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En ese instante, a través de la ventana, Ramón pudo ver borrosamente a Harold Robbins. El jefe del cuerpo de guardaespaldas miraba hacia el estudio y luego dirigía la vista hacia la torre de vigilancia. Lentamente sacó la mano de la gabardina y decidió buscar el pañuelo en el bolsillo trasero del pantalón. Sus gafas se habían humedecido con el sudor y, sin soltar el abrigo, se secó la cara y, con dificultad, se quitó las gafas y las limpió.

La cabeza del renegado volvió a hacerse nítida. Seguía inmóvil, retándolo. En aquella cabeza estaba todo lo que aquel hombre poseía, todo lo que significaba, y ahora la tenía allí, a su merced. ¿Por qué Kotov no le había dado la carta que debía soltar mientras salía? A Ramón, con la vista fija en el sitio donde iba a clavar el pico de acero, lo deslumbró una nueva certeza: lo mejor era olvidarse de la maldita carta, no podía seguir pensando, estaba desperdiciando la oportunidad de oro fabricada durante años, una ocasión quizás irrepetible. Pero al mismo tiempo comprendió que en aquel momento no era capaz de ejecutar el mandato, aunque su confusión le impedía saber por qué: ¿miedo?, ¿obediencia a las órdenes de Tom?, ¿la carta que no tenía?, ¿necesidad de prolongar aquel enfermizo juego de poder?, ¿dudas sobre las probabilidades de llegar a la calle? Desechó esto último, pues, a pesar de la soledad de que disfrutaba con el renegado, era evidente que las posibilidades de escape tantas veces mencionadas por Tom nunca habían llegado al treinta por ciento. Solo si se producía una milagrosa conjunción de casualidades lograría salir de la casa tras asestar el golpe, y tuvo la certidumbre de que, si se atrevía a darlo, algo ocurriría y se le troncharía aquella ínfima opción. La próxima vez que entrara en la fortaleza, tal vez conseguiría sobreponerse y matar al hombre más perseguido del mundo, el anciano cuya respiración podía escuchar, a dos pasos de él, cuyo cráneo seguía invitándolo. Sin embargo, ahora estaba completamente seguro de que él no lograría escapar. En realidad, ¿estuvo alguna vez prevista la fuga? Se convenció de que sus jefes sin duda preferirían que lograse salir de la casa, pero que lo consiguiera o no, eso carecía de importancia, y Ramón comprendió que lo habían destinado a cometer un crimen que, a la vez, sería un acto suicida. Más aún: su mentor había diseñado aquel montaje con tal maestría que, en el desenlace, el propio condenado se encargaría de fijar la fecha de su muerte y, para alcanzar la máxima perfección, también la de su victimario. Y comprendió que su inmovilidad respondía a aquella macabra coyuntura, capaz de dominar su cuerpo y su voluntad.

– Esto necesita mucho trabajo -dijo el exiliado, sin levantar la vista.

– ¿Le parece muy malo? -preguntó Jacques Mornard, después de unos segundos, temiendo que la voz le fallara.

– Tiene que reescribirlo completo y…

– Está bien -lo interrumpió y se acercó a la mesa-. Lo reescribiré el fin de semana. Ahora tengo que irme, Sylvia me espera para ir a cenar y…

Jacques necesitaba salir de aquel espacio opresivo. Pero el exiliado había decidido conservar los folios revisados en la mano y se había vuelto hacia el visitante, al que lanzó una mirada incisiva.

– ¿Por qué no se quitó el sombrero?

Jacques se llevó la mano a la frente y trató de sonreír.

– Como voy con prisas…

El viejo lo miraba aún más intensamente, como si deseara penetrarlo.

– Jacson, usted es el belga más extraño que conozco -dijo, y le alargó al fin las cuartillas, para reclamar en voz alta-. ¡Natasha!

Jacques tomó las hojas y las dobló de cualquier modo, mientras percibía cómo la humedad fría de sus manos se adhería al papel. Preparando la sonrisa para la llegada de la mujer, consiguió devolver los folios al bolsillo de la gabardina, que estuvo a punto de rodársele por el peso de los instrumentos de muerte que cargaba. Mecánicamente movió la mano hasta tocar la empuñadura del puñal. El sonido de pasos que se acercaban advertían de la eficiencia del llamado. Natalia Sedova, con un delantal cubriéndole el pecho y el regazo, se asomó al estudio y, al ver a Jacques, sonrió.

– No sabía que…

– Buenas tardes, madame Natalia -dijo y aferró el puñal.

– Jacson se va, querida. Por favor, acompáñalo.

