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– Muchacho, a todos nos engañaron.

– A unos más que a otros, Lionia, a unos más que a otros…

– Pero a ti te dimos todas las pistas para que descubrieras la verdad, y no quisiste descubrirla. ¿Sabes por qué? Porque a ti te gustaba ser como eras. Y no me vengas con historias, Ramón Mercader… Además, las cosas estuvieron claras desde el principio: desde que supiste cuál era tu misión, no tenías marcha atrás. No importaba lo que después hubieras leído…

Caminar por Moscú durante el mes de septiembre era para Ramón como entrar a un concierto cuando se está ejecutando el último movimiento de una sinfonía. Sube el volumen de la música, todos los instrumentos participan, se alcanza el climax, pero se percibe en las notas un triste cansancio, como una advertencia de la inexorable despedida. Mientras el follaje de los árboles cambiaba su color, preñando el aire de tonos ocres, y las tardes, adormecidas, comenzaban a acortarse, para Ramón se hacía patente la amenaza de octubre y la llegada del frío, la oscuridad, el encierro obligatorio. Cuando se instalara el invierno, la vieja sensación, descubierta treinta años antes, de que la capital soviética era una enorme aldea enquistada entre dos mundos se haría más agresiva, opresiva. Los bosques que crecían dentro de la ciudad, la estepa que parecía infiltrarse a través de sus avenidas y plazas desproporcionadas, se pintarían de nieve y hielo, convirtiendo a Moscú en un territorio hierático, aún más ajeno, poblado de ceños fruncidos y groseros desplantes. Entonces su sueño de regresar a España lo asediaría con renovada insistencia. Cada vez con mayor frecuencia, mientras leía o escuchaba música, descubría cómo su mente escapaba de las letras o de las notas y se iba hasta una playa catalana, de arena gruesa, encerrada entre el mar y la montaña, donde se reencontraba a sí mismo, a salvo del frío, la soledad, el desarraigo y el miedo. Incluso volvía a llamarse Ramón Mercader y su pasado se esfumaba como un mal recuerdo que al fin se logra exorcizar. Pero las puertas de España estaban cerradas para él con doble candado, uno por cada lado del marco. Pensar que debía pasar el resto de sus días en aquel mundo que le resultaba tan ajeno, siempre sintiéndose prisionero entre las cuatro paredes infranqueables del país más grande y generoso de la Tierra, se había convertido en una solapada forma de castigo para el cual, bien lo entendía, no existía redención. Buscando un alivio que sabía falso, muchas tardes de estío Ramón escapaba de su departamento, con o sin Roquelia, y arrastraba sus frustraciones y desengaños hasta el monumento a la derrota y a las nostalgias de los españoles varados en Moscú.

– Y al principio, ¿cómo te fue con tus compatriotas? -quiso saber Eitingon cuando, al domingo siguiente, se encontraron frente a la antiguakofeinia de la calle Arbat, clausurada en los tiempos de Stalin, pues por aquella avenida el Secretario General iba y venía cada día hacia su dacha de Kúntsevo. Por decreto, en todo aquel camino no podía haber sitios de reunión, ni siquiera árboles: en el país del miedo, incluso Stalin vivía con miedo. Durante la era Jruschov el local se había convertido en una tienda de discos donde Ramón se había hecho asiduo buscador de joyas sinfónicas a precios risibles.

Mientras caminaban sin rumbo preciso, fumando unos puros cubanos que Caridad le había enviado desde París (Ramón tenía que envolverlos en paños húmedos para devolverles algo de su morbidez caribeña, sustraída por el seco clima europeo), Ramón le contó a su antiguo mentor que unos meses después de su llegada a Moscú, y de la mano de su hermano Luis, había comenzado a visitar la Casa de España. Recordaba perfectamente su decepcionante primera incursión en aquel territorio irreal, construido con dosis calculadas de memoria y desmemoria, donde recalaban los náufragos de la guerra perdida, animados por la vana ilusión de reproducir, en medio del extraño país del porvenir, un pedazo de la patria del pasado. Aunque buena parte de los refugiados que permanecían en la URSS eran miembros del Partido Comunista Español, escogidos, acogidos y mantenidos por sus hermanos soviéticos, Ramón también había encontrado una cantidad notable de los llamados niños de la guerra (rebautizados como hispano-soviéticos), salidos de la península cuando tenían menos de diez años y que acudían a la Casa de España en busca del mejor café expreso que se bebía en Moscú y de las señas de una identidad quebrada, a las cuales se aferraban obstinadamente.

