– Ya las niñas comieron. Están viendo la televisión en casa de unos vecinos. Sírvanse sin pena.
Roció lospelmenis con vinagre y Ramón comprobó que aquéllos, rellenos de carne de cordero y preparados por la mujer de Eitingon, eran mucho mejores que los que solía cocinar Galina.
– Me dijo Lionia que tu esposa viaja todos los años a México -comentó Yenia, tratando de sonar casual en medio del murmullo de los cubiertos, el tintineo de los vasos y el ruido de mandíbulas.
– Ahora mismo está preparando el viaje. En cuanto llega el invierno, ella se va corriendo.
Yenia sonrió como si fuese un chiste.
– Qué bueno poder viajar… -dijo, pinchó un pelmeni, lo sostuvo en el aire, y se atrevió a pedir-: ¿Podrías encargarle que nos trajera alguna ropa bonita para las niñas? Yo se la pagaría, por supuesto -se apresuró a aclarar.
Ramón terminó de masticar y asintió.
– Dime las tallas. Yo me ocupo.
– Dice Lionia que tienen un apartamento de lo más bonito -continuó Yevguenia Purizova, satisfecha por la forma tan expedita en que había salido del trance. Seguramente en su cabeza, cubierta de horquetillas y canas amarillentas, ya veía los pantalones, las blusas, los zapatos, las hebillas para el pelo que podrían exhibir sus hijas, y la distinción que aquellas prendas diferentes les proporcionarían: sería ese soplo de Occidente, tan satanizado pero tan ansiado por cada uno de los soviéticos.
– Los muebles y muchos de los objetos decorativos los compramos con el dinero que sacamos de las cosas que vende Roquelia… -Ramón sonrió y echó un poco más de vinagre sobre suspelmenis, antes de atacar las patatas y la carne asada.
Mientras Yenia preparaba té y café, Ramón probó uno de los pastelitos de manzana traídos por Galina y se dispuso a afrontar la parte más ardua de aquellas comilonas rusas: como cabía esperar, Eitingon trataría de alegrar la noche con sus canciones y brindis. Farfullando por lo bajo, el anfitrión buscó música en la radio, pero en casi todas las emisoras los locutores hablaban sin intención de detenerse, y cuando encontró una que transmitía un concierto que nadie pudo identificar, dejó el aparato a un volumen bajo.
– Hace días que estoy por preguntarte, muchacho… ¿Has averiguado con tus amigos de ahora si saben algo de África?
Ramón lo miró a los ojos. El azul afilado de las pupilas de su antiguo mentor se había desleído en el alcohol, pero seguía siendo cortante.
– ¿Por qué me preguntas eso?
– Porque desde que me sacaron del juego le perdí la pista… Sé que en la guerra trabajó como operadora de radio con las guerrillas que se infiltraban en la retaguardia y ganó varias medallas al valor… Imagino que no habrá sido de las afectadas por la gratitud de Stalin.
– ¿La gratitud de Stalin? -Galina preguntó, atraída por tan extrañas palabras.
– Stalin fue muy generoso con los que lo servían, ¿no?… -la risa de Eitingon era dolorosamente forzada. Ni siquiera el vodka que había bebido apaciguaba su rencor-. En realidad, lo mejor que te podía pasar era que se olvidara de ti. De mí no se olvidó… Después de la guerra volvió a empezar la cacería, dentro y fuera de la Unión Soviética. Pero después de los horrores de los nazis y de dos bombas atómicas, ¿quién lo iba a criticar por matar a cien o doscientos o mil antiguos colaboradores acusados de traición? Uno de los que pagó cara la gratitud de Stalin fue Otto Katz, uno de los mejores agentes que jamás tuvimos. Él fue quien señaló a Sylvia Ageloff y nos preparó el terreno en Nueva York.
El nombre de Sylvia removió la memoria de Ramón con más fuerza que el de África o el de Trotski. No podía olvidar cómo, cada vez que los enfrentaron, en los numerosos careos a los que los sometieron, la mujer se convertía en un demonio escupidor y, al evocarla, aún sentía el calor de su saliva corriéndole por el rostro.
