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A aquella libertad muy condicionada se había unido, desde el principio, la lejanía con que lo trataban los soviéticos de todas las edades y condiciones, que creaba a su alrededor aquel vacío de comunicación que lo hacían sentirse doblemente extranjero.

– ¡Pero es que eres extranjero! -Eitingon encendió uno de sus cigarrillos-. ¿O te crees que por ser quien eres y por haberte pasado años en la cárcel estudiando ruso ibas a ser menos extranjero?… La mayoría de los soviéticos jamás saldrán de este país, y para ellos lo extranjero es lo prohibido, lo maldito. Aunque sientan curiosidad y hasta envidia (nada más hay que ver cómo te vistes, Ramón, ¿esa camisa también te la trajo tu mujer?, nadie en Moscú tiene una así), sobre todo provocas miedo. Este es un país aislado del mundo y nuestros jefes se han encargado de demonizar lo que queda fuera del alcance de su poder, es decir, todo lo relacionado con los cabrones extranjeros. Recuerda que por tener contactos no autorizados con extranjeros Stalin te podía mandar a fusilar o meterte cinco, diez años en un gulag. El genio del pueblo ruso está en su capacidad para sobrevivir. Por eso ganamos la guerra…

– Ya no me pasa tanto -recordó Ramón-, pero al principio, cuando salía a la calle, miraba a la gente y me preguntaba qué pensarían si supieran quién era yo…

– ¿Pensar?… -dijo Leonid y señaló hacia el cielo, de donde más o menos debía venir la supuesta orden de pensar algo-. ¡Aquí la gente casi no piensa, Ramón!… Pensar es un lujo que les está vedado a los supervivientes… Para escapar del miedo lo mejor siempre ha sido no pensar. Tú no existes, Ramón; yo tampoco… Menos todavía esos seis tipos que protestaron por la invasión de Checoslovaquia…

El parque, sin embargo, existía y rebosaba vida. Los moscovitas aprovechaban el último mes sin frío para gastar sus horas al aire libre, la gente leía tendida en el pasto y hasta había familias que se hacían la ilusión de estar de picnic en un bosque. Por eso el hallazgo del banco desocupado, protegido por la sombra de un tilo, había despertado las sospechas de los dos veteranos del trabajo secreto. Mientras Ramón jugueteaba con sus perros, Eitingon había inspeccionado el lugar y concluyó que no había escuchas instaladas: a pesar de lo que siempre había sostenido Stalin, dijo sonriente, quedaba demostrado que las casualidades podían existir.

Ya acomodados en el banco, angustiado con los razonamientos de Eitingon, Ramón prefirió cambiar el tema y le contó cómo había conocido a Roquelia Mendoza y cómo sospechó de inmediato que era una de las ayudas prometidas. Roquelia, una muchacha de clase media que había sido bailarina folklórica, era prima de otro preso de Lecumberri llamado Isidro Cortés, condenado por haber matado a su esposa. La insistencia de Roquelia en trabar amistad con él le develó las motivaciones de la mujer.

– Fue lo último que pude hacer por ti -sonrió Eitingon-. Beria me autorizó a buscar una simpatizante dispuesta a ayudarte. Mandamos a México a Carmen Brufau, la amiga de Caridad, y ella encontró a Roquelia, que enseguida aceptó porque te admiraba a ti y amaba a Stalin. Le asignaron cierta cantidad de dinero para tus necesidades, además de la que recibía tu abogado.

– En el 53 dejaron de mandarle dinero durante casi un año, pero ella siguió ayudándome. Es fea y bastante insoportable, pero le debo mucho.

– Sí, me lo imagino.

– Roquelia me ayudó a resistir todo aquello… En la cárcel me visitaron muchos, y con cualquier pretexto, pero la verdad es que iban a verme porque me consideraban un bicho raro… Una vez vino un comunista español con la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Ahora es muy famosa por sus películas, se llama Sara Montiel.

