– Pide café, voy a trabajar -le dijo y se fue al baño. Cuando regresó, el desayuno estaba sobre el tocador y se bebió el café y encendió el primero de los muchos cigarrillos que fumaría en el día. Sylvia lo miraba desconcertada, los ojos húmedos, y él le advirtió-: No me hables, estoy preocupado.
– Pero, Jacques…
Su mirada debió de tener una violencia tal que la mujer se alejó de él, llorosa, y se encerró en el baño.
Ramón había decidido no ver a Tom ni a Caridad, al menos ese día. Con las cuartillas corregidas por el renegado, se sentó frente a la máquina portátil que Tom le había exigido usar y sintió cuánto odiaba al hombre prepotente que había llenado el texto de signos de interrogación y palabras entre admiraciones: ¡tonto!, ¡obvio!, ¡insostenible!, como si le restregara en el rostro su inteligencia superior.
Lentamente trató de poner en limpio lo escrito por Tom, cambiando apenas algunas palabras. Sabía que ya no era importante lo que decía, ni siquiera cómo lo decía, sino que tuviera la apariencia de ser el resultado de una revisión, para obtener del renegado los pocos minutos de atención que él necesitaba. Sin embargo, sus dedos entrenados para apretar cuellos, sostener armas, herir y matar, se enredaban en las teclas y lo obligaban a romper cuartillas y comenzar de nuevo.
Sylvia había salido del baño completamente vestida y, sin hablar, había abandonado la habitación. Cuando Ramón logró concluir un primer folio mínimamente limpio, se sintió agotado, como si hubiese talado un bosque a hachazos. Se comió unas galletas, bebió el resto del café frío y se tiró en la cama, con un nuevo cigarrillo en los labios.
En algún momento se quedó dormido y despertó con un sobresalto cuando la puerta del cuarto se abrió. Sylvia Ageloff, más delgada y desguarnecida que nunca, lo miraba desde los pies de la cama.
– Mi amor, ¿qué te pasa? ¿Es por mí? ¿Qué fue lo que hice?
– No digas estupideces. Estoy preocupado. ¿No puedo estar preocupado? ¿Y tú no puedes estar callada? ¿Eres tan imbécil que no entiendes lo que quiere decir estar ca-lla-da?
Sylvia rompió en llanto y Jacques sintió deseos de golpearla. Mientras se vestía, recordó a África. ¿Cómo habría sido si ella hubiese estado junto a él en aquel trance? ¿Conseguiría reforzar la convicción que se le estaba resquebrajando? ¿Habría tenido ella la fuerza necesaria para sacarlo de aquel hoyo de dudas, miedos, odios mal dirigidos? Sólo conseguía apuntalarlo el pensar que África, estuviera donde estuviese, seguramente vibraría de orgullo cuando supiera que había sido él quien cumpliera aquella misión por la cual tantos comunistas del mundo, ella incluida, habrían estado dispuestos a dar su vida. Con esa imagen en la mente salió a la calle y deambuló hasta extenuarse. Por primera vez en tres días volvía a tener hambre y entró en un restaurante donde pidió el pescado de Pátzcuaro y una copa de vino blanco francés. Más tarde anduvo hacia la catedral y observó a los mendigos arracimados en sus pórticos, como seres desechados por la tierra y por el cielo. El aire fresco de la noche y el firmamento despejado donde clavó la vista consiguieron sosegarlo, y Ramón recordó la playa con la que había soñado unas noches antes y deseó estar sobre la arena, frente al mar cristalino de aquella caleta.
Cuando volvió al hotel, Sylvia dormía. Encendió la luz, se sentó otra vez frente a la máquina y al cabo de dos horas tenía listo el artículo que lo devolvería a la fortaleza de Coyoacán.
Tal vez por la prolongada siesta que había echado al mediodía, el sueño no lo protegió hasta pasadas las cuatro de la mañana. Las horas de vigilia se convirtieron en un desquiciante trasiego de visiones sobre el momento de la ejecución que su cerebro iba creando, incontrolablemente. Para lo que ocurriría después, en cambio, apenas tenía una imagen: un vacío oscuro que solo podía asociar con su propia muerte.
Despertó cuando amanecía, y percibió su cuerpo desarticulado, casi inerte. Maldijo al tiempo, que no transcurría, que parecía detenido en aquelimpasse torturante, como empecinado en hacerlo perder la razón. Se vistió y bajó al restaurante del hotel, donde tomó café y fumó hasta que dieron las ocho y abordó el Buick para dirigirse a Shirley Court.
