comprar una máquina de escribir, de un modelo portátil.
Cuando regresó con la máquina, Caridad le ofreció el café y le dijo que Tom lo esperaba en el cuarto. Ramón lo encontró inclinado sobre el gavetero que había escogido como escritorio y vio que en el piso había hojas arrugadas, escritas con caracteres cirílicos. El asesor exigió silencio con un gesto, sin dejar de repetirbliat'!, bliat'! De pie, Ramón esperó hasta que el otro se volvió.
– Vamos, voy a dictarle a Caridad el artículo y la carta que debes llevar encima.
– ¿Qué carta?
– La historia del trotskista desencantado.
– ¿Qué tengo que hacer mañana?
– Digamos que un ensayo general. Vas a ir a la casa del traidor con todas las armas encima, para que veas cómo puedes entrar y salir sin que nadie sospeche nada. Le vas a dar el artículo y vas a estar a solas con él. El artículo será tan lamentable que tendrá que hacer muchas correcciones y él mismo te dará la posibilidad de regresar para otra revisión. Entonces será el momento, porque ya tendrás calculada la manera en que lo vas a golpear, la forma de salir… Tienes que estar seguro de que harás cada cosa con mucha calma y con mucha seguridad. Ya sabes que si pones un pie en la calle, yo te garantizo el escape, pero mientras estés dentro de la casa, tu suerte y tu vida dependen de ti.
– No fallaré. Pero déjame hacerlo mañana. ¿Y si no puedo volver a verlo?
– No fallarás y no lo harás mañana: y de alguna forma volverás a verlo, eso es seguro -dijo Tom, tomándolo por la cara y obligándolo a mirarle a los ojos-. De ti depende el destino de muchas gentes. Y depende que le callemos la boca a los que no confiaron en vosotros, los comunistas españoles, ¿te acuerdas? Vas a demostrar de lo que es capaz un español con dos cojones y una ideología en la cabeza -y con la mano derecha golpeó la sien izquierda de Ramón-. Vas a vengar a tu hermano muerto en Madrid, las humillaciones que tuvo que soportar tu madre, vas a ganarte el derecho a ser un héroe y vas a demostrarle a África que Ramón Mercader no es un tipo blando.
– Gracias -dijo Ramón, sin saber por qué lo decía, mientras sentía cómo la presión de las manos de su tutor se convertía en un calor sudoroso sobre su rostro. En ese instante se convenció de que la historia de las humillaciones de Caridad, mencionadas de pasada por Tom, en realidad formaban parte de una estrategia urdida por su madre y por el agente para apuntalar su odio: solo así se explicaba que Tom hubiese tenido noticias de la conversación en el Gillow. Pero ¿cómo era posible que Tom también supiera que África lo acusaba de ser demasiado blando?
– Arriba, a trabajar -Tom lo palmeó en el hombro y le sacó de sus pensamientos-. Tienes que aprenderte de memoria la carta que vamos a escribir. Cuando termines, la dejas caer al suelo y sales. Pero si te atrapan, esa carta es tu escudo. Siempre tienes que decir que te llamas Jacques Mornard y repetir lo que diga esa carta. Pero no te van a coger, no. Tú eres mi muchacho y vas a salir. Te lo digo yo…