Luis le había advertido que desde hacía muchos años el cacique de aquella tribu desplazada era Dolores Ibárruri, ya conocida en todo el mundo como Pasionaria. La mujer era tan adicta al poder y al mando único al estilo estalinista que quedaba descartada la simple posibilidad de diferir con sus ideas, al menos entre las paredes de aquel edificio y de su partido, del cual había pasado a ser presidenta desde que en el año 1960 le diera las riendas -recortadas- de la secretaría general a Santiago Carrillo. Al escuchar a su hermano, Ramón no había podido dejar de recordar la noche en que acudió con Caridad a La Pedrera y escuchó los insultos que André Marty desgranaba sobre una Pasionaria cabizbaja y obediente. Pero Ramón temía en particular el modo en que sus antiguos camaradas lo recibirían: el hecho de que pudiera colgar de su chaqueta las dos órdenes más codiciadas de la URSS seguramente no bastaría para vencer los resquemores que su historia personal provocaría en muchos de ellos.

– La mayoría son una panda de hipócritas -dijo Ramón, utilizando ahora el español-. Me felicitaron por estar de vuelta, por las condecoraciones, y me entregaron mi carné de militante del Partido Comunista Español, pero en el fondo de sus ojos descubrí dos sentimientos que los cabrones no podían ocultar: el miedo y el desprecio. Para ellos yo era el símbolo vivo de su gran error, cuando se plegaron como veletas a las órdenes de Moscú y a la política de Stalin y muchos de ellos se convirtieron, nos convertimos, en verdugos; pero yo era también la muestra más patética de aquella inútil obediencia… Algunos nunca me han dirigido la palabra. Otros se han hecho mis amigos…, creo. Lo que más me jode es que ellos se consideran los «limpios» y yo soy el «sucio», el hombre de las cloacas, cuando la verdad es que más de uno tiene mierda hasta en el pelo.

– Y más arriba -confirmó el antiguo asesor soviético.

Frente a la estatua de Gógol torcieron a la izquierda, como si se hubieran puesto de acuerdo sin necesidad de palabras.

– ¿Pasionaria te reconoció? -quiso saber Eitingon.

– Si me reconoció, hizo ver que no me reconocía. Siempre ha demostrado que no soy santo de su devoción. Caridad dice que cualquier día se le echa encima…

– Debería ir un día contigo… si me dejaran. Unos cuantos de los que están allí contando novelas se cagarían nada más de verme. Ellos saben que Kotov conoce muchas, pero muchas historias. Y si tú mataste a Trotski porque te mandamos matarlo, algunos de ellos liquidaron a otra gente porque los mandamos y a veces sin que los mandáramos, porque siendo despiadados se creían más dignos de ser nuestros amigos…

La urgencia casi fisiológica de moverse en un terreno conocido, por espinoso que fuera, había convertido a Ramón en un asiduo de la Casa de España. Moscú seguía siendo para él una ciudad con códigos y lenguajes difíciles de asimilar, y, al menos allí, entre comunistas estalinistas, algunos jruchovistas y simples republicanos cargados de añoranza y frustración, tenían un idioma perverso que los unía: la derrota. Gracias a su hermano Luis y a su propia capacidad para ocultar sus sentimientos, Ramón estableció relaciones más cercanas con viejos cámara-das de los días románticos de la lucha en Barcelona y con unos pocos nuevos conocidos que, a pesar de todo, lo respetaban, o cuando menos lo toleraban, no tanto por lo que había hecho como por el modo en que había resistido en veinte años de confinamiento: había demostrado que era un español, un catalán de los que no se rajan, que además prefería un oloroso cocido a unasolianka con tufo a col.