Tom estaba recién levantado, los ojos todavía inflamados por el sueño. Le ofreció café y Ramón se negó: si bebía otra taza su corazón explotaría. Caridad salió de la habitación, envuelta en una bata y con el pelo húmedo. Mientras Tom se duchaba, Caridad y Ramón se sentaron en la sala, mirándose a los ojos.
– Sé que van a matarme -dijo él-. No tengo opciones de escape.
– No pienses en eso. Nosotros estaremos esperándote. Solo tienes que poner un pie en la calle y nosotros nos ocuparemos del resto. A tiros si hace falta…
– No vuelvas a repetirme eso, ¡no me lo digas ni una vez más! Tú sabes que es mentira, que todo es mentira.
– ¡Estaremos ahí, Ramón! ¿Cómo puedes pensar que voy a abandonarte?
– Ni que fuera la primera vez.
– Esto es distinto.
– Claro que lo es: no saldré vivo de allí.
La puerta de la habitación se abrió y Tom asomó la cabeza, aunque Ramón pudo ver todo su cuerpo, desnudo, y su pubis, cubierto de unos rizos azafranados.
– ¡Basta ya de tonterías, carajo!…
Ramón y Caridad permanecieron en silencio hasta que Tom regresó vestido y tomó a Ramón de un brazo.
– Andando -le exigió y casi lo arrancó del butacón.
Abordaron el Chrysler verde oscuro y Tom enfiló por Reforma, hacia Chapultepec. La mañana era cálida, pero, al entrar en el bosque, por la ventanilla del coche se filtró una brisa fresca y perfumada. Dejaron el auto y anduvieron hasta encontrar un tronco caído sobre el que se sentaron.
– ¿Por qué no viniste a verme ayer?
– No quería ver a nadie.
– No irá a darte un ataque de histeria, ¿no?
Ramón permaneció en silencio.
– Cuéntame lo que pasó.
– Quedamos en que volvería mañana martes, a las cinco.
– Eso ya lo sé. Dame los putos detalles -exigió el asesor y, con la vista fija en la hierba, escuchó el relato de Ramón, que se atuvo a los hechos y obvió sus pensamientos.
Tom se puso de pie y dio dos pasos renqueantes.
– Suka! Esta pierna de los cojones… Se me entumece a cada rato -del bolsillo de su saco extrajo la carta escrita tres días antes-. Fírmala como Jac, para que sea más confuso: Jacques, Jacson… y ponle la fecha de mañana. Cuando tengas que hablar de la carta, dices que la escribiste antes de entrar en la casa y que botaste la máquina por el camino. Tienes que deshacerte de ella…
Ramón guardó la carta y se mantuvo en silencio.
– ¿Ya no confías en mí? -le preguntó Tom.
– No lo sé -respondió Ramón, con toda su sinceridad.
– Vamos a ver: como te imaginarás, nunca te he dicho toda la verdad, porque no puedes ni debes saberla. Por tu propio bien y por el de muchas personas. Pero todo lo que te he dicho es verdad. Cada cosa que hemos planificado se ha cumplido de la manera en que te he ido diciendo. Hasta hoy mismo. Y mañana ocurrirá lo que queremos que ocurra. Nunca te aseguré que escaparías de esa casa, ni que saldrías indemne después de matar al Pato. Te hablé de una misión histórica y de mi responsabilidad de sacarte de este país si lograbas salir de la casa. Tienes mi palabra de que te sacaré, pero si ya no crees en ella, olvídala y piensa en la necesidad: lo importante es matar a ese hombre y, si es posible, que tú no caigas en manos de la policía. Mi confianza en ti es infinita, pero has visto con tus propios ojos cómo hombres de los más curtidos del mundo, que parecían poder resistirlo todo, confiesan incluso lo que no han hecho. Así que lo mejor sería que salieras, porque no puedo estar totalmente seguro de tu silencio. De lo que sí estoy seguro es de que si hablas, tu vida valdría menos que un gargajo -dijo y escupió sobre la hierba-. Y la de tu madre menos, por no hablar de la mía, que sería el primero en perder la cabeza. Si no hablas, siempre estaremos contigo y te garantizamos nuestro apoyo, en todo momento, estés donde estés… Más claro no puedo ser.