– He oído hablar de ella -dijo Lionia, distraído-, dicen que es hermosa.

– No te imaginas lo que es ver a ese animal a un metro de ti… Es de esas mujeres que dan ganas de comer tierra, de hacer cualquier cosa…

Eitingon trató de sonar casual.

– ¿Y desde cuándo no ves a Caridad?

– Vino a verme cuando llegué y ha vuelto dos o tres veces. La última, el año pasado.

– ¿Se ve bien?

– Está fuerte, con el mismo carácter, pero parece que tiene doscientos años. Bueno, yo he cumplido cincuenta y cinco y parece que ando por los ciento diez. Aunque estás calvo, tú tienes mejor pinta que todos nosotros.

– Será que estoy embalsamado en cinismo -dijo Eitingon y rió, estruendosamente-. ¿Qué hace en París?

– Nada… Bueno, ahora le ha dado por pintar -Ramón sonrió-, y por ser la abuela de los hijos de mi hermana Montse, a pesar de Montse. La verdad es que nadie la quiere cerca… Estuvo cinco o seis años trabajando en la Embajada cubana, me imagino que como informante de la KGB. Dice que los cubanos son unos aventureros que no entienden qué carajo es el socialismo y unos muertos de hambre malagradecidos. Según dice, ella le compraba de su bolsillo los periódicos al embajador para que se enterara de lo que pasaba en el mundo, y ahora ni la invitan a las recepciones. Pero le echa la culpa a Brézhnev, dice que él ordenó que la apartaran de todo. Aunque nunca ha dejado de recibir la pensión que le giran desde aquí…

– Los tiempos cambian. Caridad, tú y yo somos papas calientes que nadie quiere tener en las manos. Si no nos han matado es porque confían en que la naturaleza haga pronto su trabajo… -afirmó Eitingon y levantó los faldones de su camisa para mostrar una cicatriz rojiza-. En la cárcel me operaron de un tumor. Estoy vivo de milagro, pero no sé hasta cuándo…

– Quien vea a Caridad en París, haciendo de ábuelita y pintando unos paisajes feos y llenos de colores, ¿se podrá imaginar qué clase de demonio es?

Los borzois corrían por el parque y Ramón los observaba, orgulloso de la belleza tangible de sus perros, cuando Leonid volvió a hablar.

– Te debo muchas historias, Ramón. Te voy a contar algunas que quizás no quisieras oír, pero siento que te pertenecen.

Ramón descubrió que en ese instante quien estaba a su lado era Kotov. Su viejo mentor recuperaba la misma postura que años atrás había adoptado en la plaza de Cataluña: la de un caimán en reposo, con un pañuelo en una mano, que utilizaba para secarse el sudor.

– Una vez me preguntaste si habíamos tenido algo que ver con la muerte de Sedov, el hijo de Trotski, y te dije que no: pues era mentira. Lo despachamos nosotros, gracias a un agente que le habíamos metido debajo de la camisa, Cupido. También fusilamos a su otro hijo, Serguéi, después de tenerlo un tiempo en el campo de Vorkutá y aquí en la Lubyanka, tratando de que firmara un documento donde reconocía que su padre le había dado instrucciones para envenenar los acueductos de Moscú… Los que mataron a esos muchachos cumplían órdenes directas de Stalin, como nosotros.

– ¿Por qué me mentiste? Yo podía haber entendido que era necesario.

– Porque tú debías ir lo más puro posible al altar del sacrificio. La carta que te di para que llevaras contigo aquel día era una sarta de mentiras, y no importaba que alguien lo creyera o no. El plan era que tú mataras a Trotski y que los guardaespaldas te mataran a ti, como debió haber ocurrido. Así todo iba a ser más fácil. Así lo había pedido Stalin. El no quería que quedara ningún cabo suelto y tu vida le importaba un carajo. Pero Trotski te salvó…