– Y me hablaba de Trotski… -Ramón enmudeció, encendió un cigarrillo, se frotó la nariz-. Me contaba algo que tú sabías muy bien: que el viejo nunca había estado en tratos con los alemanes. La prueba de fuego habían sido los juicios de Nuremberg, donde no apareció una sola traza de la supuesta colaboración fascista de Trotski… Me decía que yo había sido un instrumento del odio y que, si no le creía, esperaba que viviera lo bastante para ver cómo aquella trama salía a la luz… Cuando leí el discurso de Jruschov, en 1956, me acordé mucho de aquella carta. Lo más difícil de todos esos años fue saber esas verdades y tener la seguridad de que, a pesar de los engaños, no podía hablar.
– ¿Sabes por qué? Porque en el fondo somos unos cínicos, como Orlov. Pero, sobre todo, somos unos cobardes. Siempre hemos tenido miedo y lo que nos ha movido no es la fe, como nos decíamos todos los días, sino el miedo. Por miedo muchos se callaron la boca, qué remedio les quedaba, pero nosotros, Ramón, fuimos más allá, aplastamos gentes, matamos incluso…, porque creíamos pero también por miedo -dijo y, para asombro de Ramón, sonrió-. Los dos sabemos que para nosotros no hay perdón… Pero por suerte, como ya no creemos en nada, podemos beber vodka y hasta comer caviar en este infierno materialista dialéctico que nos ha tocado vivir por nuestras acciones y pensamientos…
Se habían citado a las cinco, en el parque Gorki, pues a las siete cruzarían el río y subirían al departamento de Ramón, donde Roquelia (de mala gana, como siempre que su marido invitaba a alguien) «agasajaría» a Lionia con una cena mexicana.
Esa tarde, su antiguo mentor llegó con la noticia, obtenida de una fuente muy fidedigna, de que dos días antes, mientras ellos conversaban en el hotel Moscú, seis soviéticos, enarbolando pequeños carteles, habían salido a la plaza Roja a protestar por lo que llamaban la invasión soviética de Checoslovaquia. Por supuesto, ni los periódicos ni la televisión comentaron el suceso que, rápidamente controlado y sofocado, no había llegado a oídos de los corresponsales extranjeros acreditados en Moscú: salvo para los poquísimos enterados, aquella protesta nunca había existido ni existiría jamás.
– ¡Qué tíos! Hay que estar loco para hacer eso -había comentado Ramón.
– O tener unos cojones bien puestos y estar muy, muy cansado de todo -había replicado Eitingon-. Esos seis tipos sabían que no conseguirían nada, se imaginaban lo que les esperaba, estaban seguros de que nunca volverían a ser personas en este país, pero se atrevieron a decir lo que pensaban. Lo que nunca haremos tú y yo y otros no sé cuántos millones de soviéticos, ¿no?… A lo mejor nos cruzamos con ellos cuando íbamos a entrar en el hotel…
– ¿Y qué pasa en Praga?
– Pasa el inicio del fin… Brézhnev se lanzó con toda su fuerza: veintinueve divisiones de infantería, siete mil quinientos tanques, mil aviones… Una demostración de fuerza y de decisión. El mito de la unidad del mundo socialista se murió en Praga, y también la posibilidad de renovar el comunismo. Stalin ya lo había jodido con sus broncas con Tito, y luego Jruschov les cayó encima a los polacos y a los húngaros, y hasta se fajó con los chinos y los albaneses por ser demasiado estalinistas… Pero esto es el réquiem. La próxima vez que se produzca algo similar (y se producirá, tarde o temprano), no va a ser para revisar nada, sino para demolerlo todo. No me mires así: esto es un cuerpo enfermo, porque todo lo que existe aquí lo inventó Stalin y el único objetivo de Stalin fue que nadie pudiera arrebatarle el poder. Por eso vamos a seguir nadando, aunque al final terminemos muertos en la orilla… Y pensar que Jruschov planificó el salto del socialismo al comunismo para 1980. Najui!, las cosas que se le ocurrían…
Mientras hacían tiempo para la cena, recorrieron los senderos del parque, viendo trotar a los galgos. Ramón, aguijoneado por las predicciones de su antiguo mentor, había comenzado a evocar los tiempos de su llegada a Moscú y sus dificultades para ubicarse en el mundo por el que había dado lo mejor de su vida y la perdición de su alma.
