– ¿Tú crees que alguna vez tumben también las estatuas de Lenin?
Ramón miró hacia el río, por donde se ponía el sol, y preguntó:
– ¿Lo nuestro estaba en esos archivos?
Eitingon al fin se dio el trago y rodó un poco más en el banco. De pronto parecía distendido.
– No, lo nuestro nunca aparecerá. Primero porque casi no se escribió nada, y lo que se escribía iba directamente al archivo personal de Stalin. Beria me contó que, cada cierto tiempo, el Líder Invicto se sentaba frente a una estufa para asar que tenía en Kúntsevo y convertía en humo los papeles que consideraba que nunca debían ser leídos. Eso se llama tener buen sentido de la historia. Nosotros, como mucha otra historia, nos fuimos a las nubes, Ramón, enviados por nuestro querido camarada Stalin.
Ramón sospechaba que podía estar transgrediendo los límites de la permisividad cuando aceptó la invitación. Su juego de tanteos se le antojó similar al que los checoslovacos habían practicado durante los primeros meses de aquel año de 1968 y presumía que, si tocaba un borde alarmante, quizás electrificado, también su tranquilidad condicional podía ser invadida con infantería, tanques y aviones dispuestos a restablecer el orden. Pero decidió probar una vez más a los irascibles.
En sus conversaciones con Leonid Eitingon, a lo largo de los dos últimos meses, Ramón había recibido tantas ratificaciones y revelaciones sobre la fabricación truculenta de su destino y del destino de tantos millones de creyentes, que se había vuelto adicto a aquellos diálogos en los que cada uno, desde la colina de su conocimiento, arrojaba la luz que siempre les faltó a las acciones de sus vidas, a la idea misma por la que habían luchado, matado, sufrido ergástula y torturas, para terminar viviendo unas existencias amorfas, desencantadas, sin norte. Ambos se sabían incómodas trazas del pasado, y se reconfortaban con aquellas dolorosas inmersiones en los fosos oscuros por los que vagaban sus almas perdidas. Eitingon, desde la atalaya de su cinismo y con la penetrante influencia que siempre había ejercido sobre su pupilo, lo había obligado a verse a sí mismo desde otros ángulos y, sobre todo, a atisbar las entretelas tenebrosas de la utopía por la que Ramón había ido puro y lleno de fervor (Leoniddixit) al altar de sacrificios, para descubrir o ratificar que, entre los muchos estafados, él tenía cierto derecho de prioridad, como en las colas de los comercios: su acción lo distinguía en la pista infinita de aquel circo donde tanto habían resonado los látigos y tantas veces habían bailado los payasos, con sus sonrisas congeladas.
Luis le había asegurado que conocía Moscú como la palma de su mano y que no tendrían problemas para hallar el apartamento 18a, escalera F, del edificio 26-C, del bloque 7° de la calle Karl Marx, en el barrio de Goliánovo. Eitingon les había dado como referencia la estatua de Lenin con el brazo extendido hacia el futuro: desde allí llegarían hasta el Círculo de Niños Amigos de la Milicia y, luego de torcer a la izquierda (siempre a la izquierda, repitió), encontrarían la calle, el bloque y el edificio justo al lado del Jardín de la Infancia «Ernst Thálmann».
Desde el mismo día en que, por sus servicios a la patria soviética, le asignaran aquel auto de producción nacional -que recién salido de la fábrica ya necesitaba un empellón para que sus puertas cerraran-, Ramón se lo había entregado a su hermano, pues a pesar de su condición de ingeniero y profesor universitario, militante del Partido y veterano de la Gran Guerra Patria, Luis Mercader aún no había conseguido ascender en el escalafón y obtener su propio vehículo. Aquella noche Luis había pasado a buscarlo poco antes de las siete y, como Roquelia había preferido quedarse en casa, Galina, la esposa de Luis, había optado por dejar a sus hijos con los de Ramón para disfrutar mejor de la aventura.
