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Yo musité un demorado buenas tardes, y no estoy seguro de si el hombre, que ya se alejaba hacia donde estaba el negro alto y flaco, me llegó a escuchar. Los perros, al descubrir su intención, dieron una carrera hacia el negro, que se acuclilló para recibirlos y dedicarse a frotarles las panzas con la toalla hasta entonces colgada sobre sus hombros. El extranjero se aproximó a ellos, torciendo el rumbo, como si diera un pequeño rodeo o le fuera imposible caminar en línea recta, y después de decirle algo al negro, se perdió entre las casuarinas, seguido por los dos galgos, que ahora avanzaban al paso de su amo. El negro, que se había volteado un instante para observarme, otra vez se colocó la toalla sobre un hombro y los siguió, hasta que él también desapareció entre los árboles.

Cuando volví a mirar hacia la costa, ya el sol tocaba el mar en el horizonte y dibujaba una estela sanguínea que venía a morir, con las olas, a unos pocos metros de mis pies. Empezaba la noche del 19 de marzo de 1977.

Cuando conocí al hombre que amaba a los perros, hacía poco más de un año que yo había empezado a trabajar como corrector en la revista de veterinaria. Ese destino era el resultado de mi tercera caída, una de las más drásticas de mi vida.

En 1973, cuando terminé la universidad con excelentes notas y el prestigio añadido de tener un libro publicado, fui seleccionado para trabajar como redactor jefe de la emisora de radio local de Baracoa, el pueblo perdido y remoto (no hay otros adjetivos para calificarlo) que se enorgullecía, con el apoyo de la historia y mucho esfuerzo de la imaginación, de haber tenido el privilegio de ser la primera villa fundada y, además, la primera capital de la isla recién descubierta por los conquistadores españoles. La promoción a tan importante responsabilidad -me dijo elcompañero que me atendió en la oficina de ubicación laboral, departamento de recién graduados universitarios- se debía, más que a mis méritos estudiantiles, al hecho de que, como joven de mi época, debía estar dispuesto a partir hacia donde se me ordenara y cuando se me ordenara, por el tiempo que fuese necesario y en las condiciones que hubiere, aunque decidió omitir que legalmente yo estaba obligado a trabajar donde ellos me enviaran por las estipulaciones de la ley del llamado servicio social que, como retribución por la carrera estudiada gratuitamente, nos correspondía realizar a todos los recién graduados. Y lo que tampoco me dijo el compañero, a pesar de que había sido la verdadera razón por la cual Alguien decidió seleccionarme y promoverme a Baracoa, fue que habían considerado que yo necesitaba un «correctivo» para bajarme los humos y ubicarme en tiempo y espacio, como solía decirse.

El mayor aliciente con el que subí a la guagua que veintiséis horas después me depositaría en Baracoa era pensar en la ventaja que me reportaría aquella especie de destierro a una Siberia tropicaclass="underline" si algo debía de sobrar en aquel sitio, y más con el trabajo que me habían asignado, podría ser tiempo para escribir. Aquella ilusión palpitaba dentro de mí como un feto en su placenta, como una necesidad biológica. Ya para esa época yo tenía una conciencia bastante lúcida de que los cuentos de mi libro publicado eran de una calidad calamitosa y si habían recibido una codiciada primera mención en un concurso de escritores noveles, que incluyó la edición del volumen, se debía más a los asuntos que trataba y el modo de abordarlos que al valor literario de mis textos. Yo había escrito aquellos cuentos imbuido, más aún, aturdido por el ambiente agreste y cerrado que se vivía entre las cuatro paredes de la literatura y la ideología de la isla, asolada por las cascadas de defenestraciones, marginaciones, expulsiones y «parametraciones» de incómodos de toda especie ejecutadas en los últimos años y por el previsible levantamiento de los muros de la intolerancia y la censura hasta alturas celestiales. No fui el único, ni mucho menos, que se había comportado como el simio diligente del que hablara Chandler y, arropado en las convicciones románticas que casi todos teníamos en aquellos tiempos, había comenzado a escribir lo que, sin demasiado margen a las especulaciones, sedebía escribir en aquel instante histórico (de la nación y la humanidad toda): relatos sobre esforzados cortadores de caña, valientes milicianos defensores de la patria, abnegados obreros cuyos conflictos estaban relacionados con las rémoras del pasado burgués que todavía afectaban a sus conciencias -el machismo, por ejemplo; la duda sobre la aplicación de un método de trabajo, por otro ejemplo-, herencias que, esforzados, valientes y abnegados como eran, sin duda se hallaban en trance de superar en su ascenso hacia la condición moral de Hombres Nuevos… Pero un tiempo después, cuando había mirado dentro de mí mismo y hecho un tímido intento literario de apartarme de aquel esquema para colorearlo con algunos matices, me habían golpeado con una regla para que retirara las manos.