– Pocos trabajaron tanto y tan sucio como Willi Münzenberg y Otto Katz para afianzar la imagen de Stalin en Europa. A Willi lo mataron en Francia, cuando la invasión alemana. Todavía no sé si fueron los nazis o si fuimos nosotros… Pero Otto siguió trabajando y, después de la guerra, creyó que había llegado el momento de cobrar su recompensa. A él y a los demás de su especie, Stalin los consideró sirvientes comprometedores y decidió que había llegado la hora de gratificarlos… -Leonid cargó más combustible y siguió-. A Otto Katz lo encerraron en Praga y lo obligaron a confesar todos los crímenes habidos y por haber. El día de su confesión pública, tuvieron que ponerle la dentadura postiza de un fusilado, pues en los interrogatorios había perdido todos sus dientes. A Otto y a varios más los fusilaron y los tiraron a una fosa común, en la afueras de Praga… -y volviéndose hacia Ramón, añadió-: Por eso te pregunto si has sabido algo de África.
Ramón bebió el café que le había servido Yevguenia Purizova, y encendió un cigarrillo.
– Estuvo trabajando en América del Sur, hasta que la jubilaron con honores… Desde que llegué, la he visto una sola vez. Ahora da conferencias y pertenece a la aristocracia del KGB… En 1956 me escribió una carta a la cárcel.
Ramón hubiera preferido no hablar de aquella historia que con tanto esfuerzo había sepultado. Por eso solo les dijo que, en su carta, África de las Heras le contaba que seguía trabajando y que cometía una grave indisciplina escribiéndole, arriesgaba incluso su vida, pero quería decirle que lo felicitaba por la entereza, una entereza comunista, con que Ramón había enfrentado sus años de cárcel. Ramón no les relató, sin embargo, que lo que África le escribía casi le había divertido -parecía una caricatura de las arengas que la joven lanzaba en los mítines de Barcelona- si la noticia que seguía no lo hubiera conmovido hasta las lágrimas: Lenina había muerto dos años antes, apenas cumplidos los veinte. Su alegría al recibir aquella carta, firmada por María Luisa Yero, pero cuya letra conocía como las cicatrices grabadas en su mano derecha, se convirtió en un dolor sordo del que nunca lograría librarse. Lenina se había sumado a una más que moribunda guerrilla antifranquista y había muerto en una escaramuza. Sus padres podían sentirse orgullosos de ella, decía África, con una frialdad inquietante, sencillamente antinatural, como quien da un parte de guerra. Ramón, que había perfeccionado ya la estrategia de imaginar una vida paralela a su vida real, trató de encajar en su existencia imposible a la hija que nunca había conocido, a la cual jamás había besado, y trató de concebir cómo habrían sido los días de aquella muchacha al lado de unos padres capaces de educarla, protegerla y darle amor. El hecho de no haber tenido nunca la menor posibilidad de influir en la vida de una persona engendrada por él no alivió el extraño dolor que le provocaba la muerte de un ser que, desde siempre, solo había sido un nombre. ¿La causa o la familia? Ramón había sentido en su pecho el peso del fundamentalismo al que se había sometido y le había impedido sopesar siquiera la posibilidad de que no era necesario abandonar sus ideas para cumplir con aquel otro deber: buscar a su hija. Entonces pensó que nunca le perdonaría a África su ortodoxia enfermiza y el hecho de haberlo excluido de una decisión que también le pertenecía. Pero, al mismo tiempo, tuvo que reconocer sus culpas y debilidades. ¿No había aceptado y considerado lógica, histórica e ideológicamente acertada la voluntad de África? Solo le quedó el remoto consuelo de decirse que, al igual que Lenina, él también habría luchado contra Franco y que quizás haber muerto como ella era preferible a vivir como él lo hacía: con un grito insobornable en los oídos y la certeza de haber sido una marioneta.