Ramón sintió que, en lugar de una despedida, las palabras del exiliado sonaban como una orden de expulsión. Tenía el puñal fundido a su mano derecha, pero solo pensó que al fin ocurría lo que tenía que ocurrir: porque no era posible que aquel hombre, acosado por la muerte desde hacía tantos años, fuese a permanecer impávido en el fondo de la red donde lo habían envuelto, como si desde allí él mismo llamara a su muerte. No era lógico, casi resultaba increíble que con su inteligencia y su conocimiento de los métodos de sus perseguidores se hubiese tragado toda esa historia de un belga desertor, dedicado a hacer negocios que nadie sabía a ciencia cierta cuáles eran, que trabajaba en una oficina inexistente y se reunía con un jefe fantasma, que decía cosas inapropiadas y cometía errores de bulto, o aseguraba ser periodista y escribía un artículo lleno de obviedades: un belga que, para colmos, de visita en una casa y ya bajo techo, olvidaba descubrirse. Ramón soltó el puñal y, como estaba decretado, puso su vida y su destino en la pregunta que, sin mirarle a los ojos, dirigió al exiliado desde la puerta de acceso al comedor:

– ¿Cuándo podemos vernos de nuevo?

El silencio se extendió durante un tiempo agónico. Si el renegado decía «Nunca», su vida tendría el regalo de una prolongación y la de Ramón Mercader un futuro impredecible, sin gloria, sin historia, quizás sin demasiado tiempo; si daba una fecha, pondría día y hora a su muerte, y a la casi segura muerte de Ramón. Pero si decía «Nunca», también pensó, el revólver podía ser la alternativa más expedita: dos disparos al viejo, uno a su mujer, otro para sí mismo, contó, y concluyó: el trabajo estaría hecho y sobrarían cinco balas.

– Estoy muy ocupado. El tiempo no me alcanza -dijo el condenado y movió la balanza hacia sí.

– Solo unos minutos, ya conoce el artículo -farfulló el presunto verdugo, y con aquella súplica la vida de ambos cayó en un punto de equilibrio precario.

El exiliado se tomó unos segundos para decidir su suerte, como si intuyera la tremenda implicación que tendrían palabras. Su futuro asesino se llevó la mano derecha a la cintura, decidido a sacar el revólver.

– El martes. A las cinco. Y no me haga como hoy… -dijo.

– No, señor -musitó Ramón y, sin respirar, arrastró a Jacques Mornard hacia el jardín, en busca de la calle y del aire fresco que reclamaban sus pulmones, congestionados por la desesperación. La muerte no se daba prisa, se tomaba tres días para regresar de la mano de Ramón Mercader hasta aquella casa fortificada de Coyoacán.

Ramón tendría que esperar veintiocho años para obtener respuestas a las más inquietantes preguntas que, desde entonces, habían empezado a enquistarse en su mente. A lo largo de esos años, vividos bajo pieles cada vez más desgarradas, como le correspondía a una criatura nacida del engaño y la manipulación de los sentimientos, siempre recordaría aquellas setenta horas, las del plazo abierto por el condenado, como las de un tránsito turbio hacia el acto que consumaría la irreversibilidad de su destino, puesto en manos ajenas desde aquella madrugada en la Sierra de Guadarrama, cuando Caridad lo requirió y él dijo que sí.

Esa noche, cuando el agotamiento lo venció, logró dormir unas horas sin el asedio de las pesadillas. Al despertar vio a Sylvia, sentada junto al tocador, con su refajo negro y sus gafas de miope y rogó por que la mujer no le hablara. Temía que su miedo y su rabia se desbordaran sobre aquel ser patético cuya vida había utilizado, también para destruirla. Desde la tarde anterior había descubierto que su odio, lejos de difuminarse, en realidad se había multiplicado, y ahora podía expandirse en direcciones imprevisibles: odiaba al mundo, a cada una de las personas que veía, con sus vidas (al menos aparentemente) regidas por sus voluntades y decisiones y, sobre todo, se odiaba a sí mismo. Al regreso de Coyoacán había provocado una discusión con un conductor que trató de rebasarlo en el acceso a Reforma. En el siguiente semáforo, cuando los detuvo la luz roja, se había bajado de su auto y, con la Star en la mano, totalmente alterado, había corrido hasta el otro auto y colocado el cañón del revólver en la cabeza del tembloroso conductor, mientras le gritaba improperios, como si necesitara liberar la violencia explosiva que combustionaba en su interior. Ahora, al recordar aquella escena, sentía una profunda vergüenza por un descontrol que pudo haber echado por tierra la obra moldeada a lo largo de tres años.