Ahora me resulta extraño, casi incomprensible, poderme explicar cómo a pesar de que la realidad trataba cada día de agredirnos, aquél fue, para muchos de nosotros, un período vivido en una especie de pompa de jabón, en la cual nos conservábamos (en realidad nos conservaron) prácticamente ajenos a ciertos ardores que se vivían a nuestro alrededor, incluso en el ámbito más cercano. Creo que una de las razones que alimentaron mi credulidad (debería decirnuestra credulidad) fue que a finales de la década de los sesenta y a principios de los setenta, cuando hice el preuniversitario y la carrera, yo era un romántico convencido que cortó caña hasta el desfallecimiento en la interminable zafra de 1970, se partió la cintura sembrando café Caturra, recibió demoledores entrenamientos militares para defender mejor a la patria y asistió jubiloso a desfiles y concentraciones políticas, siempre convencido, siempre armado con aquel compacto entusiasmo militante y aquella fe invencible, que nos imbuía a casi todos, en la realización de casi todos los actos de nuestras vidas y, muy especialmente, en la paciente aunque segura espera del luminoso futuro mejor en el que la isla florecería, material y espiritualmente, como un vergel.

Creo que en esos años nosotros debimos de haber sido, en todo el mundo occidental civilizado y estudiantil, los únicos miembros de nuestra generación que, por ejemplo, jamás se pusieron entre los labios un cigarro de marihuana y los que, a pesar del calor que nos corría por las venas, más tardíamente nos liberamos de atavismos sexuales, encabezados por el jodido tabú de la virginidad (nada más cercano a la moral comunista que los preceptos católicos); en el Caribe hispano fuimos los únicos que vivimos sin saber que estaba naciendo la música salsa o de que los Beatles (Rollings y Mamastoo) eran símbolo de la rebeldía y no de la cultura imperialista, como tantas veces nos dijeron; y, además, como cabía esperar, entre otras manquedades y desinformaciones, habíamos sido, en su momento, los menos enterados de las proporciones de la herida física y filosófica que habían producido en Praga unos tanques algo más que amenazadores, de la matanza de estudiantes en una plaza mexicana llamada Tlatelolco, de la devastación humana e histórica provocada por la Revolución Cultural del amado camarada Mao y del nacimiento, para gentes de nuestra edad, de otro tipo de sueño, alumbrado en las calles de París y en los conciertos de rock en California.

De lo que sí estábamos enterados y muy seguros era que de nosotros se esperaba solo fidelidad y más sacrificio, obediencia y más disciplina. Aunque tras el doloroso fracaso de la Zafra de 1970 sabíamos que el luminoso futuro cercano se había alejado un poco (jamás voy a olvidar los cuatro meses que pasé en un campo de caña, cortando, cortando, cortando, con toda mi fuerza y mi fe puesta en cada golpe del machete, convencido de que aquella heroica empresa sería decisiva para nuestra salida del subdesarrollo, como tantas veces nos habían dicho), en realidad apenas tuvimos noción de cómo aquel desastre político-económico, si me permiten llamarlo así, había cambiado la vida del país. Las carencias que desde entonces se agudizaron no nos sorprendieron, pues ya veníamos acostumbrándonos a ellas, y tampoco nos alarmó que, como respuesta al fracaso económico, las exigencias ideológicas se hicieran más patentes, pues ya formaban parte de nuestras vidas de jóvenes revolucionarios aspirantes a la condición de comunistas, y las entendíamos o queríamos entenderlas como necesarias. Que en medio de todas aquellas efervescencias nos enteráramos de que dos de los maestros de la universidad habían sido suspendidos de su trabajo docente por haber confesado que profesaban creencias religiosas nos conmovió, pero escuchamos en silencio y aceptamos como lógicas las imputaciones destinadas a fundamentar una decisión refrendada con el apoyo partidista y ministerial. Más tarde, que otras dos profesoras resultaran definitivamente expulsadas por su preferencia sexual «invertida», no nos alarmó demasiado y si acaso nos provocó una sacudida hormonal, pues quién iba a decir que aquellas dos maestras eran un par de tortilleras, sobre todo la trigueña, con lo buena que estaba en la plenitud jamona de sus cuarenta años.