Cuando la Secretaría de Gobernación accedió a la petición del recluso Jacques Mornard de anticipar en un par de meses su salida de la cárcel y evitar de ese modo el escándalo que armarían los periodistas dispuestos a viajar a México el 20 de agosto de 1960, Ramón tuvo la convicción de que apenas transitaría de una cárcel a otra. La salida de la prisión de Santa Marta Acatitla, donde había pasado los dos últimos años de su larga condena, había sido fijada para el viernes 6 de mayo, al cabo de extrañas negociaciones. Como el recluso Jacques Mornard no existía legalmente y, por tanto, no tenía nacionalidad belga pero seguía sin admitir su origen español (probado diez años antes con huellas dactilares de su ficha policial anterior a la guerra civil española), el consulado checoslovaco había aceptado emitir para él un pasaporte con el nombre con que había entrado en la cárcel y cumplido su condena. Ramón tuvo una idea cabal de su situación cuando Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia se negaron a concederle siquiera una visa de tránsito para la necesaria escala en su camino a Praga… Como le ocurrió al renegado treinta años antes, ahora el mundo se había convertido para él en un planeta para el que no tenía visado. Otra vez la macabra conjunción de destinos entre víctima y victimario, que había explotado con la púa de un piolet, volvía a acechar a Ramón, solo que a él no lo acompañaban ni los restos de la gloria ni el odio desproporcionado o el temor que durante años provocara el exiliado. A él lo perseguían y lo marginaban el desprecio, el asco, la sangre inútil y su protagonismo en una historia que todos deseaban sepultar. Su único refugio era una Unión Soviética donde, bien lo sabía, su presencia tampoco sería aceptada con agrado, pues al fin y al cabo él solo era una de las más molestas evidencias del estalinismo que el país luchaba aún por sacudirse y demonizar. Durante las últimas semanas de su encierro, leyendo con avidez los nuevos discursos de Jruschov donde se revelaban otros «excesos» de la época estalinista, llegó a temer que ni siquiera la posibilidad de viajar a la URSS se concretara: ¿admitirían pública y ostentosamente que Jacques Mornard o Ramón Mercader había sido siempre un obediente comunista español reclutado como soldado del ideal soviético para cometer el crimen más odioso y repulsivo? ¿Alguien pensó alguna vez que él sobreviviría al atentado, a todos los peligros de la cárcel, al paso de los años y que algún día regresaría del más allá?…
Pero Moscú lo esperaba, prepotente, dispuesto a desafiar al mundo. El tránsito por una Cuba revolucionaria y presocialista fue tan breve que apenas tuvo una visión fugaz de La Habana cuando los policías de inmigración lo sacaron del aparato de Cubana de Aviación, procedente de México, y lo llevaron al buque soviético donde viajaría con destino a Riga. Desde el ojo de buey del camarote en el cual lo confinaron, observó la imagen pétrea de los edificios, castillos e iglesias de la ciudad, sus árboles de un verde refulgente y el mar de una transparencia agobiante y pudo sentir los efectos de la nostalgia por aquel país mítico, adquirida a través de las memorias de su familia materna, afincada por años en aquella tierra donde incluso había nacido Caridad.
La primera impresión que tuvo al llegar a Moscú fue la de haber entrado en un sitio que olía a cucarachas y donde nunca se reencontraría con el hombre que había sido, pues la ciudad de 1960 ya no era la capital del mismo país que había visitado veintitrés años antes. Rebautizado como Ramón Pávlovich López, fue confinado en un edificio de la KGB en las afueras de la ciudad, hasta que una mañana le enviaron un traje nuevo y le ordenaron que a las seis de la tarde estuviera listo, porque pasarían a recogerlo. Esa noche Ramón Pávlovich volvió a entrar en el Kremlin y recibió de manos de Leonid Brézhnev, jefe del Estado, las órdenes de Lenin y de Héroe de la Unión Soviética, la placa que lo acreditaba como miembro del cuadro de honor de la KGB, un enorme ramo de flores y los infaltables besos. Mientras, de un pequeño tocadiscos, salía una y otra vez la melodía de «La Internacional». Y Ramón se sintió tranquilo, orgulloso y recompensado. El oficial de la KGB que lo atendía, y con el cual cenó después de la ceremonia en un pequeño salón del Gran Palacio del Kremlin, le prometió que pronto le darían las llaves de un departamento donde podría recibir a su compañera, Roquelia Mendoza, pero a la vez le advirtió que sus movimientos en la URSS debían contar con la aprobación de una oficina especial de la KGB. Solo podría mantener contacto con los emigrados españoles y con sus familiares residentes en la URSS. Todavía estaba obligado a guardar silencio, dijo amable pero claramente aquel dinosaurio, sin duda sobreviviente de los tiempos de Beria y Stalin.