Goliánovo despedía olor a Stalin. Los bloques de viviendas, cuadrados y grises, llenos de costurones de cemento sobre las rajaduras, con diminutas ventanas donde los inquilinos tendían su ropa, estaban separados por paseos de tierra apisonada plagados de árboles que se disputaban el espacio. La monotonía de una arquitectura apresurada, empeñada en demostrar que a una persona le bastaban unos pocos metros cuadrados de techo para vivir socialistamente, provocaba vértigo por su uniformidad y despersonalización. Los números que debían identificar bloques, edificios, escaleras, habían sido borrados hacía tiempo por la nieve y la lluvia. Los letreros de las calles se habían esfumado y, sobre cada pedestal reciclado (llegaron a contar cuatro), se levantaba una de las estatuas de un Lenin ceñudo y avizor, fundidas en serie y con trabajo voluntario. Pero ninguno de aquellos Lenin indicaba hacia ningún lado. A los pocos transeúntes que desafiaban el frío y les preguntaron por la dirección (era la misión de Galina, por su condición de nativa), ésta siempre les resultaba conocida, pero ¿era la calle Marx, la calle Marx y Engels o la avenida Karl Marx?, y, sí, claro, habían oído hablar del Círculo de Niños Amigos de las Milicias, e invariablemente les decían que doblaran a la izquierda (siempre a la izquierda) y preguntaran por allí, indicando un punto impreciso en el laberinto de edificaciones calcadas sobre el molde de la más aterradora fealdad.
Como Leonid Eitingon no era uno de los pocos privilegiados a los que el consejo regional había concedido un teléfono propio, cuando Luis se vio perdido en un recodo de la ciudad satélite, al cabo de casi una hora de búsqueda, Ramón propuso que desistieran. Lamentaba que su viejo mentor hubiera invertido tiempo y ahorros en prepararles una comida digna, no poder obsequiarle las botellas de vodka que tintineaban junto a Galina cada vez que Luis tomaba un bache, pero tenían que reconocerlo: estaban irremisiblemente perdidos en medio de la urbe proletaria. En ese instante Luis descubrió el milagro de un taxi en pleno Goliánovo y, después de pasarle una botella de vodka al conductor, éste los guió, en dos minutos, hasta el edificio 26-C del bloque 7°. Galina abandonó entonces el auto y fue a tocar la puerta del apartamento más cercano. Una mujer, con trazas de campesina, salió con ella a la calle y le indicó la penúltima escalera del largo edificio y, con la mano buscando alturas, contó los pisos que tenían que subir para llegar al apartamento buscado.
Eitingon los recibió con una gran sonrisa y todos tuvieron que someterse a sus abrazos de oso viejo y sus besos de sabor etílico. Mientras les agradecía por el vodka, les presentó a su mujer, Yevguenia Purizova, quince, tal vez veinte años más joven que su marido, aunque parecía incluso más ajada que él. Según Ramón había logrado saber, al salir de la cárcel Eitingon había reanudado la relación con su primera mujer, Olga Naumova, muerta poco después, y desde hacía dos años vivía con Yenia, convertida en su quinta esposa.
El anfitrión y sus visitantes se acomodaron alrededor de la mesa ubicada en el centro de la pieza que hacía las veces de sala y que, como después sabrían, también servía de dormitorio a las dos hijas de Yenia que vivían con ellos. Sobre la mesa, cubierta con mantel de hule, ya estaban colocados los platos de los entrantes rotundos y de sabores extremos con los cuales los rusos le hacían estómago al vodka: jamón picado, encurtidos de pepinos, tomate y manzana, lonchas de arenque y salmón, un poco de caviar rojo, cebollinos, ensalada rusa y ensalada fresca, ruedas de salchichón, cuadritos de tocino y pan negro.
– No sé de qué te quejas -dijo Ramón, mientras picaba un pepino agrio a los que, curiosamente, se había aficionado.
En unos vasos de cristal liso Leonid sirvió el vodka casi hasta el borde y le pidió a su esposa que le trajera la jarra del zumo de naranjas, especialmente preparado para el casi abstemio Ramón. De la pequeña cocina brotaba el olor profundo de la col hervida, y Ramón rogó por que lospelmenis del plato fuerte no estuvieran cargados con la pimienta picante capaz de ponerlo a llorar.